Randall y Keyser-Bach treparon a la cresta de un risco y otearon el terreno con sus prismáticos. Los demás nos sentamos, conteniendo el aliento, entre las vaharadas de gas sulfuroso. Shirla tosió en un puño y se enjugó los ojos con un pañuelo.
Shankara, siempre tranquilo, dobló una pierna, apoyó un pie en la piedra y se cogió la rodilla con los dedos.
—No te frotes los ojos —le dijo a Shirla—. No te ayudará, y puedes lastimarte.
—¿Has estado antes aquí?
—He estado cerca de otros volcanes, en el oeste. Lugares interesantes. Allí donde vivía, los únicos vástagos móviles que sobrevivían cerca de los volcanes eran los perros de fumarola.
—¿Qué aspecto tenían? —preguntó un joven aprendiz, un sujeto robusto de rostro radiante llamado Cham. Se cubría la cara con un pañuelo.
—Son del tamaño de un chiquillo. Rojo brillante, como todo lo que está vivo por aquí. Largos, con seis o siete patas. Las patas traseras son largas, para saltar. Velludos, con tres o cuatro ojos en la espalda o la cabeza. Cosechan frutos de fumarola, unos floridos que crecen en estos lugares. Muy poca vida... sólo los perros y la fruta.
—¿Por qué lo llaman «perro» a todo? —preguntó Shimchisko—. Yo nunca he visto un perro.
Shankara se volvió hacia mí, que estaba sentado frente a él contra otra roca manchada de amarillo y blanco.
Todos contuvimos el aliento cuando una nube de hedor sulfuroso se acercó demasiado.
—Entre mi gente, todos eran intelectuales —dijo—. No hay lugar para los pensadores, y mucho menos para los investigadores. Así que trabajamos donde podemos. Lo mismo pasa contigo, supongo.
—Aja —dije, adoptando el tono nasal y displicente de Shimchisko o Kissbegh.
—Tienes el aire de un hombre que se ha alejado de su familia. Procuro estudiar a la gente que me rodea. Al final del viaje, conoceré a los tripulantes tanto como se conocen a sí mismos. —Sus mejillas cubiertas de lágrimas, su porte estoico y su parpadeo constante le daban un extraño aire de Lewis Carroll—. Ojalá regresara el capitán.
Randall, Shatro y Keyser-Bach se habían perdido de vista al otro lado del risco. La cabeza del primer oficial apareció primero, y pronto el resto, agitando los brazos.
—¡Los de allí! —gritó—. Traed el equipo.
Nos pusimos de pie con desgana, cargamos los sacos y subimos las cajas. Yo seguí a Shirla y Cham; Shankara me siguió a mí, con Shimchisko e Ibert detrás. Avanzamos entre trozos de lava y fisuras por donde brotaba un humo viscoso y amarillo. Detrás de Randall, el capitán y Shatro estaban de pie en una pequeña depresión que descendía hacia un gran valle.
—¡Todavía está aquí! —exclamó el capitán—. Tal como lo recordaba.
El valle estaba lleno de enormes y brillantes vástagos rojos en forma de jarra, el mayor medía de ocho a diez metros de anchura por veinte de altura. Sobresalían del suelo, en general erguidos, como bolos clavados en la arena negra.
Seguimos a Randall, Shatro y al capitán entre los bolos rojos, internándonos en el valle. Una humareda fétida y amarilla brotaba como miel sulfurosa de tajos en el flanco de los bolos y formaba charcos en los que chapoteaban nuestros pies.
—Es la subzona más simple que se ha registrado —explicó Keyser-Bach, avanzando, apartando las moles rojas al pasar, como un Sansón alegre—. Aquí es donde Jiddermeyer elaboró su teoría definitiva. Hoy hace veinticuatro años que le expuso esta teoría a Lenk. Vale la pena celebrarlo.
