Legado (33 page)

Read Legado Online

Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
11.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Uleysa me había demostrado mi ignorancia. En su dulzura, su tímida reserva y su serenidad, yo había encontrado todo lo que creía necesitar. Lo que aprendí de sus amantes del pasado —pues la vinculación entre los naderitas viajeros no requería eludir a todos los demás— era que ella presentaba rostros muy diferentes a diferentes hombres. Nos daba lo que creía que más necesitábamos, y en general no se equivocaba.

Pero saber quién era Uleysa... ah, comprendí que eso sería imposible. Sus intentos de agradar ocultaban algo que me perturbaba, una especie de reprobación oculta, como si yo fuera un niño que la necesitaba pero al que ella no respetaba de veras.

Conocía mejores lugares donde buscar incertidumbre y misterio... y reprobación, oculta o manifiesta.

Pero seguía teniendo debilidad por las mujeres nádenlas.

Una vieja historia, pensé mientras preparaba el equipo y el bote para el tercer viaje a la isla de Martha. Vi a Shirla, que esta vez no iría a, la costa. Me miró con añoranza. No podía conocer mis pensamientos. Afortunadamente, no estaríamos juntos ni a solas el tiempo suficiente para que mi actitud la afectara demasiado. Y yo tenía una misión. Los recuerdos y el sentido del deber podían apagar el fuego hormonal.

Durante los tres días siguientes escalamos las laderas del monte Jiddermeyer y acompañamos un equipo hasta la cumbre, donde William French estudió la isla, midió las elevaciones y las comparó con medidas tomadas por Baker y Shulago. Nimzhian observaba nuestras idas y venidas desde su porche, acompañaba a ciertos equipos en algunas excursiones y repasaba los resultados. Su ojo crítico y su experiencia resultaron de un valor inestimable.

Trabajando a partir de los mapas que ella y Yeshova habían trazado, recorrimos los desnudos valles de montaña que flanqueaban el monte Tauregh y examinamos los otros cinco palacios, todos en ruinas, aún más decrépitos que el primero. Como nos había dicho Nimzhian, había muy poca diferencia entre esos cuencos llenos de desechos. El capitán se tomó esta evidencia con una insistente decepción que me resultaba exasperante. Si las pruebas contradecían la teoría, pensé, era preciso desestimar la teoría. Keyser-Bach aún no estaba dispuesto a desestimar la suya. Incluso nos soltó una de esas elucubraciones que sólo sirven para ocultar que una teoría es débil amparándose en lo que no puede ser comprobado.

—Los palacios adicionales pueden ser trampas para confundir —sugirió jovialmente en la toldilla del Vigilante una noche—. Tal vez sólo uno sea el auténtico domicilio o refugio de la reina...

Salap estaba cada vez más irritable. Ladraba sus instrucciones a los investigadores y recibía los resultados de mala gana. Randall apenas le hablaba, y mascullaba que la isla no era buena para nosotros.

—Demasiado lúgubre —dijo—. Yo me iría cuanto antes.

Shirla llegó a la costa con Ibert y Kissbegh, pero había poco contacto entre nosotros. Yo estaba tierra adentro, midiendo el palacio dos; cuando regresé, un día y medio después, la habían enviado en un bote a acompañar a Thornwheel mientras medía el extremo occidental de la isla y su bulboso promontorio.

Al caer la tarde, mientras los investigadores jóvenes y Randall se iban al extremo oriental de la isla y el capitán estudiaba los resultados en el barco, Salap se reunió conmigo en el bosquecillo de huérfanos, donde yo estaba descansando y merendando.

—Creo que deberíamos ir a motarnos los pies en el manantial y charlar —dijo.

Preguntándome qué se proponía, seguí al jefe de investigadores entre los arbóridos, hasta la laguna que se extendía pálida y quieta bajo la sombra vespertina del monte Tauregh.

—Erwin insiste en que aquí hay pocas cosas que nos interesen, y quizá tenga razón —dijo Salap, quitándose los zapatos y sentándose a orillas de la laguna.

