Y para la gente que mató, lo era.
Pero yo había visto armas que podían devastar un millón de hectáreas y reducir la materia a plasma violáceo.
Miré el espejo sin marco de la pared y me pregunté por qué se me había ocurrido esa reflexión. El soldado se había convertido en herramienta, y se alegraba de ser una herramienta. No se preguntaba si estaba bien o mal disparar contra hombres y mujeres que trataban de salvar niños que él había secuestrado.
Me pregunté si no habría un poco de él en mí. ¿Qué haría yo con esa furia, ese deseo de estrangular a ese hombre, de ver cómo esos ojos satisfechos perdían el brillo como los ojos del niño que yacía en la cubierta de la lancha?
—No es asunto tuyo —le susurré a mi reflejo; pelo negro, ojos penetrantes, nariz afilada, grandes labios que aun a mí me parecían un poco insolentes—. Sólo aprende lo que puedas, consigue la clavícula, regresa a casa.
Los ocho estábamos sentados a una larga mesa de lizbú donde nos servíamos porciones de pasta vegetal y píscidos horneados procedentes del río. Eran criaturas grises y sin boca parecidas a peces, con una cola traslúcida y alechugada, tres ojos, y un cuerpo de veinte centímetros de longitud; todo proteínas viscosas, nutritivas pero insípidas. Diversas salsas preparadas con hierbas añadían sabor a una comida sosa.
Pronto tuve claro que ser Kaytai Kim-Jastro se consideraba la cabeza de esta rama de la tríada. Randall y su esposa la trataban con serena deferencia, y los niños hacían lo mismo, pero era evidente que nadie la trataba con el respeto que ella creía merecer. Cuando nos sentamos a la mesa, comió cogiendo la comida con melancólica dignidad, como una reina depuesta evocando festines pasados. Esto no parecía molestar a Raytha, ya que ese día no había cocinado; los platos procedían de la cocina comunitaria.
Se habló poco de lo sucedido en el río. Raytha se interesó por el viaje río arriba de su esposo y por sus descubrimientos. Randall le describió doce vástagos no catalogados.
—No son nuevos, pues no tienen las características de los prototipos o los ejemplares de prueba, pero nunca los hemos observado y registrado al mismo tiempo. Hicimos muchas mediciones del oxígeno. No hay indicios de flujo.
—¿El viaje valió la pena? —preguntó Raytha.
—Creo que sí. No tanto como el gran viaje, claro... pero ha sido un buen ejercicio.
—Mi esposo está inquieto si pasa en casa más de unos días por mes —me dijo Raytha jovialmente.
Randall sonrió e inclinó la cabeza, como demostrando modestia ante un cumplido.
—Mi esposa se inquieta si estoy aquí —respondió.
—Nos gusta que papá esté en casa —dijo Cari, el menor de los varones. Cari comía muy poco. La cara de los niños me resultaba fascinante. Las niñas, sobre todo, eran encantadoras, pequeñas imitaciones de las mujeres adultas, de voz susurrante y melodiosa. Los niños del río me habían afectado más de lo que creía.
—¿Por qué nos miras? —preguntó Sasti, la mayor de las niñas, al cabo de unos minutos.
—He estado tanto tiempo en la silva... —dije—. Allí no hay muchos rostros jóvenes y hermosos.
—Nuestros hijos son muy atractivos —dijo Raytha con orgullo—. No siempre bien educados, pero atractivos.
—Gracias, mamá —murmuró Sasti.
—¿Sería descortés preguntarte por tu trabajo? —me dijo Raytha.
—Se parece mucho al de ser Randall, pero lo he enfocado mal. A decir verdad, he perdido dos años.
Randall dirigió a Raytha una mirada de advertencia, y ella decidió preguntarme otras cosas.
—¿Y tus planes actuales?
—Necesito encontrar trabajo. Pensaba ir a Athenai.
La madre de Raytha sacudió la cabeza.
