Caminé otra manzana hacia la calle del Sol, llegué a ver el borde norte de la península que ocupaba Naderville. Una niebla gruesa cubría el océano, pero a través de la niebla oí más cañonazos y vi un relámpago anaranjado. Un hongo de humo y astillas se elevó sobre el techo de niebla, a tres kilómetros de la costa.
Sonó un estampido ensordecedor, aparentemente a mis pies. Me volví y miré a la izquierda, al noroeste de la península. Un perezoso rizo de humo y un resto de llamas salían todavía de un gran cañón que acababa de disparar. Lo habían arrastrado en un carro por un camino de tierra y ahora estaba camuflado y apoyado en gruesos arbóridos, en la cima de la colina que se hallaba al oeste. Me pregunté quién manejaba el cañón, y pronto comprendí que eran fuerzas de Beys.
La niebla no tardaría en levantarse. Era muy probable que por las cercanías merodeara el otro vapor, causando estragos entre los veleros de Lenk. El cañón era inútil por ahora, y sólo lo habían disparado una vez para practicar, pero cuando se despejara la niebla terminaría rápidamente su trabajo.
Corrí hacia el este por una calle, entre desconcertados civiles que regresaban a aquel sector de la ciudad ahora que habían terminado el bombardeo y los combates.
Me topé con los primeros piquetes de Lenk en los aledaños de las colinas. Supe que eran tropas de Lenk porque no usaban uniforme como las de Beys, y porque su disciplina se había desmoronado por completo.
Vieron que yo no iba armado, y estaban demasiado agotados para prestarme atención. También aquí los combates habían sido cruentos; los cadáveres cubrían los achaparrados fítidos y arbóridos de los campos que rodeaban las colinas. Algunas chozas habían quedado reducidas a escombros, y hombres y mujeres —la mayoría hombres— descansaban mientras otros les llevaban agua y medicinas. Los heridos gemían y gritaban tendidos en el suelo, vigilados por enfermeros extenuados.
Parecía una antigua batalla, un episodio de una guerra del pasado, algo que yo había creído imposible que se repitiera entre los humanos, y menos entre humanos nacidos en Thistledown.
Me crucé con cuatro hombres que estaban frente a un parapeto de piedra, pasándose una botella. Me miraron con suspicacia.
—¿Quién está al mando? —pregunté.
—Ahora nadie —dijo uno—. Los oficiales han regresado al cabo, o están muertos. Estamos esperando a que nos llamen... para ir a donde sea. ¿Quién eres?
Les dije mi nombre y también que había un cañón que no tardaría en empezar a disparar contra la flota. Estaba a punto de exponer un plan para apoderarnos del cañón, sabiendo que tenía que empezar por alguna parte, cuando un hombre fofo de barba desgreñada y cejas gruesas me señaló con el dedo.
—Tú eres el agente del Hexamon, ¿verdad? Abrirás una puerta para llevarnos de vuelta a Thistledown.
Lo miré un instante, sorprendido, sin saber qué hacer ni qué decir.
—Estamos hartos de esto —dijo el hombre fofo—. Hoy he matado a cuatro personas. He matado a una mujer. Eso es un error mortal. —Retrocedió, agachando la cabeza—. He matado a una mujer.
—Puedes llevarnos de vuelta, ¿verdad? —El más joven del grupo me aferró el brazo. La conmoción del combate y la esperanza bañaban su rostro con un fulgor pálido—. Necesitamos regresar. Aquí está sucediendo algo espantoso. ¿No puedes olerlo?
—¿Eres lo que dicen? —me preguntó el más alto y mayor. Tenía mi edad, y llevaba un brazo y una pierna vendados—. No sé qué haríamos si resultaras ser un impostor.
Oí una algarabía a mi espalda. Varios hombres con rifles corrieron para enfrentarse a un grupo de brionistas uniformados, diez o doce en total. Empuñaban banderas blancas y no llevaban armas. Pronto los rodearon, y el griterío se convirtió en tensa discusión. Les obligaron a alzar las manos a punta de rifle.
—No se pueden estar rindiendo —gruñó el hombre vendado—. Sólo están descansando mientras se preparan para empujarnos hacia el promontorio.
Oí fragmentos de la conversación y me acerqué al grupo. De nuevo sentía esa turbada euforia, el cosquilleo que me indicaba que sucedía algo significativo.
—Es él —dijo uno de los brionistas, señalándome.
Reconocí al oficial que había hablado ante los tripulantes de nuestras naves en la Ciudadela y traté de recordar su nombre. Pitt. Llevaba un uniforme raído y manchado de barro. Se me acercó con las manos tendidas.
—Sé quién eres. Corre el rumor de que estás aquí. —Me miró con intensidad lobuna—. Tu nombre es Olmy. Sabes lo que está sucediendo. La silva está agonizando.
Me temblaban las manos.
—Lo sé —dije, recobrando el aplomo—. ¿Viniste con las tropas de la Ciudadela?
Pitt asintió.