El cuenco pedregoso de la laguna estaba vacío, y sólo lo visitaban las raíces de los vástagos. En ninguna parte de la isla de Martha encontrábamos la profusión de vida que habría brindado un ecosistema de la Tierra en las mismas condiciones: ni semillas, ni microbios ni aves.

—Me temo que de las cámaras palaciegas no sacaremos nada en claro, que serán tan estériles como el resto de esta isla. No me gusta estar aquí, ni siquiera entre estos huérfanos. —Señaló los arbóridos—. Ella aún tiene su lugar —continuó, señalando la casa donde Nimzhian dormitaba a solas en el porche—. Ella morirá feliz aquí, pero...

Calló. Chapoteó en el agua un instante.

—Este lugar me hace sentir mi propia condición de mortal como un cuchillo entre las costillas. ¿Y a ti?

Sacudí la cabeza.

—A todos nos afecta de una manera distinta —dije.

La isla no me inquietaba tanto como a los demás. Salap nunca me había tomado por confidente, y su actitud me intrigaba. El jefe de investigadores nunca hacía nada —ni siquiera trabar una conversación— sin tener algún objetivo en mente.

—Si esto puede morir, entonces otros ecoi también pueden morir, y tal vez sea así. ¿Te imaginas qué efecto tendrá sobre Calcuta o Jakarta si las zonas mueren?

—Desastroso —dije.

—French dice que eres el más hábil con los instrumentos de agrimensura. Incluso mejor que mis investigadores.

—Me gusta el trabajo. Ayudar es para mí un privilegio.

—Sí, sí. —Salap rechazó esas palabras como la paja que eran—. Randall cree que deberías unirte a los investigadores. No estoy por completo satisfecho con ellos. Hasta ahora sólo nos has seguido los pasos a distancia. Tal vez deberíamos formalizar tu ascenso.

—No quiero ser motivo de conflictos.

Salap me clavó una mirada penetrante.

—Randall también dice que pareces tener un objetivo en mente, y no tiene necesariamente que ver con la nave ni con nosotros. Pero me gustaría acelerar nuestro trabajo en esta isla antes de que todos sucumbamos a su lobreguez. Es como realizar una enorme autopsia. ¿Aceptarás?

Salap desvió los ojos mientras agitaba ondas con el pie en el agua clara.

—Sería un honor —dije.

—Bien. No te preocupes por el resentimiento de la tripulación. El capitán te interrogará de nuevo para preguntarte sobre tu formación. Él está orgulloso de su propia educación. Pero yo también creo en el talento innato. Lo convenceré.

Asentí con la mayor humildad posible. Salap rechazó mi actuación con un gesto.

—Siéntate aquí y háblame de esta laguna. Yo tengo mis sospechas.

—¿Sobre la laguna?

—El manantial y la laguna. Los huérfanos. De cuando en cuando, sentado aquí, huelo rastros de sulfuro de hidrógeno. La laguna es moderadamente ácida.

—He tratado de no expresar opiniones antes de lo debido...

—¿Sí?

—Sabemos muy poco sobre lo que un ecos necesita para sobrevivir.

—Sospecho que pensamos de la misma manera, ser Olmy —dijo Salap, dirigiéndose a mí por primera vez usando aquel tratamiento de respeto. Movió los dedos para alentarme.

—El vulcanismo ha cesado. El monte Jiddermeyer fue el último volcán en morir. Con el tiempo, el ecos agotó los elementos que necesita...

—Cromo, selenio, cobalto, cinc, manganeso —sugirió Salap—. Todos ellos han sido hallados en los tejidos de los vástagos, en concentraciones estables, sea cual fuere el ecos, pero rara vez en suelos nativos.

—Y para un ecos aislado como Martha, no hay lugar adonde ir.

—Ella se marchita. Pero este manantial... —De nuevo sumergió el pie.

