Lázaro (34 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Lázaro
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«hoy no me he sentido orgulloso de mí mismo. He comprendido, y Drexel ha visto que he vuelto a mi antigua táctica del juego del poder. Había un ingrediente de temor en mi actitud frente a Clemens. Él procedió mal. Yo me sentí amenazado y vulnerable. Mis golpes han sido duros y brutales, pues sabía que quizá no tuviese fuerza para sostener un combate prolongado. Lamento la herida que le infligí menos que mi propia incapacidad para comportarme con moderación y caridad cristianas. Parece que no me he recobrado, ni mucho menos. No estoy preparado, ni nada parecido, para afrontar el peso total del cargo.

»—Por otra parte, todavía aliento la firme convicción de que he encontrado el punto de partida de la reforma. Estoy tratando con un organismo de la Iglesia cuyos métodos y funciones han sido tema de disputa y descontento durante mucho tiempo. Me propongo reorganizarlo. Si lo consigo, habré hecho lo que Salviati hizo por mí: evitar un bloqueo que impedía el movimiento del flujo vital de la Iglesia.

»No atacaré a nadie. No ocultaré ni deformaré una doctrina esencial de la fe. No provocaré confusión aparentando que modifico los decretos de pontífices anteriores… o incluso mis propias medidas rigurosas. Creo que puedo iniciar el proceso de descentralización de un modo que el propio Drexel no ha previsto.

»¿Grandes esperanzas? Sí, y debo cuidarme de ellas. De todos modos, la lógica tiene sentido. Una vez modificadas las reglas, cuando sea imposible enviar denuncias secretas contra un hombre o una obra, cuando un acusado tenga el derecho de conocer al detalle los cargos contra él, y el nombre del acusador, una vez que goce del derecho a asignar un defensor competente y a mantener un debate franco sobre el tema, y conserve el ejercicio libre de sus funciones hasta que se resuelva la cuestión, el cuadro entero cambia, y comenzará a cambiar en otros sectores.

»Se eliminarán las trampas medievales incluidas en los procedimientos jurídicos. En los casos relacionados con el matrimonio, el antiguo principio de favorecer el vínculo en desmedro de la persona es fundamentalmente injusto; aunque debo confesar que en otro tiempo yo adopté un criterio diferente. En las cuestiones que más tarde o más temprano se convertirán en temas urgentes en el seno de la Iglesia —el casamiento del clero, el sacerdocio de las mujeres, el desarrollo de la doctrina— será posible mantener por lo menos una discusión franca entre eruditos competentes y autoridades competentes, y organizar un foro abierto incluso en los dicasterios de la Iglesia.

»Creo que a eso estoy llegando: regreso al camino abierto por el Vaticano II y por el hombre que lo convocó, Juan XXIII. Como él, preveo oposición —incluso conspiración— contra el grandioso plan. Cabe presumir también que quizá yo mismo sea mi peor enemigo. Incluso así, necesito avanzar. Pero esta noche no, y ni siquiera mañana…»

La velada de Matt Neylan en Il Mandolino fue una experiencia agradable. El ambiente estaba formado por una vieja casa del siglo XVI, con puntales abovedados que procedían de la época romana. Los muros estaban adornados con instrumentos musicales antiguos: el salón donde se hacía música albergaba a lo sumo treinta personas, cómodamente instaladas en sillones, reservados provistos de almohadones y banquetas. El trío tenía talento, y su música era una hora relajada de recorrido sonoro por los vericuetos de la península italiana.

Omar Asnan era un compañero agradable. Un hombre discreto y de buen humor. Comentó con giros vivaces los peligros, las acechanzas y las comedias del comercio de Oriente Medio. Explicó a Matt Neylan el fenómeno del resurgimiento islámico y los conflictos entre los sunnitas y los chiítas. Le interesó la narración de Matt Neylan relacionada con el abandono de su fe y sugirió, con adecuado respeto, que tal vez un día podía interesarle iniciar un estudio del Islam.

Por su parte, Neylan le propuso una visita al Vaticano por intermedio de uno de sus amigos, Peter Tabni, asesor de la Comisión de Relaciones Religiosas con el Islam. Omar Asnan pareció sorprendido de que existiera una organización semejante. Con mucho gusto aceptaría la invitación cuando fuera formulada concretamente.

Mientras volvía a su casa en la limusina de Asnan, Neylan experimentó una sensación de bienestar, porque había asistido a uno de los ritos menores de la civilización en una ciudad que estaba cobrando perfiles cada vez más bárbaros. Escribió algunas palabras en su cuaderno para recordar que debía llamar a Peter Tabni, dejó a un lado la tarjeta de Omar Asnan y se preparó para dormir. Por lo menos esa noche no tendría que preocuparse ante la posibilidad de haber pescado algo más que un resfriado. A lo cual añadió, y fue el último pensamiento consciente, que en realidad había estado perdiendo mucho tiempo y mucho dinero en ciertos lugares muy frivolos.

La principal anotación que monseñor Malachy O’Rahilly leyó en el diario del Pontífice fue su cita con Tove Lundberg, Britte y el cardenal Drexel. Y eso le dio pie para mencionar su cena con Matt Neylan. La reacción del Papa fue cordial e interesada.