—Luchamos al oeste de aquí. —Miró a los hombres y mujeres que lo rodeaban, escrutando aquellos rostros hostiles—. La espesura está agonizando. Lo podemos oler. Los vástagos salen a rastras y mueren, por todas partes. La comida se pudre en los almacenes.
—¿Estás al mando? —pregunté.
—Soy capitán, segundo de mi compañía.
—¿Renuncias a la lucha?
—¿De qué sirve? ¿Qué podemos hacer? —preguntó lamentándose—. La comida se pierde. La comida que llevamos en las alforjas se convierte en polvo. Desde anoche... Toda la comida procedente de la silva, toda. Dependemos de ella. Casi no hay nada más...
La mayoría de los combatientes de la colina, unos ciento cincuenta, se había reunido a nuestro alrededor y me miraban en busca de una explicación. Las voces pedían respuestas insistentemente. Vi los grises uniformes brionistas mezclados con las variadas indumentarias de los soldados de Lenk. El agotamiento, el combate y el miedo común eliminaban las últimas barreras.
La sangre se me subió a la cabeza, me rugía en los oídos y me enturbiaba la visión. Encontré un parapeto roto y trepé como pude a las piedras.
—Escuchad —grité, alzando las manos—. Ser Brion ha soltado algo nuevo en Hsia. Hablé con él, lo vi. El ecos sufre un flujo mayor. Dentro de pocos días o semanas no habrá comida procedente del ecos, y muy pocos podrán sobrevivir aquí. La batalla ha terminado.
—Está muriendo —exclamaron unas voces.
—Tenemos que comunicarlo a todos para que cesen los combates.
—No tenemos más radios —me gritó el hombre vendado—. Las tienen los oficiales.
Miré a Pitt.
—¿Tenéis radio? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Las controlan los ayudantes del general Beys.
—¿Dónde está Beys? —pregunté.
—En el 15 —dijo Pitt, señalando hacia el norte—. Quieren hundir el resto de la flota de Lenk. También esperan capturar a Lenk y matarlo.
—Hábil Lenk —murmuró una mujer. No logré distinguir si reprochaba a Pitt su falta de respeto o si expresaba la suya.
Me agaché y apoyé la mano en el hombro de Pitt. Había logrado perder todo sentido de mis limitaciones. La vocecita de la razón me dijo: Ahora sí que eres como Lenk y Brion.
Pero no podía hacer nada, salvo dejarme llevar por esa presión interior. Yo era la encarnación de una leyenda otrora temida, un coco de otra época y otro lugar. Percibía una fusión: rostros erguidos, desesperación, esperanza y fatiga; debilidades y pasiones entre las que yo podía encajar mejor que nadie, como un enchufe en una toma de corriente.
—¿Cuántos soldados te seguirán? —le pregunté a Pitt.
—Cincuenta. Están esperando mi regreso. Te recordé cuando empezó a correr el rumor. Había un mensaje de la Ciudadela que hablaba de ti. Otros te vieron atravesar la ciudad.
Escruté de nuevo la muchedumbre, buscando al soldado vendado; vi demasiados vendajes, demasiadas heridas y mugre, demasiados rostros asustados. Encontré al hombre, lo miré.
—¿Cuántos de vosotros me seguiréis?
—¿Qué haremos? —me preguntó el hombre vendado.
—Hay un gran cañón en aquella colina. Ayudará a Beys a hundir las naves de Lenk. Necesitamos esas naves. Debemos hacernos con ese cañón.
Pitt arrugó el rostro, esta vez con franca angustia. Me agaché de nuevo y le aferré el hombro.
—Has venido aquí por una razón —dije—. Beys no se rendirá, ¿verdad?
—No sé qué hará Beys.
Usé la frase que había usado el hombre barbudo y fofo.
—Beys te ha inducido a cometer un error mortal.
Pitt cerró los ojos, suspiró, contrajo las cejas.
—Si hunden las naves... ¿Qué podemos hacer? —pregunté.
—No necesitarán el cañón. El 15 puede destruir la mayoría de la flota por su cuenta. —El rostro de Pitt brilló por última vez con esprit de corps—. Lenk logró introducir sus naves en la bahía cuando nuestros vapores estaban en alta mar. Beys regresó en cuanto lo supo, y Lenk ordenó que sus barcos abandonaran el puerto. Pero Beys los acorraló contra la ensenada que hay al norte de la península; ya puedes dar las naves por hundidas.
—Beys nunca se rendirá —repetí.
El silencio cayó sobre la multitud. Los que seguían a Lenk sabían que eso era verdad, y los soldados de Beys y Brion estaban asimilando las implicaciones.
—¿Ser Brion ha hecho esto? —preguntaron algunas voces entre los uniformes grises—. ¿Envenenó la silva?
Sacudían la cabeza, murmuraban con amargura.
Pitt reaccionó, tomando una decisión.
—Hace dos años hubo una rebelión. Temíamos que hubieran profanado el ecos. Se lo advertimos, a él y a Caída Chung, pero entonces Brion nos trajo comida. Teníamos hambre.