—Es la última fuente de microelementos. Una pequeña fisura bajo tierra, todavía caliente.

—Ella abandona a sus huérfanos aquí. ¿Para Nimzhian? ¿Un último obsequio entre amigas? —suspiró Salap, con un sentimentalismo que jamás le había visto.

Yo también guardé silencio un rato. Él me clavó sus ojos oscuros.

—Lo que más me molesta de vivir en Lamarckia es la falta de variedad intelectual. Tal vez necesitemos unas cuantas generaciones para construir una base intelectual suficiente que nos permita comprender Lamarckia, resolver sus mayores enigmas. Cuando encontramos ese intelecto, no podemos permitirnos el lujo de ignorarlo. —Echó a andar, alejándose de la laguna—. Convenceré al capitán.

Durante los dos últimos días el capitán había pasado casi todo el tiempo a bordo, aprovechando las buenas condiciones para captar mensajes de radio y escuchando con cierta preocupación los transmitidos entre Hsia y Tierra de Elizabeth. No había revelado el contenido de tales mensajes a nadie salvo a Randall, pero Randall también parecía inquieto y retraído. No hacía falta esforzarse mucho para detectar indicios de creciente tensión en el pequeño pero extendido mundo político de los inmigrantes.

Las lagunas de las cámaras palaciegas se habían enturbiado con los desechos de las frágiles paredes. Un aprendiz, Scop, había caído en uno de los estanques cuando se derrumbó una pared, lo que dio a Randall la idea de abrir agujeros en las paredes para drenarlos, creando una especie de canal en el suelo del palacio.

Ayudé a instalar filtros para atrapar los residuos sólidos, y Salap tomó muestras del líquido de todas las cámaras antes de que comenzaran las perforaciones. El agua olía a lodo, frío y mohoso.

Pasé la mitad de la semana siguiente en la costa y la otra mitad en el barco, donde mi ascenso provocó ciertas chanzas de los tripulantes, algunas bienintencionadas y otras maliciosas. Shirla era cortés, pero nada más. ¿Yo estaba por encima de ella, o todavía era de su mismo rango? ¿Esquivaría a una simple marinera, aunque tuviera pretensiones científicas?

Por mi parte, estaba demasiado ocupado para hacer algo más que dormir y comer a bordo, y realizar los preparativos para el próximo viaje a la isla.

Una noche, mientras comíamos una cena fría en la isla, bautizamos los palacios con nombres de antiguas reinas: Cleopatra, Hatshepsut, Catalina, Semíramis e Isabel. En nuestro duodécimo día en la isla, Salap y yo supervisamos el drenaje del Palacio Uno, Cleopatra. Al mismo tiempo Randall, Shatro, Cassir y Thornwheel comenzaron a drenar los otros palacios.

El agua de Cleopatra descendió por los secos y rocosos declives durante veinte minutos. Quedaban pocos centímetros de líquido en las celdas de la cámara. A flor de agua, rodeados por los reflejos del cielo, yacían los restos de los últimos vástagos de Martha. Salap trepó a lo alto de una pared, bajo la curva de una viga oscura, y tomó fotos de aquellos restos decrépitos a medio disolver. Luego trajimos cuerdas y entramos en las cámaras.

La melancolía que nos embargaba era general y difícil de explicar. En una masa húmeda en el fondo de las cámaras yacían larvas a medio desarrollar de arbóridos y fítidos. Mezclados con sus primos de la silva, había descoloridos ptéridos de cuerpo delgado y segmentado y alas membranosas, frágiles como papel de seda mojado; los había a cientos, de no más de veinte centímetros de diámetro. Salap recogió uno con una red.

—Tal vez hayan sido los ojos y oídos de Martha. Creo que son iguales que los artroptéridos de Nimzhian.

—Reconocedores —sugerí.

—Tal vez. ¿Pero todos estaban a punto de nacer, o los trajeron aquí para desmembrarlos?

