Su resentimiento se acentuaba todavía más porque sabía que estaba comenzando a influir en su trabajo. En la sala de operaciones continuaba siendo el técnico frío, concentrado totalmente en el paciente; cuando recorría las salas y realizaba las inspecciones «de guante blanco», se le veía nervioso e impaciente.
Tove Lundberg estaba tan preocupada que decidió abordar el asunto durante la cena.
—Sergio, no puedes continuar así. Estás haciendo precisamente lo que dices a tus pacientes que no deben hacer, te excitas y vives de tu adrenalina. Estás molestando al personal, formado por personas que lo darían todo por ti. Tienes que detenerte un momento.
—¿Y puedes decirme, te lo ruego, cómo lo hago? —Invita a James Morrison, dile que venga de Londres. Llegará como una bala. Ordena al joven Gallico que le acompañe. Le vendrá bien la experiencia que pueda adquirir con otro hombre. De todos modos, la administración funciona bastante bien, y yo siempre puedo vigilar las cosas en tu nombre. Sé cómo funciona la clínica.
—¿No saldrías conmigo de vacaciones?
—No. —Habló con acento decidido—. Creo que necesitas salir solo, sentirte absolutamente libre. En este momento yo soy parte de la carga que soportas, precisamente porque estoy amenazada y tú crees que debes protegerme. Bien, estoy protegida, tanto como jamás llegaré a estarlo. Si eso facilitara las cosas, podría alejarme y trabajar el día entero en la colonia mientras estés ausente… También tengo que resolver mis propios problemas.
—¡Escucha, amor mío! —Salviati demostró un arrepentimiento instantáneo—. Sé que es difícil convivir conmigo en situaciones como ésta…
—No se trata de ti. Hablo de Britte. Ahora es una joven. Tengo que descubrir qué clase de vida puedo crearle, para ella y con ella. Sabes que la colonia no es la respuesta definitiva. Le ha facilitado un comienzo maravilloso, pero es un grupo pequeño y elitista. Cuando Drexel fallezca, ¿quién lo impulsará y lo mantendrá unido? La propiedad está hipotecada en beneficio de la Iglesia. Sin duda, podríamos llegar a un acuerdo con ellos; pero se necesita mucho más: un plan, fondos de desarrollo, la formación de nuevos maestros.
—¿Es lo que tú misma estás haciendo?
—No. Ahí está el asunto. Estoy pensando en algo mucho más sencillo… un hogar para Britte y para mí, una carrera para ella. Será algo limitado, pero Britte es buena pintora.
—¿Y tú?
—Todavía no lo sé. Por el momento, estoy viviendo al día.
—Pero me avisas de que habrá un cambio.
—Es necesario. Lo sabes. Ninguno de los dos es un ser completamente libre.
—En ese caso, ¿por qué no hacemos lo que propuse antes, casarnos, unir fuerzas, constituir una familia para Britte?
—Porque de ese modo yo te negaría la oportunidad de crear tu propia familia.
—Imagina que yo lo acepto.
—Entonces un día, seguro como la salida del sol, me odiarías por eso. Mira, amor mío, aún somos amigos, aún nos apoyamos mutuamente. Continuemos haciendo lo mismo. Pero seamos sinceros. Ya no tenemos el control de las cosas. Tuviste al hombre más destacado del mundo como paciente de tu clínica. Fue un triunfo. Todos lo aceptaron. Ahora vamos y venimos con una guardia armada y pistolas bajo los asientos… Britte es una adolescente. Ya no es posible manejarla como si fuese una niña. Y tú, amor mío, has gastado una parte tan considerable de tu persona que ahora te preguntas qué te queda… ¡Necesitamos realizar un cambio!
En todo caso, Salviati no estaba dispuesto a reconocer la necesidad de modificar la situación. Era como si con la aceptación del proceso evolutivo él temiese provocar un terremoto. La serenidad y el placer ya no estaban al alcance de ninguno de los dos. El grato sabor de la relación afectiva que los unía se había esfumado, y parecía que sólo quedaba el amargo regusto de las ilusiones perdidas.
Trató de hablar del asunto con Drexel, que pese a toda su madura sabiduría tenía sus propios caprichos y sus rarezas. Él no deseaba perder a su pequeña familia. Tampoco contemplaba separarse de la propiedad de la villa mientras viviese. De buena gana cooperaría con Tove para ampliar y organizar la colonia, pero ella debía consagrarse totalmente al asunto… Todo lo cual implicaba otra serie de obstáculos en perjuicio de lo que antes había sido una comunicación franca y afectuosa. Entonces ella advirtió que, aunque apenas tenía conciencia del asunto, el propio Drexel afrontaba otro conjunto de problemas. Ahora, que se había retirado totalmente, se sentía solo. La vida rural que él tanto había ansiado no bastaba, ni mucho menos, para satisfacer su mente activa y su secreto anhelo de los excitantes aspectos del juego del poder, el mismo que había practicado a lo largo de toda su vida. Ése era el sentido de la transparente y sencilla estrategia que propuso a Tove Lundberg.
