Randall se me acercó por detrás.
—Se están poniendo demasiado metafísicos —se quejó en voz baja—. Shimchisko se ha vuelto muy religioso. Pero nos está contagiando a todos.
Asentí, pero me pregunté quién me recordaría en Thistledown.
En Lamarckia no dejaría la menor huella.
Mi añoranza de Thistledown se había convertido en una sombra oscura que mezclaba la duda con el sueño, el deseo con el rechazo de mí mismo. Las fisuras de mi blindaje se multiplicaban y eran muy manifiestas. Yo no sabía quién ni qué era, mi pasado parecía un caos, mi presente un desquicio que jamás ordenaría del todo.
Si yo servía de ejemplo, era dudoso que los ecoi de Lamarckia aprendieran algo útil de los humanos, pero no lograba olvidar las últimas palabras que había dicho Nimzhian antes de que abandonáramos la isla.
Las maravillas de Lamarckia eran sencillas y delicadas, como si hubiera sufrido una desventaja natural desde sus comienzos. Había florecido de manera maravillosa pero vacilante.
Nuestros pasajeros naturales —las bacterias y virus que los humanos encontraban valiosos— no habían dejado huella en los ecoi de Lamarckia. Pero nosotros éramos una especie de plaga, injertada en los tejidos del planeta por el más sofisticado sistema de distribución, la Vía, una jeringa infinitamente larga con una gama infinita de aberturas. ¿Qué les diría yo a mis superiores de Ciudad de Axis y Thistledown, si podía presentar un informe?
Lamarckia todavía conserva la salud. Pero los humanos y los ecoi provocarán cambios mutuos e inconmensurables, y muy pronto.
Lamarckia no es para nosotros.
Somos demasiado fuertes.
Venimos de un planeta verde.
El tiempo era un lujo con el que yo no contaba. Para preservar Lamarckia, tenía que obrar rápidamente. Tenía que localizar la clavícula de Lenk y comunicar mis hallazgos al Hexamon cuanto antes.
A quince días de la isla de Martha nuestras baterías se agotaron, pues los molinos no funcionaban. Ibert, que tenía muy buena vista, montaba guardia en el árbol mayor. Cerca del mediodía avistó algo en el horizonte y llamó al primer oficial. Yo estaba reparando una red en la cubierta de proa, cerca del bauprés.
Soterio bajó de su hamaca y siguió a Randall medio dormido. El capitán permaneció abajo. Randall escrutó el horizonte siguiendo las indicaciones de Ibert, desde estribor. Yo me cubrí los ojos para protegerlos del sol. Al principio no distinguía nada, pero pronto avisté una delgada voluta de humo, y luego otra.
—Allí no hay tierra —dijo Ry Diem, acercándose—. No pueden ser incendios.
Se acercaron Shirla y Shankara, luego Cham y Shimchisko. Soterio seguía a Randall como un perro fiel, con expresión preocupada.
Salap salió a cubierta, tan elegante e impasible como de costumbre. Miró al grupo reunido a proa y fue a reunirse con Randall.
—¿Es un corredor? —preguntó Soterio.
—Los corredores no humean —le respondió Randall—. Dos naves. Están quemando algo.
—Buques de vapor, entonces —dijo Salap.
—Es probable.
—Brionistas —dijo Soterio, con la esperanza de que lo contradijeran.
—Desde luego no son de Calcuta, Jakarta ni Athenai —aseguró Randall—. Que suba el capitán.
Keyser-Bach subió a cubierta en delantal, las manos enguantadas. Se quitó el delantal y los guantes, se los entregó a Thornwheel y cogió los prismáticos de Randall.
—No llevan bandera —dijo al cabo de unos minutos—. Claro que eso no quiere decir nada. —Miró hacia arriba y sacudió la cabeza—. Nosotros no izamos nuestra bandera desde que salimos de la isla de Martha. Están a diez millas. Nos han visto. —Bajó los prismáticos—. Están virando hacia nosotros.
Thornwheel le entregó el delantal y los guantes a Shatro, y éste se los pasó a Cassir. Todos necesitaban hacer algo. Nadie habló durante unos minutos. Keyser-Bach observaba las volutas de humo con el rostro impasible. Luego se pellizcó la barbilla con tres dedos y dijo:
—Ser Soterio, viremos y esperemos que sople viento.
Miré las velas. Una ráfaga de viento me había dado en la espalda, y vi que los paños flojos flameaban. Todas las mañanas a esa hora, vientos de velocidad y dirección variables nos cruzaban, encrespando las aguas pero sin refrescar el aire ni dar mucha velocidad al Vigilante. El viento no significaba mucho. Hacía cuatro días que no teníamos buen viento.
Sin embargo, el capitán se puso a silbar entre dientes. Fue hasta el bauprés y miró a los cuatro que estábamos reunidos allí. Soterio lo siguió.
—No hay suficiente viento para efectuar un viraje —dije.
—Lo habrá —dijo el capitán. Siguió silbando entre dientes, luego frunció la boca y emitió un pitido agudo.
—Él puede sentirlo —dijo Randall.