—Una ciudad engreída donde todos se inclinan ante Hábil Lenk. Vine aquí desde Athenai con mi hija cuando nacieron sus hijos, mi esposo sigue allí.
—Las opiniones de Kaytai son un poco contundentes —dijo Raytha—. Vivió demasiado tiempo cerca del trono.
—Sé amable —murmuró Randall—. Recuerda que hemos obtenido la financiación y la aprobación.
—Sí, el Buen Lenk tardó siete años en otorgártela —dijo Kaytai—. No temo a los espías. Sé que Lenk no los tolera, por lo pronto. No vivimos en un estado policial, y sé que se lo debemos a él. Además, ser Olmy no tiene aspecto de informador.
—No sabría con quién hablar —dije—. No sé mucho sobre la política de Athenai.
—Es una ciudad política, pero eso no es de extrañar —continuó Kaytai—. Pocos critican al Buen Lenk, aunque hay mucho que criticar. Si se hubieran hecho más críticas al principio, tal vez no habríamos pasado tantas penurias y tragedias.
—El cruce de la Vía fue muy difícil —dijo Raytha con mayor mesura—. Eso me han dicho, desde luego. Yo no había nacido.
—Háblanos más sobre Thistledown y la Vía, abuela —pidió Nebulón, pero ella lo ignoró.
—Yo era adulta —dijo Kaytai—. Debí saber en qué me metía. Pero la vida en Thistledown era un sueño de lujo y no estábamos preparados. Nadie sabía qué esperar. Y naturalmente no sabíamos que nos convertiríamos en máquinas de bebés.
De nuevo esa expresión.
—Es la ley de la naturaleza —dijo secamente Randall.
—Para los hombres es fácil decirlo —continuó Kaytai, entusiasmada con el tema—. Y para Lenk era fácil exigirlo de nosotras. Y dimos nuestro consentimiento. La idea de ser madres de una sociedad nueva y más limpia era emocionante y atractiva. ¿Pero qué ha sucedido hoy en el río...? ¿Eso ha sido limpio u honorable?
—Lo que hicieron los defensores ha sido honorable —intervino Raytha, encendida. Miró de soslayo a Randall, pero al parecer él estaba acostumbrado a su suegra y se empeñaba en no ofenderse.
—¿Tú viste sólo valentía y nada de necedad, ser Olmy? —preguntó Kaytai.
—Vi valentía y mucha necedad.
—Mucha necedad, eso es cierto. Necesitamos ser valientes con tanta necedad.
Guardó silencio un rato, y terminamos la cena en medio del parloteo de los niños.
Nebulón me describió Thistledown y la Vía, y Cari añadió detalles reveladores. Pensaban que era un lugar fabuloso, lleno de máquinas frías y gente que ya no tenía aspecto de gente.
Kaytai retomó la palabra mientras servían un té de hierbas.
—Recuerdo Thistledown. Aquí nadie más lo recuerda.
—Yo tenía tres años —dijo Randall—. No tengo recuerdos muy precisos.
—No era lo que describe Lenk, ni lo que inventan Cari y Nebulón. No era un lugar de corrupción ni de soberbia tecnológica. Era maravillosamente cómodo y satisfactorio. Yo no me daba cuenta entonces, era una joven idealista. Mi esposo era un devoto seguidor del Buen Lenk. Y yo creía todo lo que creía mi esposo. Y por él realicé el cruce. Tres hijos míos murieron durante los primeros tres años. Parí esos hijos con sufrimiento y dolor, y muñeron. En Thistledown el parto habría sido mucho más fácil, y no habrían muerto...
—Pagamos un alto precio —murmuró Raytha, bebiendo té—. Pero hemos ganado un bello mundo, un mundo joven.
Parecía avergonzada por las palabras de su madre, pero no quería interrumpirla. Me pregunté si le daría la razón... y si Randall le daría la razón. Me pregunté cuántos inmigrantes estaban resentidos a causa de las dificultades de las últimas décadas.
