A veintitrés días de Calcuta, uno de los aprendices más jóvenes, Cham, montando guardia en el árbol de trinquete, avistó al sureste lo que creía que eran naves. El capitán salió de la cabina, seguido por Randall. Luego salieron Thornwheel y Cassir, después Shatro y Salap. Fueron pasándose los prismáticos en la cubierta de proa.
—Se aproximan —observó Randall.
Ry Diem me ayudaba a reparar una red en la toldilla.
—Por el Hado y el Hálito de todos —murmuró, alzando los ojos—. Brionistas.
—No son naves —dijo el capitán en voz alta, para que todos lo oyéramos—. Pero se mueven deprisa.
Salap cogió los binoculares. Parecía dispuesto a saltar al agua.
—Maravilloso —exclamó—. Aceleradores... los más grandes que he visto.
—¿De dónde vienen? —preguntó el capitán.
—Tal vez de Petain —sugirió Thornwheel.
—No hay manera de saberlo —dijo Salap, examinando los objetos con los prismáticos. Ahora eran visibles a una milla de la nave y se aproximaban velozmente—. Van a más de treinta nudos.
El capitán recuperó los binoculares.
—Vástagos pelágicos grandes como botes. Los más grandes que he visto, a excepción de las ballenas de río.
Cuatro criaturas hendían la encrespada superficie del mar, arrojando espuma como lanchas, cantando y zumbando.
—Baker los observó —dijo el capitán, como si eso los hiciera menos interesantes.
—Yo he visto algunos más pequeños —dijo Salap.
—¿Qué hacen? —preguntó el capitán—. ¿De dónde son?
Agitando sus enormes colas, los veloces vástagos rodearon el Vigilante a cincuenta o sesenta metros. Eran como una vela alta o un estabilizador montado en un cuerpo plano. La parte delantera del cuerpo hundía dos extremidades en el agua en forma de patines de hidroplano. A popa agitaban zarcillos largos con hélices que impulsaban los animales a una velocidad cuando menos comparable a la del Vigilante. Nos rodearon diez minutos, luego uno se acercó por babor. Era azul y morado en torno al estabilizador, gris y blanco a lo largo del cuerpo y las aletas, con una franja roja en todos los bordes externos. Era estremecedoramente bello.
Shirla me cogió el brazo mientras mirábamos. Noté que estaba ruborizada con una emoción que yo compartía, pero que a ambos nos costaba expresar.
—Bendito sea Lenk por traernos aquí —dijo Shirla. Se llevó mi mano a los labios y la besó, mordiéndome suavemente un nudillo, y corrió a popa para arreglar una vela del árbol mayor con otras marineras.
El capitán y Salap comentaron aquel espectáculo durante horas, sin ponerse de acuerdo en sus conclusiones.
Meissner tendió una vela sobre la cubierta principal para examinar sus reparaciones.
—Mensajeros, fisgones —masculló—. Examinan la situación en el Mar de Darwin, para mantener informadas a sus reinas.
Al final de la cuarta semana la isla de Martha se encontraba a tres millas de la proa, hacia el norte, visible bajo nubes grises y rechonchas como una dentadura de seis montañas escabrosas. Oscuras franjas de tierra unían la escabrosa isla principal con los promontorios del este y el oeste, dando a la masa más ancha la apariencia de un pájaro de cabeza plumosa postrado sobre el mar, las alas extendidas con las puntas alzadas para volar.
El Vigilante avanzó despacio sobre bancos de arena desprovistos de vida, las gavias y la cangreja tensas en la brisa y todas las demás velas desplegadas. Un mar en calma y azul se extendía kilómetros a la redonda.
Habíamos entrado en el vacío protegido de la isla de Martha, y nos aproximábamos a la costa sureste de la isla, el único lugar seguro para desembarcar en aquel paraje montañoso. Si hubiéramos tratado de desembarcar en las playas bajas o en los promontorios para caminar tierra adentro, nos habríamos topado con un terreno árido y escarpado. Así lo había aprendido Jiddermeyer en su primera visita, y Baker y Shulago lo habían confirmado.
La mayoría de los tripulantes miraba a babor desde los obenques, los mástiles, la toldilla y la cubierta de proa, con el primer oficial y los investigadores. El capitán había instalado su silla plegable en la toldilla y escrutaba la costa y las montañas con los prismáticos. Shirla, Shimchisko e Ibert observaban con expresión sombría.
—¿Algo va mal? —pregunté.
Shimchisko se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—La isla de Martha no nos conoce. Nos querrá examinar.
Ibert cabeceó adustamente.
—Los reconocedores no son siempre iguales —dijo—. No siempre son pequeños ni suaves.
—Pamplinas —replicó Shirla—. Todos los ecoi son corteses.
Era una expresión que gustaba a muchos inmigrantes, que idealizaban el paisaje y los ecoi. Se había creado una especie de mitología. Las «muchas madres de la vida —se decía— eran corteses, siempre protectoras».