—A punto de nacer. Recuerda que Nimzhian vio que arrojaban los vástagos muertos al mar.

—¿Entonces Martha aún abrigaba esperanzas de engendrar más hijos? —preguntó Salap.

Ridjel, Kissbegh y Cham, de pie en el agua o sobre las paredes desmoronadas, hablaban poco mientras les pasábamos fragmentos de caparazón, rollos de cable muscular gomoso, zarpas puntiagudas, «huesos» marrones dispuestos como varillas largas y esbeltas o delicados cestos tejidos, trozos de fibra aislante. Era evidente que algunas formas larvarias eran pelágicas. Tal vez patrullaban por las costas de Martha, impidiendo las intrusiones y conservando la zona árida que bordeaba la isla.

También era evidente la estrecha relación entre aquellos vástagos y los de otros ecoi. Por independientes que fueran los ecoi, muchos vástagos se parecían a sus homólogos por similitud de diseño o porque eran copias.

Cuando Baker y Shulago habían visitado la isla, sin embargo, los años de aislamiento habían producido muchos vástagos singulares, cuya función era desconocida en algunos casos. Encontramos restos de algunos de ellos en las primeras fases de desarrollo en las cámaras de Cleopatra: esferas con patas conectadas por toscos cables para formar cadenas móviles; grandes tambores con asideros en el borde y tapa hermética, tal vez para llevar nutrientes de un lugar a otro, o para transportar vástagos microscópicos desde los palacios; diminutas criaturas de cuatro extremidades con tres mandíbulas equiláteras que Salap llamó múscidos.

Al final del día, cuando salimos del palacio y descansamos en la árida ladera, habíamos catalogado setenta especies de vástagos, y hallado fragmentos de unos veinte más, demasiado difíciles de ensamblar y visualizar. De los setenta, Baker y Shulago habían catalogado veinte, y Nimzhian y Yeshova cuarenta y cinco. Nadie había visto nunca los otros cinco.

—Martha fue creativa hasta el final —dijo Salap, apoyando la espalda en una roca, alzando un frasco lleno de fragmentos óseos y jirones plumosos.

De madrugada, Shatro llegó al campamento y nos despertó alumbrándonos con la linterna.

—Isabel —jadeó—. El número cinco. Ser Randall dice que vengáis deprisa.

No sabía qué era tan importante, y su caminata en la oscuridad por el escarpado terreno lo había dejado sin aliento. Lo recogimos todo deprisa y llenamos nuestras cantimploras. Hacía días que llovía poco y tal vez no hubiera depósitos de agua entre las rocas. Shatro nos condujo por el sendero a la luz del alba.

El monte Beduino se erguía entre nosotros y el sol naciente, un triángulo negro y dentado contra el cielo. Una pequeña luna se elevaba sobre la cuesta norte del viejo volcán, y al cabo de un kilómetro viramos hacia la luna y esa cuesta, donde se hallaba Isabel. El trayecto desde Cleopatra era de diez kilómetros a través de lo que había sido una silva impenetrable, y llegamos al quinto palacio casi al mediodía.

Randall y su equipo habían drenado y medido casi todas las cámaras el día anterior, dejando sólo tres sin perforar. Agotados, Randall y Cassir habían decidido empezar a abrir un boquete en la pared de una cámara interior para continuar la tarea a la mañana siguiente.

—Estábamos a punto de regresar a nuestras tiendas cuando Cassir alumbró la cámara con una linterna —explicó Randall, conduciéndonos hacia la cuenca. Sorteamos con mucho cuidado los frágiles soportes de las vigas del techo, nos arrastramos por una sucesión de agujeros que atravesaban las paredes y llegamos a la antepenúltima cámara.

Other books

I Pledge Allegiance by Chris Lynch
Highland Avenger by Hannah Howell
The Nekropolis Archives by Waggoner, Tim
The Peppermint Pig by Nina Bawden
Wildflower (Colors #4) by Jessica Prince
The Shouting in the Dark by Elleke Boehmer