Me calmé, recobré el aplomo. Estaba bien entrenado y bien educado para la misión. Basándome en los datos del informador, me había hecho una idea de los talentos necesarios para sobrevivir en Lamarckia y viajar por aquel mundo: tecnología, actitudes, recursos idiomaticos.
Pero nadie había esperado una matanza, una guerra desatada.
Una niebla fina cruzaba el río, algo impropio dadas las condiciones. Luego comprendí que la niebla era un rocío perfumado, no sólo vapor de agua: algo del ecos que comunicaba información a otra cosa. Imaginé toda la zona uno, toda Elizabeth, como un procesador orgánico, un vasto organizador sensible, no tan primitivo como una colmena, no tan rápido ni conectado como una mente, pero consciente de todas sus formas diminutas a las que enviaba mensajes por vientos químicos; una enorme madre dirigiendo a miles de millones de hijos.
Redhill me puso al corriente de los progresos que se habían realizado en el estudio de Lamarckia a lo largo de casi cuatro décadas. Según la enciclopedia, la vida había surgido en Lamarckia trescientos millones de años atrás. La estrella era joven, de apenas cuatro mil millones de años; el planeta aún conservaba mucho de su calor, lo cual suplía la insolación relativamente débil de la estrella.
En toda Lamarckia, sólo se habían descubierto ciento nueve organismos genéticamente diferenciados, todos ecoi, siete de ellos en Tierra de Elizabeth. Los ecoi de las diferentes zonas rara vez atacaban a los vástagos de otros ecoi, pero con frecuencia los observaban y copiaban, o los capturaban para un estudio más detallado. Los ecoi enviaban reconocedores, a veces llamados espías o ladrones —vástagos volantes, ambulantes o nadadores— para recuperar y devolver trozos de tejido o vástagos enteros. Si los diseños eran útiles, los ecoi los incorporaban, modificando algunos o todos sus vástagos o reemplazándolos por formas nuevas. Los rasgos observados, robados y copiados pasaban a las generaciones siguientes, al igual que los heredados.
Hacía casi novecientos años que el biólogo francés Jean Baptiste de Lamarck había postulado la herencia de los rasgos adquiridos, una teoría totalmente desacreditada acerca de la evolución de la Tierra.
Por eso los primeros topógrafos originales habían bautizado el planeta con su nombre.
Cuando llegaron los inmigrantes, la silva de Elizabeth era naranja y gris. La enciclopedia decía que un ecos podía «fluir», alterar repentinamente su carácter, en sólo dos días. Durante un flujo, absorbía y reciclaba sus vástagos, imponiéndoles un nuevo diseño. Esto había sucedido por última vez en la zona dos hacía veintiocho años, como había dicho la mujer. La Zona de Calder se había «sexeado», es decir, se había vuelto receptiva a una fusión genética total. La Zona de Elizabeth había aceptado esta propuesta. Las dos se habían fusionado, reuniendo todos los vástagos de ambos ecoi. El nuevo ecos había «fluido» luego, recreándose a sí mismo.
Había sido una época muy difícil para los inmigrantes.
La Zona de Elizabeth había prevalecido sobre la Zona de Calder, y ahora ocupaba una franja de Tierra de Elizabeth, desde el centro hasta la costa norte, con dos mil kilómetros de anchura máxima de este a oeste. En los límites con otras zonas —la tres, la cuatro, la cinco y ahora la seis— áridas «líneas de tregua» formaban blancas barreras, como las líneas de un mapa. En aquellos momentos había un total de cinco zonas en el continente Tierra de Elizabeth.
Supe que en el sur existía un grupo de grandes islas, en un atestado mar limitado por el cabo Magallanes, y que en esas islas, las zonas tres y cuatro compartían el territorio. Una de las islas estaba ocupada por una zona mucho menor, poco explorada y conocida simplemente como zona siete.
La zona cinco, llamada Zona de Petain, se hallaba al este de la Zona de Elizabeth y a lo largo de la costa este. Era una zona pelágica adaptada. Antes era oceánica y hacía un millón de años se había adaptado a tierra. Pocas zonas ocupaban grandes superficies en el mar y en la tierra. Los enormes bejucos de la zona cinco eran los que emergían tres veces por día en el río que pasaba frente a Claro de Luna.
Me tapé la nariz y apagué la pizarra. Había usado aquellos aparatos primitivos para entrenarme y los manejaba con habilidad, pero seguían haciendo que me dolieran los ojos.
Pasé unos minutos oyendo el chapoteo del río contra los pilotes del muelle y la respiración de la mujer, luego activé de nuevo la pizarra.
Encontré una lista de ciudadanos confeccionada dos años atrás. Busqué la aldea de Claro de Luna y encontré la foto de la mujer y su nombre: Larisa Cachemou, hija de ser Hakim Cachemou y de ser Belinda Bichon-Cachemou, nacida hacía treinta y dos años. Se había casado con Janos Strik, miembro de la tríada Strik. En la sociedad divaricata, y en la mayoría de los matrimonios naderitas ortodoxos, las familias triádicas no cambiaban de pareja —la norma era la monogamia— pero las familias compartían sus finanzas y la crianza de los hijos.