Randall hizo un esfuerzo para liberar su bota de un charco pegajoso. Los bolos se volvían más altos hacia el centro del valle, y ahora arrojaban bastante sombra. Brumas amarillas flotaban entre los acechantes vástagos rojos.
—¿Puedes explicarlo, ser Shatro? —dijo el capitán por encima del hombro.
—He leído sobre ello en tus libros, señor...
—Claro. Pero mis libros no explican el misterio. ¿Alguien puede explicarlo? Ser Randall... Shankara... —El capitán nos estudió con una sonrisa picara, un tanto socarrona—. ¿Ser Olmy?
—Ah, Olmy —murmuró Shatro, hundiendo las manos en los bolsillos, como aburrido de aquella comedia—. Tan bueno para la teoría.
—Aún no he visto lo suficiente, señor —respondí.
Sin que la pregunta obtuviera respuesta, trajinamos entre las gruesas raíces con forma de cimitarra; el líquido amarillo que arrastraban con su movimiento nos manchaba las botas.
Shirla murmuró:
—Pronto ayudarás al capitán a pelar vástagos y a Randall a destriparlos. Te echaremos de menos cuando te gradúes, Olmy.
Se cuadró burlonamente. Delante vi un claro entre los bolos, un charco de agua estancada en medio del valle. Trepamos a una plataforma de lava, por encima del gorgoteo del líquido amarillo.
En torno a la laguna, altos depósitos formaban una muralla irregular que impedía que la mayor parte del líquido se derramara sobre las raíces. En tres puntos del perímetro de la laguna, válvulas púrpura y negras adornadas con franjas rojas cerraban huecos en la pared, permitiendo que sólo algunas gotas de fluido amarillo cayeran en la laguna.
Miré la superficie vidriosa de la laguna. Bajo la superficie, capas de minerales rojos y amarillos formaban anchos abanicos. En los sitios donde el agua interceptaba los hilillos de lodo amarillo que atravesaban las válvulas, se extendían pátinas aceitosas de reflejos irisados que brillaban al sol entre las sombras de los bolos circundantes. Me sentía incómodo, y no sólo por el olor.
—El acertijo no está completo —admitió el capitán—. Las duras condiciones imponen al ecos la simplicidad. No posee la versatilidad evolutiva, los inmensos períodos de tiempo, la prole autónoma que caracterizan nuestra formación evolutiva. Aquí hay energía y nutrientes, pero la clave es la especialización. Y he aquí el milagro: estos vástagos, los bolos, no pertenecen a ningún ecos. Forman una subzona propia, adyacente a Petain y Elizabeth, y dependiente de ambas. Dentro de un momento, si tenemos suerte, veremos lo que vio Jiddermeyer. Sucede todos los días, haga el tiempo que haga.
El capitán nos indicó que dejáramos los petates en la plataforma, encima del lodo amarillo.
—Es muy humano —reflexionó el capitán, sacando frascos de vidrio y un tubo metálico de una caja—. Las zonas son realmente sociales, pero también son individuos. Nosotros nos preocupamos por nuestros brazos y nuestras piernas, además de por nuestros hijos... nos preocupamos por los amigos y vecinos. Los ecoi sienten similar preocupación por sus vástagos. Ahora aguardaremos unos minutos. Algo interesante sucederá.
Me llamó la atención la similitud entre el modo en que Keyser-Bach y el abrepuertas Ry Ornis usaban esa palabra, «interesante». Para el capitán —aún más que para Randall— la vida era una sucesión de acertijos que resolver y asociar.
Una paz susurrante nos rodeaba. Nada salvo los suspiros del viento en aquel exótico peristilo, la aspereza de mi aliento en la garganta, nuestros susurros y jadeos mientras ayudábamos al capitán a tomar muestras de lodo y de la laguna.
El capitán había llenado dos frascos y los examinaba con inmensa satisfacción cuando oímos un zumbido procedente del extremo del valle. El capitán y Shatro extrajeron cámaras y trípodes para instalarlos en la arena negra y el lodo.