Ambos miraron las velas, y por un momento creí estar en un sueño, perdido entre salvajes supersticiosos en cierto modo más profundamente conectados con la naturaleza, capaces de sentir la presencia de los dioses, los espíritus y el viento.
—¿No podemos aprovecharlo? —preguntó el capitán displicente, como si habláramos de la cena en el comedor.
—El mar tiene ese color —dijo Randall.
Soteno miró por encima de la borda. Se irguió. Parecía confundido.
—Si son brionistas y usan naves de vapor, no necesitan viento —dijo Shatro, sólo para sumarse a la conversación.
El capitán alzó los prismáticos y miró hacia el suroeste.
—Allá está —dijo.
Todos nos volvimos. Un espeso banco de nubes se elevaba bajo los frentes de tormenta del sur, como un depredador cazando inmensas jirafas grises.
—Nos ha arrastrado a su círculo —dijo Salap—. Está muy al norte de su rumbo acostumbrado.
El capitán se llevó las manos al pecho y las entrelazó, suplicando.
Salap se sentó en el extremo del bauprés.
—Hace tres días que nos tantea con sus zarcillos —dijo—. Esas ráfagas de viento de todas las mañanas.
—¿Qué haremos? —preguntó Soterio, relamiéndose los labios y mirando a su alrededor.
—Por ahora nada —respondió el capitán—. Esperaremos a ver quién nos pillaprimero.
—Soplará más viento —dijo Salap—. Suficiente para maniobrar. Si aguardamos aquí, la tormenta nos atraerá hacia sí.
El capitán nos entregó los prismáticos para que miráramos. Shatro los recibió de Thornwheel. Yo era todavía el último en rango. Me los entregó al cabo de unos segundos, el rostro pálido, y miré.
—¿Qué ves? —preguntó Salap.
—Chispas —dije—. Como reflejos de mica en el agua. —Moví los prismáticos. Debajo de las volutas de humo distinguía dos chimeneas, cada una sobre un largo casco blanco. Los vapores navegaban a unos diez nudos. Nos alcanzarían al cabo de una hora y media.
La nubosa masa de la tormenta estaba a unas cuarenta millas. Los «zarcillos», como los llamaba Salap, ya habían cobrado fuerza.
—¿Deberíamos saludarlos por radio? —preguntó Randall.
—No —dijo el capitán—. No tengo dudas sobre su origen ni su propósito. Somos un trofeo, si pueden capturarnos.
Se sacudió de repente, los músculos tensos, e impartió sus órdenes. Las velas se hincharon y Soterio reunió a los de la guardia de estribor para que hicieran virar la nave. Contra el viento, navegaríamos rumbo al sur. La gente de los vapores vería la tormenta y tal vez renunciara a la persecución.
Soteno llamó a la guardia de babor. Salap cruzó la cubierta y apoyó una mano en mi hombro, la otra en el de Thornwheel.
—Esto será lo que el capitán llama «ciencia primaria» —dijo. El viento le agitaba la barba y el cabello negros—. Apostaré investigadores en todo el barco, y uno en un mástil... ser Shatro, por favor ve con Ibert al árbol mayor.
Shatro puso cara de ofendido, pero trepó por los obenques. Hacía mucho tiempo que no lo hacía.
—Ser Olmy, permanecerás en la proa con ser Thornwheel. Ser Cassir, tú y yo permaneceremos a babor y estribor, en el centro de la nave. Tomaremos nota de la velocidad y la dirección del viento, y de todo lo que nos resulte de interés.
Sacó papel y lápices del bolsillo.
El capitán seguía mirando los vapores y la tormenta.
—Esto será muy complejo —dijo Salap—. Las chispas de las nubes deben ser el modo en que la tormenta regula su presión y temperatura. Yo sugiero que se trata de tejidos livianos con diferente capacidad para reflejar la luz, impulsados por vientos controlados y dirigidos por formaciones oceánicas.
Una brusca ráfaga nos golpeó y el barco tembló, tironeando de los foques como un caballo atado a una cuerda. Cuando tuvimos viento de babor, Soterio ordenó plegar los foques, recoger los cursores de proa e izar la cangreja de popa. Girábamos en el agua como un tiovivo.
—Si terminamos en medio de la tormenta —dijo Salap—, podemos aprender cómo se mantiene.
Palmeó el hombro del capitán y se marchó a popa con Cassir. El capitán ni siquiera lo notó. El barco se escoró diez grados. Salap se tambaleaba en la cubierta inclinada, pero se mantenía digno mientras su chaquetón ondeaba como una cola. Cassir se aferró a una braza y Soterio se la arrebató.
—Ésta no, ser —le dijo, irguiendo la barbilla.
—Lo lamento —murmuró Cassir, tomando su posición.
Desplegadas las velas, Soterio puso a Shirla al timón, en sustitución del agotado Kissbegh, y permaneció detrás de ella. Ahora venía la espera. La distancia entre los vapores y el Vigilante creció brevemente. Luego ambos viraron y nos siguieron a toda máquina. El espeso humo gris de las chimeneas subía en volutas como el aliento de dos volcanes.