—¿Cuántos mundos habrá abierto la Vía a estas alturas? ¡Casi cuarenta años! Cada cual pudo hallar su propio paraíso.
Kaytai pensaba que en Thistledown el tiempo transcurría igual que allí.
—Pero odiábamos la tecnología. La temíamos. La temíamos tanto que no trajimos nada, ni siquiera las máquinas que habrían mantenido con vida a nuestros hijos. Todo recayó sobre las mujeres. Engendrar hijos y verlos morir. Todos olvidamos las viejas costumbres. Recuerdo que no estábamos preparados para ello.
—La Vía era monstruosa —dijo Raytha.
—Lenk usó la Vía, ¿o no? —replicó Kaytai.
—Madre, nuestro huésped ha tenido un día difícil. Y también Erwin. Deberíamos hablar de otros temas.
—Las dificultades del día son parte de aquello que... ni siquiera sé expresar. Un día todo se enderezará, aunque no sé cómo. Me disculpo, ser Olmy, si te he molestado.
—En absoluto —respondí.
Kaytai me dedicó la primera sonrisa que le había visto.
—Alguna vez me gustaría hablarle de Thistledown —dijo—. Tú eres demasiado joven para recordar, y los hechos se han distorsionado mucho. Yo recuerdo cómo eran las cosas. Cuando era joven, antes de conocer a mi esposo...
Randall y Raytha me prepararon una litera en el estudio.
—No dudes en consultar los libros si quieres —dijo Randall.
—A menudo vienen estudiosos a alojarse en esta casa —comentó Raytha—. Randall se enorgullece de su biblioteca.
—No las hay tan buenas fuera de Athenai o Jakarta —dijo Randall—. Casi todo lo que se sabe sobre Lamarckia. —Suspiró—. Obviamente, nos queda mucho por aprender.
La familia se retiró poco después, y el apartamento quedó en silencio. Se me había pasado el agotamiento, y me quedé sentado en la litera, totalmente despejado. Tenía toda la noche por delante mientras la familia dormía.
Sonó un golpe ligero en la jamba, junto a la cortina corrida. Aparté la cortina. Kaytai estaba en el pasillo, los dedos en los labios, los ojos grises brillando en la oscuridad.
—Tú pareces comprensivo —dijo—. Aquí recibo muy poca comprensión. Mucho amor, sí, pero nadie me comprende.
Me irritaba que esa mujer me robara tiempo para estudiar la pizarra o los libros, pero abrí la cortina y la invité a entrar.
—Me siento obligada a contarte algo —dijo, mirando las paredes de libros sin el menor interés—. Mañana te irás con Erwin y tal vez no tenga otra oportunidad.
»Has pasado dos años en la silva. Sin duda la encontraste fascinante y hasta bella. Es bella, innegablemente. Pero en Thistledown hay cámaras llenas de bosques terrícolas, animales, insectos... Ricos, tupidos y completos. Cuando yo era joven pasábamos semanas en los bosques, y si no mirábamos el cielo podíamos creer que estábamos en la Tierra... Lugares encantadores, encantadores.
»Mi esposo me dijo que Lamarckia sería un paraíso. Me aseguró que Lenk lo sabía todo, y que viviríamos en vergeles prístinos jamás hollados por los humanos. Creo que ni siquiera él comprendió lo que eso significaría. Lenk nos exhortó a la procreación. Aquí me pasé los diez primeros años teniendo hijos y viendo cómo la mayoría de ellos morían. Raytha fue mi cuarta hija, y la primera en vivir. El suelo era pobre en cobalto, selenio y magnesio. Nuestros cultivos no crecían bien. No sabíamos qué comer en Lamarckia. Los alimentos no eran apropiados. Los adultos enfermaban, aunque no tanto como los niños. Sus cuerpecitos ni siquiera sabían cómo adaptarse. Fueron tiempos terribles... Sufrimos enfermedades desconocidas en Thistledown. No estábamos preparados.
Raytha se detuvo en el umbral.
—Madre —murmuró—. Por favor, nuestro huésped está cansado.
