El instinto me aconsejaba rechazar la misión. A pesar de los contratiempos recientes, yo tenía planes bastante atractivos. También tenía responsabilidades, las cuales me convertían en alguien mucho más importante y valioso de lo que parecía, más de lo que Yanosh o la gente del Nexo podían sospechar.
Pero también tuve en cuenta mi inexperiencia. El tiempo que había pasado en Defensa de la Vía había sido un desperdicio. No seré nada a menos que me temple en una prueba. La refutación de este argumento era mucho más convincente: No serás nada si estás muerto, o perdido y olvidado en un mundo aislado de la Vía.
La voz de la razón estaba a punto de prevalecer. Pero otra voz se interpuso y respondió por mí, la voz sobre la cual mi padre me había advertido y que mi madre había deplorado.
—Iré —dije.
Yanosh me miró socarrón, luego me aferró el hombro con firmeza.
—ímpetu y gallardía. Es lo que esperaba.
Yo era bastante cínico en lo concerniente a mis lealtades. Ya no sabía quién era. Largarme —largarme del todo— parecía una buena solución. Mi secreto estaría a salvo, pensé, si me marchaba.
Así se escribe la historia a veces. Contactos simples y decisiones simples; consecuencias imprevisibles.
Estudié el informe secreto Dalgesh, preparado por tres topógrafos poco después del descubrimiento de Lamarckia. Lamarckia era el segundo planeta de un sol amarillo, nacido en una región galáctica relativamente pobre en metales sin relación con ningún lugar conocido de nuestra propia galaxia. Los topógrafos habían tenido dos días escasos para realizar su trabajo antes de que se cerrara la puerta, así que sus hallazgos eran incompletos. Habían dejado tres monitores en el continente más vasto, pero no habían lanzado satélites. Las fotos y grabaciones mostraban un mundo familiar y extraordinario a la vez.
Me interesaba particularmente la planificación logística de Jaime Carr Lenk. El Buen Lenk había abandonado selectivamente las restricciones de los divaricatos para posibilitar la inmigración. En Lamarckia no había sustancias alimenticias nativas probadas y confirmadas, y tampoco había soporte para nuestras máquinas al margen de aquello que pudieran transportar los inmigrantes. Los expedicionarios llevaban comida para seis meses y sistemas personales de purificación de agua. También se habían llevado semillas tradicionales selectas: granos, frutas, árboles madereros, hierbas, plantas ornamentales. Aunque Lamarckia carecía del complejo ecosistema de la Tierra para permitir la agricultura, los humanos habían diseñado monocultivos que sólo necesitaban las sustancias químicas que proporcionaban los humanos. De hecho, los humanos constituían su ecosistema esencial. Las sustancias químicas, creían los inmigrantes, se podían encontrar o sintetizar en Lamarckia.
Los inmigrantes no se llevaron animales. Transportaron tres pequeñas factorías para fabricar herramientas y componentes electrónicos para las máquinas, y veinte tractores, todos con capacidad de autorreparación.
En cierto sentido, Lenk se había atenido a sus creencias divaricatas. Los inmigrantes se habían negado a llevar nutríforos, sustancias orgánicas artificiales de alta eficiencia que los podrían haber alimentado indefinidamente. Pero los nutríforos no existían en tiempos de Nader, y el Hombre Bueno desconfiaba de la ingeniería genética.
Yanosh me acompañó a las cámaras de Axis Nader donde residía el informador. Se llamaba Darrow Jan Fima. Era un hombre menudo y huraño, vestido con ropa sencilla de color marrón. Ahora que había recobrado la salud —en un entorno médico avanzado contrario a las creencias divaricatas— ansiaba contar de nuevo su historia, exponer todos los detalles que conocía.
Nos habló acerca de Claro de Luna, la aldea y puerto de embarque cercano a su punto de salida, el lugar más probable para el surgimiento de una nueva puerta; acerca de las ciudades y las rutas fluviales y marítimas; acerca de la breve historia de los inmigrantes, con sus privaciones, sus conflictos sobre la planificación de aquel viaje sin retorno, las rivalidades entre facciones, las inevitables maniobras políticas en cualquier grupo de gente de ese tamaño. Y también nos habló acerca de la biología de Lamarckia, de lo poco que los inmigrantes habían llegado a comprenderla.
Al final, contrito, lloriqueando, presa de la emoción, el informador nos habló de los adventistas, un grupo de oposición al liderazgo de Lenk. Nunca habían sido muy eficaces; esperaban que el Hexamon enviara a gente para devolverlo a Thistledown. En cada ciudad, dijo, habían dispuesto un operativo para allanarle el camino al Hexamon. Los rumores relacionados con los investigadores del Hexamon habían ascendido a la categoría de mitos populares. Pero nadie había ido.
Darrow Jan Fima había reñido con sus compañeros adventistas, había desertado, y fingió servir a Lenk. Trabajó durante un año para ser aceptado en el consejo de Lenk.
Entonces robó la clavícula.