—Britte ha terminado el retrato de Su Santidad. ¿Por qué no arreglo las cosas de modo que ella se lo entregue? No dudo de que él se sentirá complacido de recibirnos en Castel Gandolfo. Como se vio después, esa táctica era innecesaria. A la mañana siguiente, Drexel recibió una llamada telefónica para convocarle a una entrevista con el Pontífice antes del mediodía.
—¡Lea esto! —Él Pontífice descargó la palma de la mano sobre las páginas del
Osservatore Romano
abiertas sobre su escritorio—. ¡Léalo atentamente!
El artículo estaba titulado «Carta abierta a los firmantes de la Declaración de Tubinga», y era un ataque demoledor, en los términos más formales, al contenido del documento y lo que el autor denominaba «las actitudes arrogantes y presuntuosas de clérigos a quienes se han confiado las más elevadas obligaciones de la educación cristiana». Concluía con esta declaración tajante: «El lujo de la discusión académica no puede debilitar la lealtad que todos los católicos deben al sucesor de Pedro y oscurecer las claras líneas del mensaje redentor de Cristo». Llevaba la firma de Rodrigo Barbo.
La primera pregunta de Drexel fue la más obvia.
—¿Quién es Rodrigo Barbo?
—Lo he preguntado. Recibí la respuesta, que es textualmente: «Un laico. Uno de nuestros colaboradores regulares y más respetados».
—Cabe decir —observó amablemente Drexel— que domina muy bien la línea oficial.
—¿Eso es todo?
—Si Su Santidad desea que haga conjeturas…
—Lo deseo.
—En ese caso percibo, o creo percibir, la delicada mano gótica de Karl Clemens en este asunto.
—Yo también. Como sabe, hablé con él en la clínica. Le dije que debía existir un período de enfriamiento antes de que nos comunicáramos con los firmantes de la Declaración de Tubinga, o de que se adoptaran medidas contra ellos. Discrepó. Yo me impuse. Creo que eligió este método para obviar mi orden directa.
—Santidad, ¿puede demostrarlo?
—No es necesario que lo demuestre. Le formularé directamente la pregunta. En su presencia. Ya está esperando para verme.
—¿Y qué espera Su Santidad que haga yo?
—Lo que el buen sentido y la equidad le ordene hacer. Defiéndale, si cree que lo merece. No deseo que mi juicio en este asunto se vea oscurecido por la cólera… y esta mañana he sentido una cólera muy intensa.
Oprimió el botón de un llamador depositado sobre el escritorio. Pocos instantes más tarde, monseñor O’Rahilly anunció a Su Eminencia, el Cardenal Karl Emil Clemens. Se intercambiaron los saludos de costumbre. El Pontífice formuló una breve explicación.
Antón está aquí respondiendo a mi petición.
—Como agrade a Su Santidad. –Clemens se mostraba firme como una roca.
Supongo que usted ha visto este articulo del
Osservatore Romano
, firmado por Rodrigo Barbo.
—Sí, lo he leído.
—¿Tiene algún comentario al respecto?
—Sí. Concuerda con otros editoriales publicados en órganos católicos del mundo entero: en Londres, Nueva York, Sidney, etcétera.
—¿Coincide con el contenido?
—Su Santidad sabe que coincido.
—¿Intervino en su redacción?
—Es evidente, Santidad, que no intervine. Está firmado por Rodrigo Barbo, y seguramente fue encargado por el director mismo del periódico.
¿Influyó directa o indirectamente, por sugerencia o comentario, sobre el encargo o la publicación?
—Sí, influí. Dado que Su Santidad no aceptaba que hubiese cierta acción oficial en este momento, me pareció que no era inoportuno iniciar la discusión pública de los fieles, lo cual en todo caso era la actitud de los autores del documento original. En resumen, creí que también debía escucharse la otra campana. Asimismo, creí que debía prepararse la atmósfera para la actitud que más tarde adoptase la Congregación.
—¿Y procedió así a pesar de nuestra conversación en la clínica, y de mi instrucción muy clara sobre el asunto?
—Sí.
—¿Cómo explica eso?
—Las discusiones fueron demasiado breves para abarcar toda la gama de asuntos. La instrucción tenía carácter limitado. La cumplí al pie de la letra, no hubo acción ni reacción oficial.
—¿El
Osservatore Romano
no es un órgano oficial?
—No, Santidad. A veces es el vehículo de la publicación de anuncios oficiales. Sus opiniones no nos obligan.
El Pontífice guardó silencio largo rato. Su extraña cara de ave de presa, adelgazada ahora por la enfermedad y la dieta, mostraba una expresión tensa y sombría. Se volvió hacia Anton Drexel.
—¿Su Eminencia desea hacer algún comentario?
—Sólo esto, Santidad. Mi colega Karl se ha mostrado muy franco. Ha adoptado una posición que, aunque no sea grata para Su Santidad, es comprensible, dado el sesgo de su mente y su preocupación por el mantenimiento de la autoridad tradicional. Creo también que Su Santidad debe atribuirle la mejor intención, en cuanto trató de ahorrarle momentos de tensión y ansiedad.
