Uno de los padres, el más joven, cojeaba. Se apoyaba sobre una pierna con un balanceo que demostraba que la tenía un poco más corta. Se había lesionado y la lesión se había curado de manera imperfecta.
La familia siguió de largo sin fijarse en mí. El hombre que cojeaba había superado la lesión y se había adaptado a ella. Tal vez sólo tomaban aquellos últimos años de paz como una distensión entre los desafíos, un tiempo para caminar por los parques y criar hijos. La vida estaba hecha de desafíos y distorsiones.
Lo que Brion y sus acólitos sembraron en la secreta y cerrada sociedad de Godwin fue el caos. Por decisión de Hoagland, habían nacido más mujeres que varones. Hoagland creía que una sociedad en la que hubiera nueve mujeres por cada hombre sería ideal. Escribió que las mujeres que vivieran juntas en armonía podían apañárselas muy bien con menos hombres. Curiosamente, la mayoría de los hombres de Godwin no ponían reparos.
Al cabo de cinco años de relativa paz, el plan se fue al traste cuando varios centenares de mujeres jóvenes, encabezadas por una joven ingeniera llamada Caitla Chung, formaron un grupo político propio: las Hermanas Verdaderas. Las Hermanas Verdaderas iban en contra de lo que ellas consideraban un matriarcado; afirmaban que reducía a todas las mujeres a la condición de operarías y que no les dejaba margen para formar el carácter de los hijos que criaban, ni desde luego para ejercitar ciertos impulsos y deseos naturales.
Se produjo una especie de rebelión religiosa instigada por las Hermanas Verdaderas, todas menores de dieciocho años, quizá con la ayuda de Brion. Hoagland se suicidó, aunque algunos sostienen que la asesinaron. Hombres y mujeres desmantelaron —destruyeron, según algunos— las máquinas avanzadas, y quizá también las fábricas en miniatura que se podían usar para fabricar más máquinas.
Los campos quedaron sin cultivar, y el hambre se extendió por aquella tierra de presunta abundancia.
Me froté la nariz y los ojos, me acerqué a una fuente de piedra y bebí agua. Tenía un sabor puro y dulzón. Aunque hubiera contaminación de sumideros humanos, no importaba. Todas las enfermedades humanas se habían erradicado de Thistledown durante los primeros años del viaje, mucho antes de mi nacimiento. La posibilidad de mutación de los microorganismos hacia formas potencialmente nocivas se había eliminado mediante suplementos implantados en todos los niños, incluso los niños divaricatos, durante la primera infancia. El Hombre Bueno nunca se había opuesto a la inmunización, y aquellos suplementos eran, según dictaminaron los naderitas ortodoxos, sólo formas complejas de inmunización.
Las mutaciones de bacterias y virus que se hubieran producido en una población pequeña como la de Lamarckia eran fáciles de controlar con estos suplementos y las defensas naturales. Aún se ignoraba si las formas vivientes de Lamarckia padecían enfermedades o si podían ser infectadas por patógenos humanos, pero la mayoría de los expertos lo consideraba improbable.
Los patógenos humanos de Lamarckia eran culturales y filosóficos, no biológicos.
Busqué en la pizarra, tratando de hallar actualizaciones de los últimos diez años, pero no había nada más sobre Brion y Hsia. Al parecer Brion había rebautizado Godwin con el nombre de Naderville.
Mi ignorancia era como una picazón mortal. No atinaba a rascármela con suficiente rapidez.
Caminé hasta un terreno donde se erguía un olmo medio muerto. Hundí los dedos en el suelo apisonado, miré el terrón que recogí; encontré en él trozos de fibra, granos de arena negra, un polvo oscuro y seco, pero no la vibración vital del suelo de la silva.
Sin duda era suelo humano.
Por la tarde el cielo volvió a encapotarse y comenzó a lloviznar.
Los chaparrones cesaron y las nubes se alejaron lentamente hacia el este. Paseé por la orilla, frente a dársenas, almacenes y escalinatas de cemento y piedra.
Me eché la mochila al hombro y caminé junto al murallón de ladrillo y piedra. Cada cincuenta metros había escaleras que descendían al agua. En un pequeño edificio cerca de los almacenes principales, unos adolescentes de uniforme, negro y mal confeccionado formaban filas y escuchaban a un hombre corpulento de brazos carnosos y puños nudosos, que daba explicaciones sobre conducción de embarcaciones fluviales y veleros. Siete botes pequeños y un yate de diez metros estaban amarrados cerca del edificio, junto a cortos muelles flotantes. Me detuve a escuchar, hasta que el hombretón notó mi presencia y continué el paseo.
Estaban cerrando un mercado. Algunos hombres con una carreta trocaron sus últimos productos con un vendedor que limpiaba un puesto.
Vi productos del río en los cubos y en las mesas cubiertas de hielo prácticamente derretido: plateados «píscidos» de la zona cinco; apio de río, tubos rojos gruesos como mi brazo; montones de esferas relucientes del tamaño de manzanas y del color del pan sin hornear, llamados bastante apropiadamente patatas bulbosas. Por mis lecturas sabía que las obtenían de ciertos vástagos que recorrían largos tramos de Liz con propósito desconocido, pero que se aprovisionaban de patatas bulbosas durante la marcha. No se sabía con precisión si las patatas procedían de algún lado o si los vástagos las fabricaban.