—¿Por qué tardasteis tanto? —se quejó—. Tuve que mentir, tuve que cometer muchas ruindades. —Al fin confesó en un susurro los pecados de su gente—: Nos hemos apartado de las madres de la vida. —Y añadió, sonriendo como si me diera un regalo—: Lamarckia no es mal lugar para morir...
No le creí. A fin de cuentas, él se había ido de allí.
Inicié mi adiestramiento. Yanosh me dio todos los recursos que necesitaba. Concerté citas para hacerme quitar todos mis suplementos.
Eso habría complacido a mi madre pero, por supuesto, no se enteraría.
La plateada y ahusada fallonave recorría el centro de la Vía a trescientos kilómetros por segundo. Yo iba en uno de los dos mullidos y blancos asientos de proa, escrutando ese resplandor cóncavo que parecía preñado de inquietantes promesas. Estaba atrapado entre el aturdimiento, la exaltación y el terror.
Me palpé las manchas rosadas del cuello y la muñeca, sintiendo una nueva soledad. Desde la muerte de mi padre, me había sometido a una serie de mejoras mentales que él no aprobaba: diminutos ingenios en la cabeza y el cuello que aceleraban los pensamientos, mejoraban la memoria, me daban ciertas aptitudes y bases de conocimientos y también establecían contacto directo con Memoria de la Ciudad, con millones de individuos y miles de bibliotecas.
Para pasar inadvertido entre los divaricatos de Lenk, que no llevaban esos implantes, me habían despojado de mis voces, ojos y mentes adicionales. Dentro de mis pensamientos ahora había un solo yo. Sentía una extraña vergüenza. Estaba desnudo de un modo que nada tenía que ver con ir en cueros.
La fallonave inició su larga y lenta desaceleración. A sólo cuatro metros de mí, la falla emitía su fulgor rosado, que relampagueó con la presión de las grapas de la nave. La fallonave no se detenía por fricción, sino introduciendo las grapas en una región prohibida del espacio-tiempo.
—Salud, ser Olmy Ap Sennon. —El abrepuertas Frederik Ry Ornis, alto y delgado como una mantis religiosa, se acomodó en la cabina, se estiró en el asiento y dejó que los cojines blancos le envolvieran las caderas y el pecho—. ¿Cuánto hace que no abrazas la falla?
A pesar de mis concesiones a las modas y la tecnología geshels, al menos había conservado la estructura natural de mi cuerpo. Ry Ornis pertenecía a esa nueva raza que exploraba formas más radicales.
—Hace unos años. Y nunca llegué tan al norte.
—No muchos han llegado tan al norte —dijo Ry Ornis con expresión contrita—. No recientemente. Los jarts están a menos de un millón de kilómetros de aquí. —Estiró un largo dedo de cinco articulaciones y señaló hacia delante con elegancia.
Los abrepuertas como Ry Ornis habían adquirido un poder y un prestigio inmensos. Sentí cierta envidia.
—Tardaremos una hora en llegar a la pared —dijo—. No estoy demasiado entusiasmado.
—¿Porqué?
Ry Ornis me miró con escepticismo.
—¿Ansioso de iniciar tu primera misión? —preguntó.
—Supongo —respondí con una sonrisa cauta.
—¿Dispuesto a demostrar tu lealtad al Nexo del Hexamon, preparado para la aventura?
Mi sonrisa se borró. Hice un gesto de indiferencia.
—No hay que descubrir este lugar —se quejó Ry Ornis con una mueca de disgusto—. Ya lo han visitado aficionados. Me imagino lo que hicieron para aislar la mundolínea correcta. Tal vez hayan desquiciado la puerta embriónica, reduciendo nuestros accesos a tres o cuatro, a lo sumo. Así que no tengo margen de error. Si desbarato algunas mundolíneas, tu viaje será sólo de ida, y Lamarckia no le servirá de nada a nadie.
No me caía bien Ry Ornis. La mayoría de los abrepuertas me ponían nervioso. Sus talentos pertenecían a un plano diferente, y sus personalidades eran radicalmente opuestas a la mía.
Los minutos se sucedieron. Ry Ornis parecía hipnotizado por el infinito espectáculo que veíamos en el exterior. Se inclinó en el asiento.
—Francamente, los miembros del consejo y los administradores tienen muchas cosas en la cabeza. Si Lamarckia fuera importante de veras, ¿no crees que le habrían consagrado más esfuerzos, en vez de enviarte sólo a ti?
Mis emociones estallaron en una seca carcajada.
—He pensado en ello —admití.
—¿Por qué aceptaste hacer esto?
—Este trabajo me va. ¿Por qué aceptaste tú?
Ry Ornis hizo otra mueca, torciendo el rostro como una máscara de circo.
—Entre los abrepuertas, el ascenso se obtiene al precio de la obediencia. ¿Pasa igual en Defensa de la Vía?
—No sé —dije, sin demasiada sinceridad—. Soy un simple grado siete.
Ry Ornis me miró fijamente.
—Aun así —insistió.
—¿Puedes llevarme a Lamarckia?