La muchedumbre digirió esta información en silencio. Examiné los rostros, tratando de descubrir hacia dónde se encauzarían la unanimidad y la pasión. Una palabra errada o una frase irritante podían estropearlo todo. Matarían a los soldados brionistas a golpes. La batalla se reanudaría, y yo no conseguiría nada. Pensé en sufrimientos comunes y miedos profundos.
—No hay más comida —dije.
—¡Unios a nosotros! —gritó el hombre vendado.
La muchedumbre alzó los brazos, juntando las manos. No pude creer lo que veía. La multitud se había unido y estaba preparada para crecer.
Pitt me informó de que sólo podíamos aproximarnos al cañón por el camino de tierra. La niebla del norte de la península se estaba levantando y se veían algunos retazos de mar y algunas naves. Era casi mediodía.
Estudié la situación atentamente. Si dejábamos el cañón fuera de combate, el vapor de Beys aún podía causar considerables daños a la flota de Lenk. Con cuatro naves hundidas en el puerto, las cuales se habían llevado por delante el 43, quedaban diez buques en grave peligro.
La situación también era clara para Pitt. Estaba sentado en una roca al borde del camino, cerca de un destacamento que protegía la carretera. Los miembros del destacamento ya habían hablado con él y reconocían su autoridad.
Me senté junto a Pitt. Kristof Ab Seija, el hombre vendado, estaba detrás de nosotros.
—Puedo seguir hablando con ellos —dijo Pitt—, pero no sé de qué servirá. Es un contingente especial que sólo recibe órdenes directas de Beys. Después de los vapores, ese cañón es el orgullo del general.
—No tenemos mucho tiempo —dije.
El cañón escupió llamas y humo desde la ladera. El obús voló sobre el agua con un ruido chirriante. Segundos después, a varios kilómetros, oímos una explosión.
—Tiene un alcance de siete kilómetros —dijo Pitt—. Tal vez más.
—Tendremos que matarlos —dijo Seija.
Pitt se cubrió la cara con las manos y se frotó los ojos.
—No es fácil —dijo.
—¿Matarlos? —preguntó Seija.
—Ser un traidor —replicó Pitt, mirándome, implorándome que lo inspirase de algún modo. Yo me había puesto en esta posición. Ahora no podía defraudarlo.
Escuché atentamente los mensajes conflictivos que oía en mi interior, tratando de hallar esa arrogancia que había conocido antes.
Sentí otro cosquilleo en el vello de la nuca. «Interés». Una palabra que describía tantas cosas y explicaba tan pocas. Oí más voces procedentes del llano que había entre las colinas, la mayoría femeninas.
El hombre barbudo, Hamsun, corría a nuestro encuentro. El destacamento que estaba camino arriba preparó las armas, intuyendo que estaba a punto de suceder algo.
—Mujeres —dijo Hamsun, sin aliento—. De Naderville. Ancianas que regresan ahora que han cesado los combates.
En una ciudad tan pequeña como Naderville, todos se conocían. Habían compartido penurias y pesares. Traté de imaginar la profundidad de esas relaciones sociales, la influencia que debían poseer algunas personas. Beys podía ser una auténtica aberración que contara con poco respaldo; la insensible calma del hombre de la chalana también podía ser entumecida aquiescencia.
Y ahora las mujeres estaban allí, tal vez también la madre o la esposa de ese hombre. Por un instante me sentí perdido en aquel nuevo sentimiento de simpatía. El enérgico odio que sentía antes me dejó un vacío confuso.
—Ser Pitt —dije—, ¿puedes explicarles la situación a las mujeres, traer a algunas aquí?
—¿Quieres que ellas suban a la colina delante de nosotros?
—Madres, hermanas, esposas.
Pitt se puso de pie.
—Trataré de explicárselo —dijo—. Conozco a algunos de los artilleros. Conozco a sus familias.
Yanosh trata de asimilar esto.
—Conque te convertiste en general. Aprendiste a movilizar a las masas.
Son palabras irónicas, un poco escépticas.
—Pitt y yo caminamos con las mujeres. Colina arriba. Los soldados no podían disparar contra sus propias mujeres.
—Les explicaste qué pasaba con la comida —dice Yanosh.
—Era algo más que la comida. Era el agotamiento sumado a más de treinta y siete años de frustración, recriminaciones y desdicha. Y ahora a la profanación de algo sagrado.
—Eso es lo que más me cuesta entender —dice Yanosh—. ¿Cómo es posible adorar un ecos? ¿No formaba parte de su desdicha?
—No —digo, sin saber cómo explicarlo. Yanosh nunca verá los ecoi tal como eran. Nadie los verá de nuevo.
Las mujeres sortearon a los guardias y subieron hacia el cañón. Las tropas de Lenk se quedaron abajo. No eran necesarias.
Los artilleros no eran los guerreros devotos que Beys habría deseado. Sucumbieron rápidamente a las súplicas de sus madres y esposas, y pidieron instrucciones por radio al 15. Beys no podía explicar el flujo a sus soldados, ni por qué debían continuar respaldando a Brion cuando sus alimentos se estaban pudriendo.
El cañón no volvió a disparar. Beys había perdido a sus adeptos, y se estaban difundiendo rumores desfavorables sobre Brion.