—Malachy, me alegro de que mantenga su relación con él. El Cardenal Agostini habló de Matt Neylan en términos muy elogiosos, a pesar de su deserción.

—Es inteligente, Santidad… y generoso. Anoche le pedí un gran favor.

—Estuvimos hablando de Tove Lundberg y las amenazas que pesan sobre ella. Él la conoce. Los presentaron en la casa de un periodista amigo. Sea como fuere, parece que Neylan tiene una pequeña finca en Irlanda. Le pregunté si aceptaría recibir allí a las Lundberg, en el caso de que ellas aceptaran ir. Me pareció que era por lo menos una alternativa viable al ofrecimiento de Su Santidad. Contestó que de buena gana las recibiría.

—Malachy, usted se mostró muy considerado… y Neylan sumamente generoso. Informaré a Tove Lundberg. Si la propuesta le interesa, puede hablar del asunto directamente con Neylan. Bien, Malachy, usted y yo tenemos que hablar.

—¿Santidad?

—Por favor, siéntese. Malachy, ¿desde cuándo está conmigo?

—Llevo seis años, Santidad; tres años como secretario menor y los tres últimos como secretario privado principal.

—Me ha servido usted bien.

—Lo he intentado, Santidad.

—Y yo nunca he sido un jefe fácil… Sé, porque usted me lo dijo cierta vez, que prefiere verse en la necesidad de luchar un poco… Sin embargo, creo que ha llegado el momento de que ambos realicemos un cambio.

—Santidad, ¿no se siente satisfecho con mi trabajo?

—Malachy, su trabajo es excelente. Y es un placer tenerle cerca de mí. Usted posee un magnífico sentido del humor. Pero tiene dos defectos, que lamentablemente ahora han llegado a ser visibles para algunos altos miembros de la Curia. Habla demasiado y posee escasa resistencia para el alcohol. Cualquiera de las dos cosas es un impedimento. Unidas, son un grave peligro… para mí y para usted.

Malachy O’Rahilly sintió un dedo pequeño y frío que le rozaba las fibras del corazón. Permaneció sentado en silencio, mirándose el dorso de las manos grandes. Finalmente, con más calma de la que él mismo se habría creído capaz, dijo:

—Entiendo, Santidad. Lamento que se haya visto en la incómoda situación de decirlo. ¿Cuándo desea que me retire?

—Cuando hayamos vuelto al Vaticano y usted haya tenido tiempo de instruir a su sucesor.

—¿Y quién será?

—Monseñor Gerard Hopgood.

—Es un buen hombre, y un excelente lingüista. Está a la altura de la tarea. Puedo traspasar el cargo una semana después de nuestro regreso.

—Desearía encontrarle un cargo adecuado.

—Con todo respeto, Santidad, prefiero que no lo haga.

—¿Tiene algo en mente?

—Sí, Santidad. Quiero que se me suspenda de todas mis obligaciones durante tres meses. Iré a un lugar que conozco en Inglaterra, para desintoxicarme. Después, deseo comprobar si soy apto para el sacerdocio, y si es una vida que puedo soportar desde aquí a la eternidad. Es una decisión difícil. Después de tantos años, y de todo lo que costó en tiempo, dinero y esfuerzo para convertirme en secretario papal. Pero de una cosa estoy seguro; ¡no deseo terminar como un sacerdote alcohólico con manchas de sopa en la sotana, atendido únicamente por las monjas ancianas de un convento!

—Malachy, ignoraba que usted pensara así. ¿Por qué no me lo dijo antes? Después de todo, soy su pastor.

—¡No, Santidad, no lo es! Y con todo respeto, no debe creer que lo es. Usted es el sucesor del Príncipe de los Apóstoles. Yo soy el esbirro del príncipe. Usted es el Pastor Supremo, pero no ve las ovejas, ¡sólo ve una ancha alfombra de lomos lanudos que se extiende hasta el horizonte! La culpa no es suya. Es el modo en que esta institución se ha desarrollado a lo largo de siglos. Hablamos de los rusos o los chinos… ¡somos la granja colectiva más gigantesca del mundo! Y hasta que usted se puso enfermo y desarmaron todos los engranajes de su cuerpo, eso era lo que usted pensaba y así es como gobernaba. De ahí el estado terrible en que se encuentra… ¡Lo siento! No tengo derecho de expresarme así. ¡Pero está en juego mi vida, y la salvación de mi alma!

—No le censuro, Malachy. Dios sabe que tengo mis propias culpas, y que son muchas. Pero por favor, confíe en mí si puede. ¿Puedo hacer algo para ayudarle?

—Sí, hay una cosa.

—Dígala.

—Si al final de mi desintoxicación, una experiencia que preveo no será agradable, descubro que no puedo continuar haciendo esta vida, quiero que usted me permita salir; usted, personalmente, porque tiene el poder necesario para eso. No deseo verme asediado por consejeros autoritarios, ni someterme a la máquina picadora de carne de los tribunales. Si llego al final de esto con la conciencia tranquila, deseo una salida limpia. ¿Su Santidad me la ofrecerá?