Larisa Strik-Cachemou no era mucho mayor que yo. La tensión y la calamidad la hacían parecer más vieja.
Me guardé la pizarra en el bolsillo y cogí el farol de la mujer. Era hora de averiguar qué había sucedido en Claro de Luna, de cumplir con mi tarea, por ingrata que fuese.
El camino que partía del fondeadero estaba pavimentado irregularmente con grava y adoquines. Había huellas recientes de ruedas anchas en la grava. Las salpicaduras de lodo del muelle podían proceder de aquellas ruedas. Llegué a la conclusión de que alguien había llevado equipo pesado hacia el fondeadero por ese camino.
Alumbrando con el farol, vi agujeros y tajos en el tronco de algunos arbóridos que bordeaban el camino. Metí el dedo en un agujero y noté un objeto duro en el fondo: una bala. Miré los cadáveres del fondeadero, tratando de ordenar estos datos.
Descarté la posibilidad de que Larisa hubiera matado a aquella gente. Por el momento, eso no tenía sentido. La única conclusión posible era que les habían disparado desde el río.
Tubos finos montados sobre barras de hierro jalonaban el camino. Me agaché para examinar los tubos, noté que goteaba humedad de su mitad inferior. Los tubos tenían agujeros diminutos que apuntaban a la silva. Olí una gota que recogí con el dedo. El líquido despedía un olor agrio. Supuse que los tubos esparcían algo que resultaba desagradable para los vástagos; eran un modo de impedir que la «maleza» invadiera los caminos y la aldea.
Una cosa grande y borrosa movía los troncos y emitía ruidos de succión entre las matas. Contra las brillantes estrellas, dos cuellos o dos brazos largos y sinuosos se perfilaron contra los arbóridos, picoteando los quitasoles y abanicos, no paciendo, sino susurrando y podando con dientes azules luminosos y tenues. Alcé el farol, pero el haz difuso reveló poco. Cada brazo se elevaba desde un oscuro cuerpo central y se extendía seis o siete metros por encima de mi cabeza. El conjunto alcanzaba el tamaño de dos jirafas adultas.
Apresuré el paso con la piel de gallina.
El camino se ensanchaba hasta llegar a una torre redonda de piedra ocre que sobresalía de la silva. Allí se bifurcaba y bordeaba el linde de un claro. En el claro se hallaba el centro de la aldea de Claro de Luna. Edificios cuadrados de piedra, idénticos y de dos pisos, con tejado de pizarra a dos aguas, flanqueaban el cuadrilátero al norte de la torre.
Crucé aquel cuadrilátero, alumbrando a izquierda y derecha con el farol. Había más cuerpos en él. En el centro me detuve frente al cadáver de una mujer de edad indeterminada, con un balazo en la frente. En un cuarto de hectárea conté sombríamente veintidós cadáveres. A todos les habían disparado con armas cinéticas de poco calibre, un poco menos potentes que la que yo mismo llevaba en la cintura.
Me detuve en el centro del cuadrilátero, procurando conservar la calma. Un viento suave, el rechinar de una puerta. Aire fresco y húmedo, cuerpos, silencio, un brillante arco doble de nubes estelares y la luz de estrellas más luminosas. Todo me causaba vértigo. Controlé eso rápidamente, pero me costó más apagar la llama de la furia.
Lejos de siglos de cultura y experiencia política, lejos de las restricciones y las normas que regían a decenas de millones de conciudadanos, los inmigrantes habían involucionado. Se había reiniciado la vieja conducta humana del conflicto violento. Pero mis instrucciones nada tenían que ver con la salvación de los inmigrantes divaricatos.
Mi principal objetivo era Lamarckia. No he venido aquí para enzarzarme en una estúpida guerra.
Crucé el terreno cuadrado en diagonal y llegué al extremo norte del dormitorio más cercano. Subí la escalinata en silencio y me asomé a la puerta abierta. Palpé con los dedos el fuerte y liso material de la puerta mientras mecía el farol en la habitación oscura y desierta. Según la enciclopedia de Redhill, el «árbol» más común de la zona uno se llamaba «lizbú», el «bambú de Elizabeth». La puerta estaba hecha de «xyla», palabra con la que los inmigrantes designaban la madera de los arbóridos. En este caso se trataba de corteza de lizbú, arrancada del brote en espiral. Bastaba con talar el tronco, seccionar la copa y los quitasoles más bajos, aferrar el borde del lizbú con las manos y tirar.
Sacudí la cabeza. Viejos hábitos. La mente se complacía en desplegar nuevos conocimientos, como un escudo.
Entré en el edificio. No buscaba cadáveres —aunque encontré una docena más— sino información. Los edificios tenían instalación eléctrica. Revisé escritorios y cómodas sin llevarme nada. Hurgué en los bolsillos y entre las pertenencias de los cadáveres, disgustado por esa tarea truculenta, ansiando encontrar más pizarras. No encontré ninguna.