—Abejas, cabría pensar, que llegan para sorber la miel de estas inmensas flores —dijo el capitán con entusiasmo—. Tal vez sea bastante acertado.
Escuché ese zumbido con temor. Si eran abejas, parecían ser muy grandes. Miramos al cielo. El penacho nuboso que brotaba del cráter había cambiado de rumbo y flotaba sobre nosotros, y sus distorsionadas volutas de humedad se desplegaban en vientos cruzados como las fibras en el músculo de un pez. El penacho tapaba el sol, sumiendo el valle y sus vástagos en una penumbra fresca.
El hedor era casi insoportable. Shatro se inclinó sobre la laguna, sumergió una pipeta de metal y extrajo una muestra de los minerales que había bajo la viscosidad vidriosa.
—Aquí vienen —dijo el capitán—. Cosechadores. Las criaturas más extraordinarias que uno haya visto.
El zumbido se convirtió en una reverberación aguda, como si cien niños hicieran chocar varillas al unísono. Tres platillos negros y velludos como escarabajos achatados volaron sobre la laguna. Cada una medía un metro de anchura y tenía dos extremidades largas y delgadas delante y una especie de cola detrás, que se movía hacia los costados con cada ajuste en la dirección del vuelo. Uno descendió hacia el bolo más alto, en la orilla de la laguna, y alzó las extremidades estirando delicadamente la cola. La superficie roja del bolo se partió y formó cinco tajos horizontales profundos: estomas. El platillo insertó las dos extremidades en el estoma más alto y se apoyó en él. El zumbido se redujo a un tamborileo. Los otros dos escarabajos hicieron lo mismo con otros bolos. Nos rodeó un sonido de pistones, y gotas amarillas y hediondas llovieron sobre nosotros como un rocío sulfuroso, pegándosenos a la cara, a los brazos, a la ropa.
—¡Maravilloso! —exclamó el capitán.
Shatro fue tomando fotos y ajustando los trípodes. Alcé un saco de instrumentos para protegerme la cara del rocío. Mirando por debajo del saco, para ver cómo lograban volar sin alas, observé el borde delantero de un escarabajo. Ocho o nueve aberturas blancas y rectangulares se abrían y cerraban deprisa, produciendo aquel zumbido crepitante. Los escarabajos bombeaban aire hacia el interior de sus caparazones planos y lo expulsaban por detrás.
—Son dirigibles —dije, comprendiendo de repente.
—Muy bien —dijo el capitán—. Y cualquiera de nosotros podría alzarlos como plumas. Y no sólo han venido a sorber lo que necesitan. También alimentan a los bolos. Satisfacen las necesidades mutuas, de una subzona a por lo menos dos zonas.
Muchos otros escarabajos sobrevolaban el valle con la brisa que soplaba desde el oeste. Mientras revoloteaban de aquí para allá, sus compañeros se apartaban de los bolos, echaban a volar y se alejaban. Con un movimiento lateral, los bolos cuya producción se había cosechado retrocedían despacio, una majestuosa retirada que permitía que otros bolos acudieran a reemplazarlos junto a la laguna.
—Suponemos que regresan a una región del interior, tal vez junto a una madre seminal, y sueltan su carga —gritó el capitán por encima del zumbido—. Nunca hemos seguido su trayectoria. Siempre he deseado tener un aeroplano o un helicóptero para seguirlos. Tal vez encontraríamos nuestra primera rema.
Una niebla de vapor impregnaba el valle de un hedor insoportable. Todos se pusieron a toser. Shatro cogió su cámara y retrocedió.
—Ya es suficiente —exclamó Randall, apartando la humareda con las manos.
El capitán titubeó y habló de esperar la próxima bandada, pero el vapor era insoportablemente denso. Tosiendo, convino en marcharse. Recogimos nuestros bártulos y regresamos deprisa a la caldera y al mar.