—¿Por qué lo pide ahora?

—Su Santidad conoce la razón.

—Malachy, quiero oírla de sus labios.

—Porque esta vez, deseo elegir como un hombre libre.

Por primera vez el Pontífice se mostró desconcertado. No había previsto una respuesta tan tajante. Volvió a preguntar:

—¿Quiere decir que cuando ingresó en el sacerdocio no eligió libremente?

—Ésa es la pregunta fundamental, ¿verdad? Para contestarla ahora voy al desierto. Pero en vista de mis orígenes en la Santa Irlanda, y de todas las presiones y todos los condicionamientos de mi educación desde el día en que las monjas por primera vez se hicieron cargo de mí, cuando tenía cuatro años, no tengo la más mínima certeza. Sé que no es el tipo de declaración que interesará mucho al tribunal, pero es la verdad; así como es la verdad en el caso de una serie de matrimonios que se convierten en verdaderos infiernos terrenales porque eran defectuosos desde el primer momento. Pero, ¿qué hacemos? ¡Les echamos encima a los abogados, en lugar de prodigarles la compasión de Cristo que se supone debemos dispensar! No sé muy bien si algo de todo esto tiene sentido para usted. Abrigo la esperanza de que la respuesta sea afirmativa, porque estoy herido. Usted acaba de hacer lo que esta condenada burocracia siempre hace. Me ha despedido sobre la base de una denuncia anónima. Creo que merecía algo más que eso.

Al principio, el Pontífice León se desconcertó ante la energía del ataque, y después se sintió abrumado por la vergüenza y la culpa. Había hecho precisamente eso: condenar a un servidor fiel con los argumentos aportados por la maledicencia. Y al recordar su propia niñez, al recordar cuan tempranamente y con cuánta rigidez se había formado su propia disposición mental, comprendió que O’Rahilly tenía razón. Buscó a tientas las palabras que expresaran sus confusas emociones.

—Malachy, entiendo lo que me dice. He afrontado mal este asunto. Ojalá pueda usted perdonarme. Rezaré todos los días, pidiendo que pueda usted vivir en paz en su vocación. Si no es así, le liberaré mediante un decreto personal. Una cosa he podido aprender, y la aprendí venciendo mil dificultades: no debe haber esclavos en la Ciudad de Dios.

—Gracias, Santidad. ¿Algo más?

—No, Malachy, puede retirarse.

Fue un momento melancólico, y evocó los recuerdos de Lorenzo de Rosa, la deserción de Matt Neylan y, más allá de estas imágenes locales, otras más amplias y lejanas, es decir, los seminarios vacíos, los conventos sin aspirantes, las iglesias con sacerdotes ancianos y congregaciones envejecidas, los hombres y las mujeres que mostraban ardor y buena voluntad pero se veían frustrados por el clericalismo, y formaban pequeñas células autoprotectoras en el seno de una comunidad en la cual ya no confiaban, porque estaba gobernada por el decreto y no por la fe.

Su estado de ánimo no se vio reanimado tampoco por la visita de Tove Ludberg y Britte. El retrato le gustó mucho. La jovencita se sintió complacida porque él estaba complacido, pero la comunicación con ella era difícil, y el Papa se alegró cuando Drexel salió con Britte para mostrarle los lugares hermosos del castillo. La propia Tove se esforzaba por convertir sus problemas en un episodio de humor negro.

—Excepto por el hecho de que me persiguen algunos múllalos enloquecidos, debería ser la mujer más feliz del mundo. Un hombre desea casarse conmigo, otro quiere llevarme a una finca de Irlanda. El nonno Drexel desea enviarme a estudiar a Estados Unidos. Su Santidad me ofrece dinero. Mi hija cree que ya está preparada para vivir fuera del hogar. Y yo me pregunto por qué no soy feliz.

—En realidad, está muy enfadada, ¿verdad?

—Sí, así es.

—¿Por qué?

—Porque todos me proponen sus propios planes. Al parecer, nadie piensa en los míos.

—¿Le parece que eso es justo? Todos estamos muy preocupados por usted y por Britte.

—Lo sé, Santidad. Y lo agradezco. Pero mi vida es mía. Britte es mi hija. Debo decidir qué es lo mejor para ambas. En este momento tiran de mí de un lado a otro como una muñeca de trapo. No puedo soportarlo más. De veras, no puedo.

De pronto se echó a llorar y el Pontífice León se acercó; le acarició los cabellos, reconfortándola como ella le había reconfortado, con expresiones tranquilizadoras.

—¡Vamos, vamos! ¡La situación no es tan grave como usted cree! Pero no debe alejar a la gente que le ama. Es lo que usted me dijo al principio mismo de nuestra relación. Yo confié en usted. ¿No puede usted confiar enmí, aunque sea un poco? ¿Por qué no piensa en esa casa de Irlanda, incluso como si se tratara de pasar unas vacaciones?

A través de las lágrimas ella esboza una sonrisa breve e insegura, y mientras se secaba los ojos contestó:

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