Robar las posesiones de los cadáveres no formaba parte de mis instrucciones, pero no era del todo deshonesto en aquellas circunstancias. En la planta superior entré en la oficina del alcalde y encontré una primitiva cartelera cubierta con datos de la aldea. Gráficos sobre el monocultivo y el rendimiento de las cosechas, un gráfico de la población de la aldea durante los últimos veinte años —con una marca en el pico más alto, ciento cincuenta habitantes el año anterior— y un mapa de Claro de Luna. Toqué los alfileres que sostenían el mapa y noté que alguien había arrancado un mapa más reciente, del que quedaban algunos trozos, dejando al descubierto el mapa más viejo, lleno de trazos en lápiz.
Salí del edificio y miré el cielo oscuro. Había nubes, delgadas líneas paralelas y algodonosas sobre las estrellas. Ambas lunas se habían ocultado.
Pronto amanecería.
Antes de inspeccionar el siguiente dormitorio, me dirigí más allá de la planta de agua, hacia los invernaderos y las parcelas del norte. Dos tubos de cerámica blanca llevaban agua desde el río hasta la planta, donde la filtraban sin hervirla ni tratarla químicamente. Lamarckia no tenía microbios propios que pudieran molestar a los humanos. Los microbios portados por los humanos (los pocos que habían sobrevivido a la purga y el traslado a Thistledown) no parecían medrar en Lamarckia. Los nichos biológicos eran demasiado restringidos, o ya estaban ocupados.
La planta energética utilizaba tecnología sencilla. Habían talado y despejado dos hectáreas de silva y unos troncos de lizbú soportaban láminas de membrana electrolítica. La luz solar permitía extraer rápida y eficientemente el hidrógeno, que se almacenaba en células electrógenas. Las láminas también generaban directamente electricidad. Una tecnología de doble uso, sencilla de fabricar a partir de materia prima orgánica.
Alcé el farol, lo olí. No era de aceite ni de combustible líquido, consistía en una serpentina de descarga iónica que fluctuaba como una llama. El líquido era una solución química supercargada. Bonito, pero no eficiente. Tal vez había colgado como adorno en una casa. Yo no había visto otros faroles y la energía de la aldea estaba cortada desde su fuente: la célula electrógena y el cobertizo del transformador. Se habían llevado células, generadores y el resto del equipo.
También se habían llevado, al parecer, a los niños de la aldea. No encontré cadáveres de habitantes menores de veinte años.
Conque habían robado el equipo y a los hijos. Quizá los hubieran llevado río abajo. Los saqueadores —brionistas, los llamaba la mujer— estaban hambrientos de metal. Lamarckia carecía de filones de metal de alta calidad, y los inmigrantes evidentemente no se habían dedicado a la minería en gran escala ni a las grandes fundiciones.
El centro de comunicaciones ocupaba una casa pequeña situada treinta metros al oeste de la planta de energía. El equipo —sencillas radios, a juzgar por las marcas y los pocos utensilios que habían dejado— ya no estaba allí. Había tres cadáveres en el porche.
Estudié el oscuro invernadero y los sembrados, cien hectáreas de tierra cultivada ganadas a la silva. Los atacantes habían dejado varias carretas pero se habían llevado los tractores eléctricos de la aldea. Eso explicaba las huellas de ruedas en el camino de grava. Tal vez hubieran usado los tractores para arrastrar los transformadores, generadores y los otros bienes arrebatados a la aldea.
Me imaginé una carreta llena de niños llorando aterrorizados. Apretando los dientes, caminé hacia el segundo dormitorio.
Las habitaciones estaban abarrotadas de cadáveres. Regueros de sangre en los pasillos y las escaleras mostraban el modo en que se había realizado el ataque contra Claro de Luna. Era evidente que los atacantes se habían propuesto incendiar el edificio con todos los pobladores dentro. Por alguna razón no habían logrado concluir esa tarea, y habían dejado los cuerpos en el cuadrilátero, en el otro dormitorio, y quizá también en las casas. Al parecer alguien había decidido que era más urgente llevarse el equipo y los niños y largarse antes de que llegaran otros.
Balas en los árboles.
Tal vez algunos —Larisa, su prima, Nkwanno y otro— habían sobrevivido al ataque e ido al fondeadero. Me imaginé un barco solitario esperando para abatir a los supervivientes cuando salieran de la jungla.
O tal vez hubiesen sido los primeros en morir, cuando llegaron los barcos.
Pensé en la pizarra de Nkwanno. Allí las pizarras tenían que ser valiosas. Yo no había encontrado otras entre los cadáveres, pero habían dejado aquélla. Eso me convenció de que Nkwanno, Gennadia y el otro habían sido los últimos en morir.
Aquel grado de violencia era algo nuevo en Lamarckia.
Me abrí paso entre los cadáveres del final del pasillo, alzando el farol, hundiendo las botas en la carne blanda, apartando brazos, piernas y torsos. Los pechos exhalaban un gemido estremecedor al moverse. Me negué a mirar aquellos rostros como frutas podridas. Ya tenía los ojos llenos de lágrimas y contracciones en el estómago por culpa del tremendo hedor. Nunca en mi vida había presenciado la muerte de forma tan próxima y tan concentrada. Subí al segundo piso y me apoyé en una pared. No recordaba la última vez que había tenido ganas de vomitar.