—No es lo que dice mi padre —observó Kissbegh. Había descendido de los obenques del árbol mayor con Riddle. Ambos se habían abierto paso hasta la borda y estaban junto a nosotros—. Jiddermeyer perdió a tres tripulantes aquí. Nadie los encontró. Mi padre navegó con Jiddermeyer.
Nos preguntamos por qué no lo había mencionado antes.
—Así fue. Dos hombres y una mujer desaparecieron. Mi padre dijo que el ecos había enviado reconocedores.
—¿Por qué no nos hablaste antes de tu padre? —preguntó Ibert.
—El no estaba orgulloso de mí. Soy un payaso.
Shimchisko resopló. Riddle e Ibert fueron más comprensivos.
—Sé lo que soy, y él también lo sabía —dijo Kissbegh—. Pero así fue como obtuve mi puesto en el Vigilante. No es preciso que todas las zonas sean tan afables como Liz. Deberíamos escuchar la voz de la experiencia.
Shirla sacudió la cabeza, poco convencida.
Los rumores circulaban rápidamente. La angustia de los tripulantes creció mientras nos aproximábamos al promontorio por estrechos de escasa profundidad. No podíamos distinguir vástagos, ni siquiera a esa distancia. Los fosos que separaban el centro de la isla de los promontorios eran un desierto arenoso.
Mientras nos preparábamos para nuestra estancia en la isla, ayudé a Salap a colocar su equipo en el bote.
—He oído que no tienes una familia fuerte —dijo Salap, ayudándome a trasladar dos cajas al bote.
—No —dije—. No la tengo.
Era un hombre menudo cuyo rostro parecía adecuado para las opiniones sardónicas; tenía los ojos oscuros y desiguales sobre unos pómulos fuertes manchados de rojinegro, barba entrecana bien recortada, y mechones de cabello que asomaban como islas sobre sus sienes. Usaba pantalones negros holgados y una chaqueta negra y larga.
—El primer oficial me ha dicho que aprendes rápidamente. —Me miró con una expresión impasible y desafiante a la vez—. Así que he aceptado llevarte.
—Es un honor —dije, descendiendo por la escalerilla al bote y bajando cuidadosamente la caja.
Cargamos un paquete atado con cables de jaulas de lizbú, para capturar pequeños vástagos vivos.
—Aun así, podría haber resentimiento. Si alardeas, volverás a ser aprendiz. Y seguirás realizando tareas de tripulante cuando no estemos en la costa y no pueda utilizarte. ¿Te parece justo?
Asentí.
—Bien. Acompañaremos a la primera partida a la costa. —Se enjugó las manos con una toalla y miró hacia la isla de Martha—. Shulago y Baker decían que la isla central y el monte Jiddermeyer estaban cubiertos de silva tupida. Algo ha cambiado. Quizá no necesitemos tantas jaulas.
El Vigilante ancló en una caleta al pie del más alto de los picos centrales, el Jiddermeyer. El sol había caído detrás del promontorio oeste y las negras montañas se perfilaban contra el cielo amarillo del crepúsculo. Encendieron los faroles eléctricos y la cubierta se convirtió en un retazo de estrellas brillantes contra el mar grisáceo y la silueta de la isla. Los aprendices y marineros quedaron libres de sus tareas y se sentaron en cubierta, disfrutando del cálido aire nocturno, pero fijando los ojos nerviosos en la acechante negrura del monte Jiddermeyer, recortado contra las estrellas y las tenues cintas de nubes iluminadas por las lunas. Se sirvió la cena en cubierta a modo de celebración, y el capitán, los oficiales y los investigadores se reunieron con la tripulación.
Los otros investigadores se tomaron mi ascenso con hosca indiferencia.
—Es lo que esperaba de Randall y Salap —le dijo Shatro a Thornwheel, a poca distancia de mí—. Nueve días de cada diez, ser Salap se rige estrictamente por las normas. El décimo día hace gala de una generosidad sin límites.
Después de la cena compartimos un barril de cerveza de fibra en la cubierta principal. Me senté a babor con Ibert, Meissner, Shimchisko y Shirla. Nuestros pies colgaban sobre el flanco; de espaldas a la luz, mirábamos la oscuridad y escuchábamos las olas mientras sorbíamos aquella bebida floja y amarga, con sabor a ajo. De la oscura costa llegaba el suave rumor de las olas estrellándose contra las negras playas de arena de lava.
No habíamos visto vástagos hasta el momento, ni siquiera en las laderas, y eso preocupaba al capitán.
—Algo va mal —dijo desde la silla cuando Randall le llevó un pichel—. La isla de Martha tenía un ecos rico y activo cuando Baker y Shulag la exploraron, una silva exuberante cubría ambos lados de la isla. No hemos visto nada. Es como si toda la isla estuviera muerta. —Eso pareció animarlo. Se volvió hacia Salap, que se encontraba a pocos pasos—. Será ciencia primaria, pura y directa, ¿eh, Mansur?
—En efecto —replicó Salap, sonriendo con calma.
