Salap estudió la masa de nubes con los ojos entornados.
—Toda la expedición —dijo, sacudiendo la cabeza.
Todos callaron un buen rato; traté de sentir algo, pesadumbre o euforia por haber sobrevivido, pero mis pensamientos eran confusos y no sentía con claridad.
—¿Adonde iremos ahora? —preguntó Shirla.
—A ninguna parte —dijo Shatro.
Desde cierta distancia nos llamó otra voz. Con un repentino arrebato de energía, nos dispusimos a nadar y remar hacia la nueva voz. Erwin Randall se aferraba a un gran trozo de cubierta de cinco metros de longitud y dos metros de anchura, todavía unido a varias cuadernas. Estaba tendido sobre él. Sujetamos la escotilla a aquel trozo de cubierta y salimos todos del agua.
—El capitán ha muerto —dijo Randall—. Vi su cadáver antes de que la tormenta nos escupiera.
Salap se frotó fatigosamente las mejillas y cabeceó frunciendo los labios, preguntando en silencio con los ojos: ¿ Qué debemos hacer?
Nos tendimos para pensar sobre nuestras últimas horas en ese mundo, o en cualquier otro.
La noche llegó como un gran alivio. Sentíamos mucha sed y el sol sólo empeoraba nuestra situación. Nos mecíamos suavemente bajo un poniente metálico y un cielo crepuscular despejado, entre las caricias del agua. Salap y Shirla durmieron un rato. Unos meteoritos surcaron el cielo estrellado.
Yo estaba muerto de cansancio pero no tenía sueño. Comprendí con tranquilizadora certidumbre que estábamos totalmente aislados en un mundo escasamente poblado, y que la muerte era el único desenlace que cabía esperar.
Randall no estaba de acuerdo. Respondió a mi tácita y sombría certidumbre con un:
—Todavía nos quedan los vapores.
Shatro gruñó. Yo no quería discutir. Tenía la boca tan seca y la lengua tan pegada al paladar que me parecía estar a punto de ahogarme. Las aguas oceánicas de Lamarckia se estaban secando. Sales de potasio y otros minerales formaban costras en mis piernas y mis brazos.
—Podríamos capturar un vástago —continuó Randall con la boca espesa—. Deberíamos remar en busca de otros.
No respondí. No teníamos herramientas, ninguna carnada que pudiera atraer un vástago. Los discos pardos que había dejado la tormenta habían sido devorados antes del anochecer. Podríamos haberlos comido nosotros, de haber tenido la presencia de ánimo suficiente para atrapar algunos.
—Tengo sed —murmuró Shatro. Se encorvó y se durmió, roncando ruidosamente.
Había oído decir que el desastre estimula la lucidez. A mí me parecía tener una niebla espesa en el cerebro. Moriría cómodamente. Como estaba demasiado aturdido para recordar nada, la muerte simplemente apagaría un opaco instante de incongruencia. Olmy ya se había ido.
Pensé poco en las responsabilidades que tenía en Thistledown. La familia, el Nexo, el Hexamon mismo, mis deberes secretos, parecían sueños recordados a medias.
—El capitán era un buen hombre —dijo Randall.
Salap se había despertado.
—En efecto.
Shatro y Shirla todavía dormían. La acerqué a mí para darle calor, y ella gimió, pero cerró los ojos con más fuerza.
—Ojalá hubieran más como él en este mundo —dijo Randall.
—Lenk lo ha querido así —dijo Salap con voz neutra—. Los mejores divaricatos. Pocos como el capitán o como nosotros.
—El Pneuma nos libre —dijo Randall, y lo repitió varias veces, hasta quedarse dormido.
—Olmy —dijo Salap—, ¿no sientes curiosidad por la bestia-tormenta?
No sabía si Olmy sentía curiosidad o no. A mí me importaba poco.
—Veo mentalmente un esquema de su anatomía —dijo Salap—. Un esquema general. Se me ocurrió mientras dormía.
—Bien —gruñí.
—Un vacío central, como el ojo de una tormenta, lleno de témpanos de hielo. El aire y el océano se unen, se mezclan violentamente, se baten para controlar las energías que se utilizan para generar los vástagos en su interior. La parte caudal debe ser una vasta fábrica de nutrientes, que se alimentan con la tormenta y son cosechados por la muralla de cuchillas. Los vástagos que ya no son útiles, agotados por la acción de la tormenta interior, son sacrificados, transformados en los discos pardos, que ascienden a los niveles inferiores y luego se esparcen por tierra... o dondequiera que la tormenta haya establecido alianzas con otros ecoi. Estoy seguro de que la tormenta es un ecos aparte, autónomo, que prevalece en su región del Mar de Darwin.
Pensé vagamente que Salap hablaba desde hacía un buen rato.
—No éramos sabrosos, presumo —concluyó y guardó silencio.
Más meteoros. Eso significaba que había cometas y otros restos en el sistema de Lamarckia, además de los cinco planetas localizados por los topógrafos originales. No había cinturones de asteroides. El gigantesco Pacifica, ahora visible como un punto azul brillante, el más brillante de todos los puntos del cielo, apagaba todo lo demás. Pensar de aquel modo me asombró. No sabía a qué se debía.