—Nos persiguen, en efecto —confirmó Soterio desde detrás del timón. Thornwheel, de pie junto a mí, trató de conservar el equilibrio cuando el viento zarandeó la nave con más fuerza. La cubierta se tambaleó. Soterio ordenó a ambas guardias que desplegaran todos los cursores y las gallardas inferiores e inclinasen las vergas para aprovechar al máximo la disposición de las velas. El capitán procuraba reducir el ángulo de cada maniobra, obtener la máxima velocidad.
Pero estaba claro desde el principio que no ganaríamos aquella carrera. La tormenta creció en altura y mostró faldas largas, gruesas y negras, mientras nos rodeaba un mar verde moteado de penachos blancos. Viramos de nuevo y la nave se inclinó a estribor. Al cabo de media hora, con la tormenta a sólo treinta millas y el viento soplando a veinte nudos, el capitán mantenía la nave en un curso estable, avanzando a diez nudos con la esperanza de rodear el extremo norte de la tormenta y escabullirse de ella y de las naves perseguidoras. Pero el avance de la tormenta no disuadía a los vapores.
—Son unos tontos —murmuró Thornwheel—. No conocen este monstruo.
—¿El capitán nos llevará hacia la tormenta? Tú has navegado con él más tiempo que yo.
—Es posible —dije.
—Pero lo aterra —chilló Thornwheel en medio del canturreo y el silbido del viento entre los cordajes.
Sacudí la cabeza y sonreí.
—Es mejor eso que los brionistas. No es cobarde, pero quiere que esta nave llegue a Jakarta.
En la cubierta principal, Cassir y Salap estaban junto a la borda, a babor y estribor. Arriba, Shatro se aferraba desesperadamente a los obenques, e Ibert escrutaba el oeste, gritando al capitán y a Soterio observaciones que nosotros no podíamos oír. Randall se adelantó, sonriendo como un perro feliz.
—Por el Hálito y el Hado —gritó—, ahora estamos en sus fauces. Podrás volver a demostrar tu valentía, ¿eh, Olmy?
Yo nunca lo había visto de aquel talante.
Seguimos maniobrando durante una hora. La tormenta se cernía sobre nosotros, tras haber engullido y decapitado los nubarrones, que se extendían sobre la masa gris y blanca en largas serpentinas que pronto se disolvieron.
Me pregunté si el capitán habría cometido un error de cálculo. Pronto nos enfrentaríamos a vientos que soplarían de popa por estribor, y tendríamos que luchar para no ser arrastrados al centro de la tormenta.
En cierto modo no importaba. Yo siempre había sabido que mi vida era trivial, algo que no era común entre mis iguales, rodeados por el grueso blindaje de la inmensidad de Thistledown. Siempre había calculado los riesgos que amenazaban mi naturaleza efímera y apostado a favor de vivir sensaciones y obtener conocimiento a pesar del peligro. Entrar en esta tormenta sería una experiencia memorable, y aunque aquel recuerdo durase apenas un instante para caer pronto en el olvido, al menos quedaría el momento real de la experiencia. En Thistledown no habría conocido nada similar.
Mantuve esta actitud valiente, firme y admirable sólo unos minutos, hasta que mi cuerpo me hizo saber de forma inequívoca que estaba aterrorizado. Sudaba a pesar del viento frío, me temblaban las manos. Thornwheel miró al oeste y al norte, y sujetó una cuerda corta alrededor del extremo del bauprés. Pasé un minuto corriendo por cubierta buscando otra, maldiciendo mi suerte, hasta que al fin encontré una colgada de una cabilla de maniobra. La até alrededor del bauprés y me acuclillé en cubierta. Por todo el barco, los tripulantes apostados en cubierta tendían cabos de borda a borda, o los ataban a las escotillas y los árboles. Mirando a popa, mientras plegaban los cursores de trinquete y mayor para darle más control al timón, vi a Shirla y a Soterio y sentí una punzada de angustia.
Luego recobré la calma. No podía hacer nada más. Sostuve el lápiz y la libreta y apreté la mandíbula. Gruesos goterones de lluvia tamborilearon en la cubierta y las velas.
Detrás, el foque se desgarró con estrépito y echó a volar tras el botalón como un fantasma enloquecido. Kissbegh y Ridjel pasaron corriendo y treparon por el bauprés para cortarlo.
Por encima del hombro, vi que el cielo caía por debajo de la proa, como desplomándose en el horizonte de aguas encrespadas. La nave tembló y saltó. El cielo retrocedió súbitamente al elevarse una muralla de agua; la proa se sumergió entre las olas y nos lanzamos contra esa muralla verde. Me golpeó con fuerza y me aferré al extremo de la cuerda como un pez, nadando y reptando en la cubierta sumergida. Luego el agua se abrió como un telón y se esparció por doquier en torrentes. Caí de espaldas, tosiendo agua, enjugándome el rostro. Había perdido el lápiz y la libreta. Thornwheel se aferraba a la borda, el cabello sobre los ojos, escupiendo. Kissbegh regresó por el bauprés, milagrosamente vivo. Ridjel estaba en el botalón como un espíritu marino, los brazos alrededor de los estays de trinquete, y me reí de su gracia y su jactancia.