—Por el Hombre Bueno que así será —murmuró el capitán con los ojos relucientes, bebiendo un sorbo. Se relamió los labios con satisfacción—. Pensad en ello, amigos. —Echó una ojeada a la cubierta, mirando feliz a los que estábamos sentados en la borda, a los investigadores, a los demás aprendices—. ¿Cuántos científicos, cuántos humanos, en tantos años, han tenido la oportunidad de hacer ciencia primaria?
—No nos limitaremos a ordenar detalles —convino Salap, haciéndose eco de aquel entusiasmo. Se frotó la barbilla—. Brindo por ser Korzenowski, diseñador de la Vía. Por su audacia.
La tripulación guardó un incómodo silencio. Salap me miró a los ojos. Estaba tan interesado en mi reacción como yo en la suya.
Randall rompió el silencio.
—Y por el Buen Lenk, que usó la Vía como se debía usar, y rompió con el perverso desmoronamiento del Hado y el Pneuma.
—Eso es —dijo el capitán, alzando su pichel—. ¡Por el Buen Lenk, que él nos guíe a todos!
La tripulación se sumó al brindis. Pero el momento de incomodidad no se disipó del todo. El encanto de la velada, marcado por la cálida brisa, el confortable fulgor de los faroles eléctricos y el tonel de cerveza, se perdió, y la tripulación empezó a moverse por cubierta, terminando pequeñas tareas, preparándose para colgar hamacas y dormir al aire libre.
Cuando los demás se habían instalado, Shirla y yo nos quedamos junto a la borda, escuchando las olas contra las rompientes.
—Estamos espantosamente confundidos —murmuró—. Ojalá a veces supiera qué pensar.
El bote zarpó con las primeras luces, al mando de Salap; el capitán permaneció a bordo, por si la isla resultaba ser peligrosa. No le agradaba tener que tomar esta precaución, y dio a Salap detalladas instrucciones sobre qué buscar, qué consignar en ambas pizarras y cuándo regresar con un informe preliminar. En el bote había dos aprendices, Scop y An Sking, gente apocada que rara vez se ofrecía voluntaria pero que Randall eligió para su reconocimiento, y Randall mismo. Shatro, Thornwheel y yo completábamos el grupo.
El bote cruzó los pocos cientos de metros que nos separaban de la costa, una estrecha playa de arena negra con trozos de piedra pómez y jirones de fibra de vástago. Empujamos el bote hacia la playa y caminamos de aquí para allá por la arena, haciendo crujir los granos lisos y vidriosos bajo los pies. Salap nos ordenó que juntáramos varias cajas de muestras, restos de ecoi del Mar de Darwin.
—El océano nos los trae aquí gratuitamente —dijo.
Más allá de la playa, en un peñasco erosionado de diez metros de altura, una capa tras otra de cenizas volcánicas alternaban el gris con el negro. Randall y Shatro hallaron restos secos de vástagos de varios siglos de antigüedad enterrados en las capas. Exhumamos con picos y palas los delicados especímenes, hollejos encogidos y pardos, víctimas de antiguas erupciones de los mismos volcanes que surgían del mar y habían formando las islas milenios atrás.
—Si algo sabemos sobre Lamarckia —dijo Salap, pateando la escoria negra que coronaba el peñasco—, es que es mil millones de años más joven que la Tierra, tiene más actividad volcánica y quinientos kilómetros menos de diámetro. Casi todos los filones de metal son de origen volcánico. Si deseamos dar con filones ricos, tendremos que buscar a una profundidad de cinco mil metros por debajo de los continentes, o en el fondo del mar.
Dejamos las cajas de vástagos secos en la playa, sobre una roca de lava, para que las olas no las mojaran. Más allá de los peñascos de la playa, unas colinas ondulantes —antiguas fumarolas erosionadas por el viento y la lluvia— se extendían medio kilómetro hacia las abruptas cuestas del monte Jiddermeyer. Rocas, escoria y rugosos y erosionados ríos de lava cubrían las colmas. Sin embargo, el suelo era fresco, y no brotaban vapores de las fisuras ni de las montañas de tierra adentro.
Salap escudriñó esas montañas, chupándose las mejillas reflexivamente. Con un chasquido reprobador, se volvió hacia Randall y Shatro.
—Cuando Shulago y Baker estuvieron aquí, podían oler el azufre a kilómetros de distancia, desde el mar. Ahora está muy tranquilo, y no hay olor.
—Pasaremos media hora examinando este sector —dijo Randall—. Los principales objetivos de nuestra búsqueda serán los pétridos. —Nos mostró la reproducción de un boceto de Baker: vástagos planos, del tamaño de una mano, que se aferraban a la lava y dejaban huellas blancas. Había pétridos o trituradores de roca de varias formas y tamaños en todos los ecoi conocidos, y su función era similar a la de los líquenes—. También buscaremos concentraciones de vástagos.
Los excrementos, generalmente discos planos y lisos, no se encontraban casi nunca en los ecoi activos, que los recogían y limpiaban. Si aquel ecos estaba en decadencia, tal vez halláramos más excrementos, o ninguno.
—Cuidado al pisar. Shulago dice que este territorio es muy traicionero. Hay muchos tubos y agujeros de lava.