—¿Sabes mucho sobre ser Randall? —me preguntó luego Salap, interrumpiendo mi examen de los astros.
—No —dije—. Me cae bien.
Me parecía un comentario cordial, aunque intrascendente.
—Él habla muy bien de ti. Pero cree que eres especial. Cree que acabas de llegar de Thistledown.
Esto bastó para que se me despertaran unas cuantas neuronas; traté de concentrarme en lo que me decía Salap.
—Se lo oyó decir a Thomas, el disciplinario de Calcuta. Mucha gente que goza de autoridad ha esperado una aparición de este tipo. Randall me dijo que eres diferente, que tienes una calma que aquí no tenemos. Utilizó algunas palabras clave... sí, las conozco. Yo era adventista hace años. En mis tiempos de estudiante, en Jakarta.
—Adventistas —grazné.
—Los que esperaban que el Hexamon abriera otra puerta. Me imagino que si abrieran una puerta Lenk se enteraría, pues tiene la otra clavícula. No se aparta de ella.
—Había un viejo en Claro de Luna —dije—. Cuando me encontré con él creyó que yo era de Thistledown. —Me eché a reír con voz cascada—. Ojalá lo fuera. Alguien vendría a rescatarme. Se abriría una puerta justo sobre nosotros.
Dibujé el fenómeno contra las estrellas, con un dedo trémulo.
—Randall te trajo en la nave y te ascendió, tan seguro estaba.
—Oh.
—Pocos saben que éramos adventistas. Eso no favorece los ascensos.
Randall se movió, y Shirla se apretó contra mi pecho. Salap, una sombra borrosa bajo la brillante luz de las estrellas, se llevó un dedo a los labios.
—La gente moribunda dice cosas. Cosas estúpidas. Hace confidencias.
—¿Qué es estúpido? —preguntó Randall.
No le respondimos. Shirla se desperezó, metió un pie en el agua fría. Lo sacó.
—¿No hay barcos? —preguntó.
—No.
Shatro dejó de roncar y se incorporó de golpe.
—¿Alguien ha tratado de empujarme? —preguntó con los ojos desorbitados.
—No —dijo Shirla—. Aunque yo estaba durmiendo.
—Merezco estar aquí tanto como los demás.
—Innegablemente —murmuró Shirla para calmarlo.
—Todavía soy fuerte —dijo Shatro, sacudiendo la cabeza como un toro cansado.
Randall le tocó el hombro, palmeándoselo como si fuera un niño. Shatro lo miró de soslayo y apoyó la cabeza entre las rodillas.
El alba tardó en llegar. Shirla y yo nos abrazamos. Salap hablaba de la estructura de la tormenta, y Shatro guardaba silencio. Randall, sentado en los tablones, movía los dedos de los pies.
En la oscuridad las aguas susurraron, y largos cuellos o troncos de cabeza chata emergieron del mar. Nubes esponjosas cubrían un cielo lechoso, nadando en una viscosidad constelada de estrellas. Las altas siluetas titilaban a la intermitente luz de los astros. Permanecían firmes, silenciosas, y no pude evitar pensar que nos estudiaban. Alcé una mano y dije:
—Mordedme. Sabréis quién soy.
Pero se sumergieron en el agua, y el susurro cesó.
Por la mañana, una febril lucidez se adueñó de mí.
Hacia el este el cielo se puso amarillo, luego cobrizo, y extendió una suave pátina azul hacia el oeste. Unos jirones de nubes moribundas acechaban al sur. La calma que seguía a la tormenta se estaba inestabilizando.
Vi a mis compañeros, los restos del Vigilante, las olas más encrespadas que nos rodeaban, con la nitidez de un trazo, y cada línea vibraba y parecía zumbar en mis oídos. Supe con absoluta seguridad que no moriríamos. Allí se representaba un inmenso drama, y estábamos en su centro. El abrepuertas me había situado dentro de un proceso de gran interés, la humanización de Lamarckia. Los humanos poblarían la mitad del planeta y los humanoides la otra mitad. La línea divisoria sería el ecuador. Escogí el hemisferio norte para los humanos, para evitar inconvenientes. Creí oír que Shimchisko me daba los detalles. El tiempo se volvió borroso y algunas cosas sucedían antes de lo que correspondía en la secuencia, y otras después.
De repente oí el ronco grito de Salap, que había avistado un barco. Claro que sí, pensé. Es inevitable. Si no vamos a morir, tiene que haber un barco.
—Uno, dos, tres —dijo—. Cuatro barcos. Dos vapores y dos goletas... Deben ser de Athenai. Allí hay goletas.
Miré con poco interés hacia donde él señalaba. Dos columnas de humo se elevaban sobre el frío mar; las seguían dos veleros. Estaban muy cerca, tal vez a una milla. Salap se puso de pie. Shatro se le colgó de los raídos pantalones negros, implorándole que se sentara.
—Si tienen vapores, son brionistas —insistía Shatro.
—Son nuestra única esperanza, sean quienes sean —dijo Randall, y se levantó torpemente, meciendo la balsa, para sumar sus señas a las de Salap.