Era un salvavidas, y Clemens lo aferró con la misma avidez que un hombre que está ahogándose.
—Gracias, Anton. Me hubiera visto en dificultades para defenderme con tanta elocuencia. Pero, Santidad, deseo destacar otra cuestión. Usted me puso en este cargo. Me ordenó claramente que examinase con rigor —y la palabra es suya— a las personas o las situaciones que fuesen peligrosas para la pureza de la fe. Citó las palabras de su distinguido predecesor Pablo VI: "El mejor modo de proteger la fe es promover la doctrina." Si juzga que mi actuación es insatisfactoria, de buena gana le presentaré mi renuncia al cargo.
—Eminencia, tendremos en cuenta el ofrecimiento. Entretanto, absténgase de impulsar de nuevo la publicación de artículos en la prensa —sagrada o profana— y de interpretar ampliamente nuestras instrucciones, de acuerdo con su espíritu, y no estrechamente de acuerdo con la letra. ¿Nos entendemos?
—Sí, Santidad.
—Puede retirarse. —Accionó el llamador para convocar .a Malachy O'Rahilly.— Anton, espere un momento. Tenemos que hablar de otros asuntos.
Tan pronto como Clemens salió de la habitación, la actitud del Pontífice cambió. Los músculos tensos de su cara se, aflojaron. Dobló lentamente el periódico y lo dejó a un lado. Después, se volvió hacia Drexel y formuló la pregunta directa.
¿Usted cree que me he mostrado demasiado duro con él?
Drexel se encogió de hombros.
—Conocía el riesgo. Lo aceptó…
—Puedo perdonarle. No puedo confiar de nuevo en él.
—Eso debe decidirlo Su Santidad.
Una sonrisa lenta asomó a los ojos del Pontífice. Preguntó:
—Antón, ¿qué se siente siendo nada más que un campesino?
—Es menos interesante de lo que yo había previsto.
—¿Y los niños?
—También ahí afronto problemas que no había previsto. —Relató sus conversaciones con Tove Lundberg, y el interrogante que se cernía sobre ella y los restantes padres: ¿qué futuro podría ofrecerse a esos niños brillantes pero terriblemente impedidos?—. Confieso que no encuentro la respuesta, y me temo que en este país tampoco estamos en condiciones de hallarla. Quizá debamos volver la mirada hacia los países extranjeros, en busca de modelos y soluciones…
—Entonces, Antón, ¿por qué no lo hacen? ¿Por qué no lo propone a Tove Lundberg? Yo estaría dispuesto a aportar algunos fondos de mis recursos personales… Pero ahora, pasemos a otros asuntos. Usted está retirado, y continuará en esa condición. Sin embargo conservará la condición de miembro, por así decirlo
in petto
privado y fuera del alcance de las miradas, de la familia pontificia… Hoy es el comienzo del cambio. Clemens cometió una tontería, y estoy muy irritado con él. Pero cuanto más pienso en ello, más claramente percibo que nos ha hecho un gran favor a todos. Ha puesto en mis manos exactamente lo que necesito: los instrumentos del cambio, la palanca y el punto de apoyo para poner a la Iglesia de nuevo en movimiento. Anoche pasé largas horas despierto, meditando el problema. Me levanté temprano esta mañana para rezar la misa del Espíritu Santo y solicitar su guía. Estoy seguro de que adopté la decisión apropiada.
—Su Santidad me permitirá que me reserve el juicio hasta que sepa cuál es.
—Razonemos juntos. —Abandonó su sillón y comenzó a pasearse por la habitación mientras hablaba. Drexel comprobó asombrado cuánto había adelgazado y con cuánta energía se movía en una etapa tan temprana de su convalecencia. Habló con voz fuerte y clara y, lo que era mejor, su exposición se desarrolló sin vacilaciones—. Clemens se marcha. Es indispensable. Su argumento fue casuístico, y me parece inaceptable. Desafió a la autoridad de un modo más directo que los firmantes de Tubinga, que se han quejado públicamente del presunto abuso de la misma… Por lo tanto, ahora necesitamos un nuevo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe…
—¿Tiene en mente a alguien?
—Todavía no. Pero usted y yo sabemos que esa Congregación es el instrumento más importante y poderoso de la Iglesia. Todos nos sometemos a sus exigencias, porque su propósito es defender lo que es la base de la existencia de la Iglesia, la pureza de la enseñanza que Cristo nos impartió y nos legó desde los tiempos apostólicos… Clemens creyó que yo también me sometería, porque aún no me he recobrado totalmente, y no me atrevería a alienar la herencia de la antigua fe. Pero se equivocó, como se ha equivocado la Congregación, que cometió graves errores a lo largo de los siglos. Voy a reformarla, de la raíz a la cola. Me propongo abrogar los hechos sombríos de su historia, las tiranías de la Inquisición, el secreto y las desigualdades de sus procedimientos. Es y siempre ha sido un instrumento de la represión. Voy a convertirla en un instrumento de testimonio, que posibilitará que todos juzguen no sólo nuestra doctrina, sino nuestra calidad como comunidad cristiana.