Sin poder dormir, me tendí de lado en la litera del Vigilante, escuchando la incesante y espectral algarabía de tierra firme. Un mugido vibrante subrayaba el estrépito, acompañado por trinos agudos.
Habíamos levado anclas al atardecer y navegado varias millas hacia el sureste, alejándonos de las traidoras aguas de la sombra del monte Pascal. Luego habíamos anclado en un lugar tranquilo, a una milla del límite de la caldera hundida.
Esa noche el capitán estaba demasiado cansado para dar su charla de costumbre. Si sentía los pulmones tan cargados como los míos, no creo que pudiera hablar. Al menos aquí el aire era más dulce.
Cogí la pizarra de Nkwanno y busqué la última parte que había leído de sus diarios. Detrás de las cortinas, el fulgor tenue de la pantalla de la pizarra bañaba mi litera con un falso claro de luna.
Cruce 29,125
Hemos sobrevivido después de tantos desastres, y justo ahora que empezábamos a sentirnos más confiados las reglas cambian y todo lo que hemos aprendido puede resultar inservible.
Hace varias semanas que circulan rumores, entre viajeros y procedentes de villorrios del sur de Liz y las fuentes del Terra Nova, de que algo está sucediendo en la franja que separa Liz de la Zona de Calder, donde viven pocos de nosotros. Los robos han aumentado, según los granjeros del lago Mareotis, y el lago mismo cambió de color, pasando de azul a anaranjado en la costa este.
Ayer unos ministros delegados de Lenk —dos hombres y una mujer— regresaron del Mareotis y pernoctaron allí. Fui al puerto con Johanna Ry Presby y los recibí en el sendero. Parecían cansados y abatidos, y al principio se negaron a responder preguntas.
Johanna los invitó al refectorio y les servimos una cena fría. Su abatimiento pareció crecer mientras comían.
Traté de sonsacarles información. Se negaban a hablar, lo cual nos exasperaba. «Si es algo importante, debemos saberlo para prepararnos con tiempo —insistí—. Guardar secretos no beneficiará a nadie.» La mujer tenía lágrimas en los ojos pero nadie quería hablar. «Llegará pronto», dijo. Nos agradecieron la comida y se marcharon por la mañana temprano.
Se han recibido mensajes por radio de Athenai y Jakarta, la mayoría en el código de Lenk, aunque hemos descifrado algunos. La crisis se ha revelado gradualmente. A partir de los fragmentos, estamos vislumbrando el panorama general de un desastre. No es en realidad un desastre, sino un cambio sustancial aunque quizá desastroso para nosotros; pero lo cierto es que aún no tenemos palabras para describir lo que sucede.
Cruce 29, 128
Me han invitado a acompañar a Redhilly Shevkoti al Mareotis. Shevkoti pasó a ser el agro de la aldea el invierno pasado, cuando murió ser Murai. Con la bendición del alcalde Presby, iremos río arriba para examinar la zona de tregua próxima al Mareotis, con la esperanza de aclarar por nuestra cuenta qué problema hay. Athenai se niega a suministrarnos información para preparar Claro de Luna de cara al futuro.
Cruce 29,134
Hace un día que estamos en el Mareotis. Con cierto riesgo, hemos recorrido la zona de tregua y visto cosas maravillosas y terribles. El límite de la zona —un terreno muerto y vacío entre los ecoi— ha sido invadido por preparadores de suelo, incluidos los que llamo sembradores, unos vástagos nuevos o que no hemos visto hasta ahora. Se trata de formas macizas y toscas que alcanzan los ocho metros de longitud y los cinco de altura. Parecen arañas con ruedas que se desplazan metódicamente...
Había leído acerca de los vástagos con ruedas, pero hasta ese momento no había pensado hasta qué punto estas criaturas eran raras. Con algunas consultas, encontré un pequeño artículo sobre los vástagos con ruedas en la enciclopedia de Redhill: