Al cabo de una tensa media hora, la niebla se despejó.
Fuera de la tormenta anochecía, pero en su interior el mar titilaba con el resplandor pálido de las nubes. Por primera vez vibraron relámpagos en esas nubes, silenciosos y borrosos como velas detrás de cortinas. Estos breves fulgores estallaban aquí y allá, un naranja tibio en la lividez general.
El agua que se estrellaba contra la proa y burbujeaba en las cubiertas olía a suelo mojado, y luego empezó a despedir un hedor insoportable que combinaba la dulzura de la melaza con el olor a amoníaco. Nos tapamos el rostro con paños; usamos incluso los duros y sofocantes trozos de lona que Meissner nos había dado para protegernos de la lluvia de tinta caliente, pero el olor persistía.
Después de la lluvia negra el aire estaba tibio; la temperatura llegó a treinta y dos grados. Ahora, atravesábamos con mayor frecuencia masas de aire fresco que el mar debía entibiar. Pero en su plateada palidez, el mar no podía liberar su calor con eficiencia. El próximo paso —si yo había entendido el razonamiento de Salap— sería que el océano se ennegrecería de nuevo, o que usaría algún otro truco para liberar el calor con mayor rapidez.
El segundo oficial había ido abajo para consultar el reloj de la nave. Nos dijo que eran las seis y media de la tarde. Hacía veinte minutos que se había puesto el sol. Navegábamos en un crepúsculo fantasmagórico, apenas podíamos ver nada en cubierta. Los fanales titilaron espasmódicamente cuando el maquinista logró poner los molinos en funcionamiento. Las baterías de la nave se habían empapado con el oleaje; habría que lavar las membranas y reemplazar el agua destilada para que volvieran a funcionar. Trabajábamos con circuitos conectados directamente a los molinos, y sus aspas estaban mojadas y giraban al viento con dificultad.
Delante, yo sólo veía fogonazos anaranjados detrás de grasientas nubes negras y brillantes crestas de olas. Los brincos de la nave me producían dolor en las rodillas y de cabeza. Tenía el estómago revuelto, ya fuera por el hedor, el zarandeo o el agotamiento. No sabía por qué ni me importaba. Salap me entregó un pequeño termómetro y yo leía la temperatura cada varios minutos; Thornwheel hacía lo propio con el barómetro. La presión atmosférica sobre el nivel del mar, en Lamarckia, equivalía a nueve décimos de la presión terrícola normal, alta para los ciudadanos de Thistledown, que estaban acostumbrados a algo menos; por conveniencia lo llamaban un «bar».
Treinta grados y novecientos cuarenta milibares. Treinta y un grados, novecientos cuarenta y tres milibares.
El capitán apuntaba las cifras cuando no estaba impartiendo órdenes al segundo oficial, y nosotros procurábamos consignarlas en nuestras libretas. Al cabo de un tiempo, descompuesto como estaba, no pude contener una carcajada mientras gritábamos nuevas cifras. Thornwheel sonrió también, su cara borrosa en la oscuridad.
Los relámpagos se volvieron más brillantes cuando salimos de una gruesa muralla de nubes. Delante, en medio del miasma, oímos un coro de gorjeos y silbidos que iban de babor a estribor, como si aves desconocidas nos acecharan en las tinieblas.
Los fogonazos revelaron cabezas de serpiente que asomaban del agua, perfiladas contra el azul, cabeceando, trinando y cantando.
—¡Sirenas! —le grité a Thornwheel.
El capitán me fulminó con la mirada, pero el sonido creció. Traté de ver las serpientes con más claridad, pero eran siempre lisas, y se elevaban y revolcaban despacio, o se hundían doblando su extremo, como ganchos blandos. De nuevo vimos islas llanas y bajas flotando entre las serpientes, pero sin torres, cubiertas con bultos redondeados.
Mis pocos pensamientos eran delirantes. Imaginé sistemas de control cibernético, guías y detectores, las reinas de aquella bestia-tormenta enviando bandadas de ptéridos, ordenando a los cardúmenes de vástagos que fueran hacia allá, conduciendo serpientes y anguilas por mares blancos, haciendo que se elevaran las olas y soplasen vientos calientes y fríos. Mis pensamientos se enmarañaron y cuando gritaba las temperaturas el aire parecía responder. Llegué a creer que era yo quien lo controlaba todo, orquestando lo que apenas veíamos y apenas comenzábamos a comprender.
Nos encaramamos a una ola enorme y nos sumergimos en una noche aún más muerta y oscura. Perdí nuevamente la libreta, me deslicé hacia el final de mi cabo de seguridad, giré, me golpeé, caí en cubierta. En el agua, oí ruidos ahogados semejantes a susurros, murmullos y burbujeos, y sentí que algo me exploraba la pierna. Bajé la mano a tientas y lo aparté, y mis dedos se cerraron sobre una superficie lisa y fría semejante a goma dura. Se me deslizó entre los dedos y me mordió. Casi abrí la boca para gritar, pero me contuve por instinto.
Con los ojos irritados por el agua del mar, tratando de encontrar el camino hacia la superficie y la segundad, cabeceé en el aire y pensé que me había caído por la borda. La soga se había cortado. Caí nuevamente en cubierta, me levanté, y resistí la cascada de agua en los imbornales. Había luces arriba y a los lados. Me había deslizado desde la cubierta del castillo de proa hasta la cubierta principal. Mis compañeros se reunieron a mi alrededor.
—¿Dónde está el capitán? —pregunté—. ¿Dónde está Thornwheel?
La persona más cercana a mí, Meissner, había caído contra la escotilla y se encorvaba como un niño asustado. Me miré la mano a la luz de los faroles, y vi que tenía un borroso hilillo de sangre en la palma. Me pregunté si iba a morirme y luego comprendí que había sido un reconocedor.
Eso me arrancó otra carcajada. Al oír que Thornwheel llamaba desde la proa, y que el capitán maldecía e impartía órdenes para mantener el rumbo de la nave, me puse a rebuznar como una muía. Shatro pasó, me miró, sacudió la cabeza, siguió de largo. Eso me pareció todavía más gracioso. Cham y Shimchisko se asomaron por una escotilla. Shimchisko se me acercó y me cogió por los hombros.
—No me sacudas —grité—. No estoy histérico. Sólo me hace gracia.
Para demostrar mi cordura, puse cara sena y apreté mi nariz contra la suya, mirándolo con severidad.
—El agua está negra —gritó él, retrocediendo. Miré a nuestro alrededor; la cubierta estaba llena de tinta, igual que yo—. ¿Qué significa eso?
—Creo que es bueno —respondí. Me zafé de sus manos, le estreché una vigorosamente, sonreí y regresé a mi puesto.
En aquel momento lo único que me importaba era estar vivo. Si alguien me hubiera preguntado por mi misión, por los secretos que antes guardaba tan celosamente, se lo habría revelado todo.
Sólo me importaba la risa y el hecho de estar vivo.
La súbita negrura del agua pareció calmar el oleaje, que apenas llegaba a la borda. Golpeaba el barco como un tamborilero, pero la cubierta no brincaba tanto y tuvimos la oportunidad de despejar las vergas rotas y los cordajes enredados. Todos se sumaron a la tarea, incluso Salap y el capitán.
Soterio se había roto la muñeca en el diluvio que había partido mi cabo de seguridad, pero guió a Cassir y Ry Diem en la tarea, y prestó tanta ayuda como podía con el brazo sano, aunque tenía el rostro gris de dolor.
Las negras aguas llevaban la nave por danzarinas columnas de niebla. La humedad era insoportable y el viento soplaba de estribor a la misma velocidad que la corriente que impulsaba el casco, de modo que parecíamos estar suspendidos en el aire inmóvil.
A través de brechas en las nubes vi retazos de estrellas. French el navegante se guió por las constelaciones para tener una idea de nuestro rumbo, íbamos hacia el sur. Nadie sabía lo que eso significaba; una oscuridad impenetrable bloqueaba el horizonte, sin relámpagos ni nada que lo iluminara.
Las aguas se calmaron aún más. Deambulábamos por cubierta temblando de cansancio. Kissbegh e Ibert dormían profundamente. Logré encontrar a Shirla a la luz tenue de los pocos fanales que funcionaban y la rodeé con el brazo. Ella no me rechazó, sino que me cogió la mano, apretando los dedos como una niña. Era un gesto tan espontáneo como si hubiéramos sido amantes durante años.
—¿Sabías que sería así? —preguntó. Sus ojos eran adorables, castaños y vividos.
—No.
—¿Crees que ha terminado?
—No.
—¿Todavía estamos dentro?
—Creo que sí.
Randall recorrió lentamente la cubierta. El trabajo que podía hacerse estaba hecho, dijo. Era hora de descansar.
La mayoría nos derrumbamos donde estábamos y nos acurrucamos en cubierta sobre los pegajosos charcos de agua negra, sudando en el sofocante calor. Shirla se quedó junto a mí, dobló las rodillas y se durmió de inmediato. Habíamos estado nueve horas dentro de la bestia-tormenta.
Yo había perdido la necesidad de dormir. Estaba agotado, pero tenía la mente tan despejada como un cielo estival. Miré las estrellas y vi cómo se apagaban una por una. Las nubes se estaban espesando.
Al este continuaba aquella estruendosa pulsación. Ya no sacudía el aire ni nuestros cuerpos, aunque Shirla se quejaba en sueños.
A popa, los generadores ronroneaban, los molinos se detuvieron. Por el ruido, supe que los estaban desconectando. Los fanales eléctricos restantes se apagaron de inmediato. Alguien, no vi quién, pasó con una pequeña linterna, mascullando maldiciones.
Todavía dentro. Todavía Jonás.
Las negras aguas irradiaban calor en torno al barco y, por la mañana, cuando una luz grisácea se filtraba por las nubes y los rizos de niebla, el mar cobró un color verdoso y polvoriento. Me puse de pie, dejando que Shirla durmiera, y miré a mi alrededor para ver qué sucedía.
Salap estaba en el puppis, mirando hacia delante. Me saludó sin sonreír. Cham estaba adormilado junto al árbol de mesana. Los cordajes se tensaban silenciosamente y las vergas crujían. La nave avanzaba por un mar normal. Olas de medio metro nos adelantaban velozmente como ansiosas por ganar una carrera. Me asomé a la borda y tuve la impresión de que navegábamos hacia atrás.
Me reuní con Salap en el puppis. Acababa de sacar una red del agua. Me la mostró y estaba vacía. El capitán había bajado. Randall estaba sentado cerca de la popa, detrás del timón, que gobernaba Ry Diem.
—¿Tienes idea de dónde estamos? —preguntó Salap.
—No. ¿Cómo iba a saberlo?
Salap rió entre dientes.
—Eres un tío listo. Pensé que tendrías alguna teoría reconfortante.
—Pues no —dije.
El tiempo que habíamos pasado en el interior de la bestia me había cambiado, al menos por el momento; no sentía respeto por ningún hombre ni tenía sentido de la discreción.
Salap no protestó por mi cambio de tono. Evidentemente, no daba demasiada importancia al rango ni al protocolo.
—Creí que ya estaríamos fuera de la tormenta.
—Me sorprende que estemos vivos —dije.
Frente a nosotros, la negrura se había convertido en una masa gris igualmente impenetrable.
—Hay un patrón, un proceso —dijo Salap. Por un momento esperé que me revelara una creencia religiosa, pero continuó—: La tormenta es un sistema bien organizado, mantenido por cientos de tipos de vástagos. Ojalá pudiéramos haber capturado una muestra de cada uno. Tenemos algunas de esas formas volantes, un par de toneles de agua de mar y todo lo que haya caído sobre cubierta.
—Algo tomó una muestra de mí —dije, alzando la mano.
Salap miró la picadura con interés.
—La tormenta no es parte de la zona cinco, pues —dijo.
En Tierra de Elizabeth, casi todos habían sido picados por un reconocedor fluvial en alguna ocasión, y se creía que todos ellos procedían de Petain.
—Supongo que no.
—Es un ecos aparte. Pero alimenta la pradera.
Asentí.
—Cada vez sabemos más. Las zonas cooperan con las subzonas, como en el yermo de Chefla... Y la tormenta tiene alguna relación con Petain, aunque no forma parte de ella. Eso demuestra que yo estaba equivocado. —Aspiró profundamente, sonrió—. Equivocarme tan a menudo me hace sentir joven.
—Aquí las aguas parecen vacías. Allí había muchos vástagos... ¿por qué aquí no hay ninguno?
—Aunque no hayamos salido de la tormenta, debemos estar cerca del fondo de la misma, de su parte caudal, por usar un término anatómico. Aquí hay pocas cosas importantes.
—Pensé que las aguas negras nos impulsarían hacia el borde del ciclón, no hacia su parte trasera.
Salap se encogió de hombros.
—Era sólo una teoría. Quizás una esperanza.
La masa gris que teníamos delante se partió a medida que avanzaba el alba.
Parecíamos estar cerca de tierra, pues una oscura línea de cerros se perfilaba en el horizonte.
—Tal vez hallemos una bahía y podamos reparar el barco —dijo esperanzadamente Ry Diem.
El capitán subió al puppis, la cabeza envuelta en un paño manchado de negro.
—Buenos días, si es de día —dijo.
—Así parece —repuso Ry Diem. Randall señaló los cerros. El capitán los miró, apretando las mandíbulas dentro del vendaje. Me miró de soslayo, se cubrió los ojos—. Anoche me golpeé la boca. Me he roto algunas muelas. ¿Soterio ya se ha levantado?
—El brazo se lo está haciendo pasar mal, pero jura que estará en cubierta en cuanto pueda vestirse. Una de las mujeres lo está ayudando —dijo Randall.
—No sé qué será aquello, pero no es tierra —aseguró el capitán—. No hay tierra en esta parte del mundo.
Alzó los prismáticos, se los pasó a los demás. Todos miraron salvo Ry Diem. Cuando me tocó el turno, Shatro, Thornwheel y Cassir se reunieron con nosotros; apenas miré la formación antes de pasarles los prismáticos a ellos. No pude distinguir ningún detalle, sólo protuberancias nudosas y pardas. La masa gris parecía más clara, y en ocasiones se abría para revelar nubes más gruesas y densas.
—Todavía es parte de esta maldita bestia —dijo el capitán.
—Nos aproximamos deprisa —comentó Cassir.
—Lanza una corredera para ver a qué velocidad vamos —le dijo el capitán a Randall. Randall le encomendó la tarea a Shankara, el cual nos anunció minutos después que íbamos a cuatro nudos. Keyser-Bach examinó la masa distante, moviendo los labios como si hiciera cálculos—. Nuestra velocidad respecto a esa cosa es de nueve nudos. Y calculo que no está a más de cinco millas. ¿Erwin?
—Seis a lo sumo —dijo Randall.
—Es parte de esta bestia, y nos embestirá.
—O encallaremos en ella —dijo Randall.
—No es una masa sólida, lo garantizo —dijo Salap, sacudiendo la cabeza—. Debe estar dividida en estructuras más pequeñas.