—Las preguntas directas merecen respuestas directas —dijo, y suspiró—. Lamentablemente, no lo sé. —La fallonave ya sólo navegaba a miles de kilómetros por hora. Pronto nos detendríamos—. No es una ciencia exacta. Cada abrepuertas tiene ilusiones. Mi ilusión es que, cuanto más sé acerca de un lugar, mejor puedo detectar sus mundolíneas.
—En ciertos sentidos, se parece a la Tierra.
—He leído el informe Dalgesh. Conozco su tamaño y sus características generales. Te estoy pidiendo una opinión personal. ¿Por qué es tan interesante?
Yo no entendía adonde quería ir a parar.
—Hay humanos allí...
—El rumor de que podemos olfatear la vida humanoide es totalmente falso. Eso no es lo que busca un abrepuertas. Buscamos algo interesante.
—¿Y qué te resulta interesante?
Ry Ornis ladeó la cabeza. Los campos de tracción se habían retirado. Nos desplazábamos a menos de cien kilómetros por hora y la falla ya no relucía.
—Lamarckia pone en tela de juicio todo lo que hemos aprendido acerca de la evolución y los orígenes de la vida.
—El informador parece pensar así. Lo llamó una «Nueva Madre». Pensaba que los inmigrantes lo destruirían.
—Bien, eso sí que me interesa —declaró Ry Ornis con aprobación—. Los grandes acontecimientos marcan las mundolíneas. Si la gente de Lenk se propone modificar la historia de un planeta... te llevaré allí.
La piloto de la nave asomó la cabeza.
—¿Disfrutáis del paisaje? —preguntó.
—Inmensamente —dije yo.
—Ambos estamos nerviosos —dijo Ry Ornis.
La piloto torció los labios y ladeó la cabeza con expresión compungida.
—Bien, esto no os tranquilizará. Los jarts saben que estamos aquí, lo cual no me sorprende, y tendremos unos treinta minutos para investigar. Aquí las fronteras son flexibles. —Nos evaluó con la mirada—. Supongo que no es una misión de prioridad uno, ¿verdad?
Me levanté del asiento y fui a popa. Ry Ornis me siguió, mirando a la piloto con aire ofendido.
—Algunos podríamos disentir —declaró con orgullo.
Su reacción me pareció una payasada. Tal vez yo merezca la misma calificación. A fin de cuentas, somos instrumentos de una respuesta calculada, de una apuesta. No somos prioritarios.
Ry Ornis y yo descendimos de la fallonave en un pequeño vehículo de transferencia. El viaje duró menos de diez minutos. El vehículo deltoide maniobró describiendo una cauta espiral. Cuanto más se acercaba a la pared, más peso adquiría. Y a pesar de su nombre, la pared se comportaba como el suelo, como una superficie gravitatoria. La nave se posó sin sobresaltos.
Ry Ornis y yo nos pusimos los trajes de presión. Él recogió una caja del tamaño de su cabeza y se la calzó bajo el brazo. Dirigimos un gesto de aprobación a un ojo que enviaba nuestra imagen a la piloto que aguardaba en la fallonave, luego salimos.
Bajo nuestras botas, la pared era dura como roca. Ry Ornis echó a andar por la superficie broncínea, y sus largas piernas le permitían avanzar dos metros con cada zancada. Sacó una clavícula de la caja, soltó la caja y aferró las varillas del aparato, meciéndolo delante de él. Yo había leído acerca de las varas de los antiguos zahoríes, antaño de moda en la Tierra. Ry Ornis empuñaba su clavícula como un antiguo buscador de agua.
Debajo de nosotros se extendía una de las legendarias y temibles regiones conocidas como pilas geométricas, donde la física de la Vía cambiaba imprevisiblemente. A veces las comparaban con una arruga en la piel de un gusano multidimensional. No me agradaba la comparación.
—Toda esta región es nudosa —dijo el abrepuertas con voz áspera, entre la admiración y la repulsión—. ¿De qué color es? Por Dios, ¿a qué huele?
Intrigado por las preguntas, guardé silencio. Decidí que era mejor no interrumpir.
—¿Sabes que una pila geométrica duele? —continuó Ry Ornis—. Cuando la buscamos, nos provoca jaquecas colosales que son difíciles de aliviar. Pero es evidente que alguien estuvo aquí antes que nosotros. Han dejado sus sucias huellas dactilares: bultos, mundolíneas desplazadas, accesos estropeados. Por Dios, vaya pandilla de aficionados.
Lo seguí a paso mesurado. Yo no llevaba nada. No podía llevar nada conmigo, salvo la ropa que tenía debajo del traje de presión. Todo mi equipaje era interno: semanas de adiestramiento y educación, la transferencia de conocimientos de mis suplementos a mi memoria biológica.
La voz de la piloto sonó en nuestros cascos.
—Los jarts nos han localizado. Me gustaría largarme de aquí.
—No puedo garantizar que te dejaré en Lamarckia en una época determinada —dijo Ry Ornis de mal humor—. Será muy difícil situarte a una década de la época en que el informador abrió su puerta temporal. Lenk debe haber dejado un nódulo, pues de lo contrario el informador no habría regresado. Pero ha desaparecido.