Al llegar a orillas de la bahía, separada del Terra Nova por un espigón curvo, vi las dos chalanas brionistas amarradas. Descargaban tractores y otros equipos por rampas y con pequeñas grúas. Más allá estaba el mayor buque del puerto; un velero de cuarenta metros de longitud, con tres mástiles y dos molinos de viento para generar energía. Dos pasarelas unían el buque con el muelle, y había hombres subiendo cajas por ellas y cargándolas en la nave. Había otros veleros anclados: corbetas, barcazas, un esquife; todos con proas afiladas y elegantes. Uno de esos buques, un lanchón con un solo molino de viento a popa, relucía con cientos de bombillas eléctricas colgadas de los aparejos y la borda y, como si no fuera suficiente, otros faroles de gas siseaban a babor y estribor.
Mientras yo miraba desde la orilla, una marinera se aproximó por la cubierta, apagando los faroles. Se dirigió a popa, metió la mano en una caja y apagó las luces.
Sonreí satisfecho. Aquí había al fin algo que yo podría manipular con competencia. Había navegado muchas veces por los cauces de agua de la cuarta cámara de Thistledown, y había estudiado bastante los veleros para aquella misión, guiándome por las descripciones de los viajes y el comercio que había hecho el informador. Conocía los términos náuticos, aunque ignoraba qué términos habían conservado los inmigrantes en las décadas transcurridas desde que el informante se había marchado por su puerta, y qué otros habían añadido. La pizarra de Nkwanno no decía mucho sobre los barcos o la navegación en Lamarckia.
Caminé varios metros por el muelle hasta la siguiente nave, un velero. Había un hombre larguirucho y enclenque de aspecto tristón junto a un montón de cajas envueltas en redes, a la espera de que una grúa las alzara para trasladarlas a la bodega del barco. Me acerqué.
—Quisiera encontrar la nave de Erwin Randall... es decir, la nave del capitán Keyser-Bach.
El hombre me miró de mala gana.
—Soy el ayudante del abacero —dijo—. Éste es el Vigilante.
—¿De Keyser-Bach? —insistí.
—Él es el capitán, sí.
—¿Dónde está ser Randall?
El hombre tristón curvó los labios.
—Yo no soy del barco, hombre. Me encargo de las provisiones.
—¿Con quién debo hablar?
—No quiero juzgarte pero, por tu vestimenta, veo que no has trabajado desde hace tiempo. —Rió entre dientes y sacudió la cabeza—. Es un barco poco común, el Vigilante. Va corto de tripulantes, pero no tienes pinta de serlo. —El hombre ahuecó las mejillas—. No me gustan las habladurías, pero el capitán Keyser-Bach no es un sujeto con quien quisiera navegar. Un hombre pensante es un hombre pensante, y no sirve para marino, con sus mapas y estudios. —Se tocó la cabeza significativamente.
Le di las gracias y esperé a que alguien desembarcara del Vigilante. Al cabo de unos minutos, un hombre de mediana edad que llevaba pantalones marrones y una chaqueta ligera, con el pecho desnudo entre dos tirantes, se abrió paso con agilidad por la pasarela.
—Estoy buscando a ser Randall.
—Éste no es un buque de pasajeros —dijo el hombre, mirándome con curiosidad—. No te conozco. —Estuvo parado un momento y luego empezó a alejarse—. No conozco a todos aquí.
—Ser Randall me dijo que me presentara al capitán Keyser-Bach.
El hombre dio media vuelta y me estudió.
—Me apellido French. Navegación y meteorología. Randall aún no ha regresado. He aquí lo que harás. Preséntate al encargado de investigaciones. Está en aquel cobertizo con la franja negra. Ha visto a Randall recientemente y tal vez sepa algo. Pero ten cuidado. Está discutiendo con el abacero y se encuentra de pésimo humor.
Fui hasta el cobertizo y entré. Unas bombillas oscuras arrojaban un fulgor amarillento sobre un escritorio lleno de polvo. Dos hombres discutían, uno sentado al escritorio en un taburete maltrecho, el otro, un rubio fornido, de pie, apoyado en el escritorio con sus brazos robustos. Era Shatro. Se sorprendió al verme. El hombre sentado al escritorio clavó en mí sus ojos azules.
—¿Nave? ¿Necesidades?
Su rostro angosto y sus mejillas delgadas le daban una apariencia esquelética.
—Randall dijo que me presentara en la nave —le expliqué a Shatro.
—Yo soy el abacero —dijo el hombre sentado, exhibiendo una sonrisa ancha pero poco convincente—. ¿Conoces a...?
—Conozco a este hombre —dijo Shatro—. ¿Por qué te dijo que vinieras aquí?
No quería explicarme ante Shatro y no entendía por qué me hacía la pregunta.
—Eso me dijo, y aquí estoy. ¿Dónde está ser Randall?