Shirla los miraba abriendo la boca, para no cuartearse los labios resecos. Parecíamos fantasmas, blancos de sal, el cabello erizado.
—No nos verán —gimió Shatro.
—Están virando —dijo Randall, y nos sonrió como un niño que ve llegar a su padre a casa.
—Creo que nos han visto —convino Salap.
Inevitable.
Las naves tardaron media hora en rodearnos y mandar un bote salvavidas a rescatarnos. Los vapores medían cien metros de eslora y veinticinco metros de manga. Eran las naves más grandes que había visto en Lamarckia. Sus cascos anchos y abombados, pintados de blanco, estaban construidos con tablones gruesos, pero grandes planchas de metal integraban la superestructura. Cada nave llevaba cañones dobles a proa y popa, y una única chimenea que expulsaba una nube opaca. Dentro de los cascos resonaba la palpitación de potentes motores. Eran naves poco elegantes, pero macizas y resistentes.
Hombres y mujeres de uniforme gris y negro estaban junto a la borda y cerca de la proa, mirando y hablando mientras bajaban un bote de una de las dos goletas.
Las goletas habían soltado los cabos de remolque. El viento arreciaba, y los tripulantes preparaban las anchas velas de los tres árboles, disponiéndose a proceder en cuanto estuviéramos a bordo. Eran más largas que el Vigilante pero no tan anchas, y parecían rápidas, como galgos esbeltos junto a los robustos mastines que eran los vapores.
Shirla se arrodilló cuando se aproximó el bote, cruzando los brazos sobre el pecho. El bote tenía cinco ocupantes, cuatro remeros y un hombre rechoncho a proa, vestido de blanco y con una gorra negra.
Cada vapor llevaba un número en la proa pintada de blanco, el 34 y el 15 respectivamente, pero ningún nombre. Las goletas se llamaban Khoragos y Vaca. Vaca parecía un nombre extraño para una nave tan elegante.
El hombre rechoncho nos saludó con el brazo, sonriendo jovialmente.
—¿Qué nave, y de qué puerto? —preguntó cuando el bote estuvo a menos de veinte metros.
—Del Vigilante de Calcuta —dijo Randall.
—¿Qué sucedió?
—Nos hundió una tormenta.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó el hombre, demostrando interés.
—Un día. Tal vez dos.
—¿Una nave de tres árboles?
—Sí.
—La vimos, y vimos la tormenta. Algo aterrador. Escapamos de ella poco después de perderos de vista.
—¿Eran vuestras naves? —preguntó Randall, cuando el bote se aproximó a la balsa—. No vimos goletas.
—íbamos muy atrás. Los vapores son feos, pero rápidos, especialmente cuando no hay viento.
—¿Quiénes sois? —preguntó Shatro.
—Somos de Athenai —respondió, incómodo, el hombre rechoncho—. Vamos rumbo a Naderville. Los vapores son nuestra escolta, y entiendo que ocupaban posiciones cerca de Jakarta. Mi nombre es Charles Ram Keo.
Nos tendió una mano y Randall se la estrechó. Luego nos ayudaron a subir al bote. Una vez a bordo, vimos lo frágil que era nuestra balsa. Pero era lo último que veíamos del Vigilante, y mientras los remeros nos llevaban al Khoragos, sentí tristeza. Shirla permaneció cerca de mí y aceptó una taza de agua que le sirvieron. Mientras, una mujer delgada de rostro preocupado nos hacía preguntas sobre nuestro estado de salud. Era Julia Sand, médico del Khoragos.
—No nos habrían hundido —murmuró Shatro.
Salap parecía muy solemne, poco dispuesto a hablar. Me pregunté si habría notado algo que los demás pasábamos por alto.
Randall estaba eufórico.
—Sois un auténtico regalo de los vientos —le dijo a Keo, bebiendo el contenido de la taza a sorbos cortos, tal como le indicaban.
Estábamos cerca de la más grande de las dos goletas cuando Salap se inclinó hacia delante y me susurró al oído.
—Khoragos. Eso significa el director de un coro. Es la nave de Hábil Lenk.
Se apartó. Keo y Randall habían captado parte del murmullo y el hombre rechoncho parecía todavía más incómodo.
—Tendréis que venir con nosotros, por supuesto —dijo—. Supongo que sabéis lo que sucede.
—¿Lenk está a bordo? —preguntó Randall.
—Así es.
—Se dirige hacia Naderville para negociar con Brion —aventuró Salap.
Keo no respondió.
Nos subieron a bordo en camillas y nos depositaron en la cubierta de la goleta. Las otras naves ya se habían alejado. Ahora estaban repartidas por una milla de agua; los dos vapores abrían la marcha.
Lenk iba a parlamentar.
El Khoragos era un barco majestuoso. Llevaba setenta personas a bordo. La tripulación estaba compuesta por treinta marineros, cinco aprendices (todos hijos de notables de Athenai, nos dijeron) y quince oficiales y artesanos. Los otros veinte eran los consejeros, diplomáticos y ayudantes y, por supuesto, el propio Lenk. El Vaca llevaba cuarenta tripulantes y quince diplomáticos más.