—Sólo quería contárselo —dijo Kaytai.
—Lo lamento, ser Olmy —se disculpó Raytha, rodeando el hombro de su madre con el brazo—. No es que no esté de acuerdo con ella, pero hay mejores momentos para hablar. Y ni siquiera sabemos qué piensas.
—El es joven —dijo Kaytai—. Hay que decírselo. ¿Quién se lo contará?
Raytha cerró la cortina y el apartamento quedó de nuevo en silencio.
Saqué la pizarra de Nkwanno de la mochila. Las paredes cubiertas de libros me intimidaban demasiado. Textos especializados, monografías escritas por investigadores para otros investigadores. Tenía que adquirir conocimientos básicos antes de abordarlas. Pero por la mañana tendría que estar preparado para entablar nuevas conversaciones con Randall y su amigo, y el importante y famoso capitán Keyser-Bach.
Estudié de nuevo los archivos personales de Nkwanno, tratando de combinar las claves para descifrar el código. Había muchas marcas en textos de Henry David Thoreau, con citas intercaladas de Henry Place, el jefe de ecólogos durante la construcción de Thistledown. Probé con combinaciones de estos nombres y de varios títulos, sin éxito. Luego, casi por accidente, encontré un pasaje subrayado de Thoreau:
¿ Qué es un campo sin conejos y perdices? Se cuentan entre los animales indígenas más sencillos; de especies antiguas y respetables, tan conocidas en la antigüedad como en los tiempos modernos; la auténtica sustancia de la naturaleza, los mejores aliados de las hojas y del suelo.
Después de la cita, una nota de Nkwanno: « Thoreau contiene la Tierra. "Si no sabes dónde estás, no sabes quién eres."» Lugar, pensé. Conejos, perdices, lugar... Campo, Thoreau, conejos.
Thoreau contiene la Tierra. No contenía, sino contiene.
Tamborileé con la pizarra sobre mi rodilla, cada vez más irritado. Lo tenía delante de las narices. Lo sabía.
Tierra. Thoreau.
Vi las letras, y las comparé una por una. Thoreau contenía Tierra, Earth; sobraban la O y la U. UO. OU. Ou. Consulté los diccionarios de la pizarra, buscando O con U y U con O. Ou, según la pizarra, era «dónde» en francés. «Si no sabes dónde estás, no sabes quién eres.» Era una cita de un autor del siglo XX llamado Wendell Berry, a menudo utilizada por los ciudadanos de Thistledown.
El sencillo ordenador de la pizarra estaba realizando la búsqueda. Apareció un pequeño icono. Tuve la sensación de que Nkwanno miraba por encima de mi hombro mientras yo resolvía su acertijo.
Tecleé: «Tierra. Dónde. Lugar. Thoreau. Berry.”
Un cuadro de diálogo apareció en la pantalla de la pizarra. «¿Sabe usted en qué lugar está sepultado Thoreau?» «Tierra», tecleé.
En el recuadro apareció un nuevo texto: «Thoreau está en la Tierra. La Tierra está en Thoreau. ¿Pero dónde está sepultado Thoreau?”
Acudí a la vieja Gran enciclopedia estelar que iba incluida en la entrega de las pizarras —reproducciones de antigüedades del siglo XX— fabricadas para los divaricatos de Thistledown. La pizarra había durado todos esos años. Me pregunté cuántas pilas del siglo XX se habrían llevado los inmigrantes para sus humildes pizarras, pero no encontré ningún sitio en el aparato donde meterlas. Al buscar en la enciclopedia datos sobre Thoreau, comprendí que las pizarras debían estar equipadas con fuentes energéticas contemporáneas, que podían durar siglos.
Los divaricatos a menudo tomaban esa decisión, tras consultar con sus líderes filosóficos. Las concesiones a la tecnología moderna se hacían después de pronunciar la frase: «El Hombre Bueno lo habría aprobado, pues es un instrumento humano que no nos hace menos de lo que somos.”