—Aún no se ha presentado —dijo Shatro. Me indicó que me fuera, pero me quedé donde estaba. Él se volvió hacia el abacero como si le hubieran añadido otro peso sobre los hombros.
La discusión continuó. Según Shatro, los precios del abacero habían subido dos veces el año anterior, contra las recomendaciones económicas de Lenk. El abacero respondió serenamente que, habiendo perdido siete naves aquel año y dada la escasez de metal, era razonable que el equipo fuera caro, sobre todo el equipo de investigación.
—Las jarras de buena calidad y los recipientes de acero tienen mucha demanda —alegó.
Shatro me miró exasperado.
—Mañana la espuma empapará nuestras barbas, pero a este... hombre... no le importa la ciencia. —La discusión, sin embargo, parecía haber perdido el ímpetu. Shatro suspiró y se alejó del escritorio—. No puedo creer que ser Randall te haya dicho semejante cosa —rezongó—. Nuestra tripulación es selecta. Alumnos de la escuela Lenk con una sólida formación secundaria y, a ser posible, con experiencia marítima. Perdóname, pero no encajas.
—Tengo muchas aptitudes. Poseo formación técnica y experiencia. Y soy fuerte.
El abacero nos miró con aire divertido.
—Ahora todos son fuertes —dijo con una risotada—. Pero hace pocos años...
—¿Has navegado? —preguntó Shatro.
Asentí.
—Pues no lo parece —comentó el abacero, sacudiendo la cabeza.
—Quiere que trabajes como tripulante, ¿verdad? —preguntó Shatro—. Nos hacen falta tripulantes, pero no hasta tal punto. Excúsame, ser Costa —le dijo al hombre del escritorio—. Cobra lo que te dicte tu conciencia. Puedes servir al conocimiento, dar honor a tus hijos y compartir la aventura, o puedes prosperar a costa de nuestra hambre.
El abacero recibió estas palabras con una ancha sonrisa.
—Confío en que la próxima vez que navegues, si la hay, me vengas con mejores argumentos. —Giró en el taburete para mirarme—. Te sugiero que te busques una nave menos pretenciosa.
Shatro salió del cobertizo y echó a andar por el adoquinado. Lo seguí, y a mis espaldas el abacero se echó a reír.
—Debes haber interpretado mal a ser Randall —dijo Shatro—. Él es primer oficial del Vigilante, pero el capitán escoge a la tripulación. Hace seis meses que esperamos fondos de Athenai para organizar un equipo científico. ¿En qué puedes ayudarnos?
Yo traté de seguirle el paso a trompicones, pero hablé con firmeza, tratando de parecer tan respetuoso como seguro. Juzgué que Shatro carecía de la más mínima confianza en sí mismo. En cierto modo yo suponía una amenaza para él.
—Conozco física y los principios de la meteorología. Conozco los rudimentos de la navegación. Y soy rápido para aprender.
Shatro se detuvo, alzó las manos.
—Déjame completar la mala descripción que hizo el abacero de nuestro itinerario.
—Ser Randall me explicó...
—Dudo que te haya explicado todo el itinerario. Será un viaje difícil, cuando menos. Iremos al este por la costa de Sumner, viraremos al sur-sureste en el monte Pascal, entraremos en Jakarta para recoger a unos investigadores, iremos a la Estación Wallace, al sur, para buscar a más investigadores. En el camino tal vez estudiemos los fosos del desierto de lava de Chefla; luego navegaremos hacia la isla de Martha. Un viaje de ocho mil millas náuticas, catorce mil ochocientos kilómetros para ti. Después de la isla de Martha, iremos al cabo Magallanes, donde nos instalaremos para estudiar la zona seis; luego rodearemos el cabo e iremos al oeste con la corriente de Kangxi, si existe, hasta el lado desconocido de Lamarckia. Esperamos llegar a Basílica y Nihon, si existen, y tocar Hsia desde el lado este. Luego entraremos por el estrecho de Cook. Eso son otras doce mil millas náuticas. Y todavía no habremos regresado. Cruzaremos el Mar de Darwin por las longitudes más bajas, y nos dirigiremos hacia Tierra de La Perouse. Sólo entonces iremos al norte, hacia Athenai, si nuestra nave ha resistido. Así que, aspirante a marinero, ¿cuántos días nos quedan para aprovechar los vientos de primavera y el viento que sopla desde los Bastones?
—No lo sé.
—Exacto —dijo él, sus sospechas confirmadas. Se volvió para subir al barco—. Ser Randall llegará en cualquier momento. El capitán y él decidirán.
Suspiré y pasé veinte minutos sentado en un banco del muelle donde estaba atracado el Vigilante, observando el ir y venir de hombres y mujeres. Un pequeño tractor eléctrico arrastró una carreta de comida en barriles y cajas hasta el costado del buque. La dejó allí para que la cargaran más tarde.
Randall llegó al puerto con varios hombres. Me vio sentado en el banco, me saludó con un cabeceo y continuó con sus cosas, caminando por el muelle, examinando el Vigilante, intercambiando observaciones con sus compañeros. Había visto hacer aquello en todas partes; un ritual de revisión, para medir y asegurarlo todo, generosamente acompañado de gestos.