Lázaro (14 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Lázaro
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—¿Qué harás para ganarte la vida?

—Oh, eso es fácil. Mi madre falleció el año pasado. Me dejó una pequeña propiedad en el condado de Cork. Y la semana pasada, aprovechando mi experiencia de la diplomacia vaticana, firmé un contrato por dos libros con un editor neoyorquino, y ganaré más de lo que nunca había soñado. De modo que no tendré preocupaciones económicas, y gozaré de la oportunidad de vivir mi vida.

—¿Y no tendrás tampoco problemas de conciencia?

—El único problema que afronto, Malachy, y es demasiado temprano para saber cómo lo resolveré, es el modo de arreglármelas para vivir sin el credo y el código.

—Comprobarás que es más difícil de lo que crees.

—Ya es difícil. —Matt Neylan sonrió a su amigo—. ¡Ahora mismo es difícil! ¡Entre tú y yo! Tú perteneces a la Comunión de los Santos, yo estoy fuera. Tú crees. Yo soy un miscredente, un infiel. Parecemos lo mismo, porque vestimos el uniforme de oficiales en la Barca de Pedro. Pero tú continúas usando los servicios del piloto. Yo he abandonado y manejo mi propia nave; y eso representa una actitud solitaria y peligrosa en aguas turbulentas.

—¿Dónde te propones vivir después? El Vaticano no querrá que permanezcas en Roma y sus alrededores. Como bien sabes, si lo desean pueden crearte una situación muy incómoda.

—Malachy, todavía no he pensado en ello. Viajaré primero a Irlanda para arreglar el asunto del legado y comprobar que se administra bien la propiedad. Después, recorreré el mundo, para ver qué aspecto ofrece a un sencillo turista de mente abierta. Dondequiera que termine mi recorrido, abrigo la esperanza de que continuaremos siendo amigos. Pero si no es posible, lo comprenderé.

—¡Por supuesto, hombre, seremos amigos! Y para demostrarlo, permitiré que me pagues un brandy generoso; ¡después de esta noticia de verdad lo necesito!

—Me uniré a ti… ¡y si eso te hace más feliz, te conseguiré gratis el informe de De Rosa!

—Muchacho, eres magnífico. ¡Ya cuidaré de que te reconozcan el mérito el Día del Juicio!

Para Sergio Salviati, italiano nativo, judío por linaje y tradición, sionista por convicción, cirujano extraordinario de un pontífice romano, el Día del Juicio ya había llegado. Un personaje que era sagrado para mil millones de habitantes del planeta dependía de su custodia y sus cuidados. Y antes incluso de que él empuñase el bisturí, ese personaje sagrado ya soportaba amenazas, una amenaza tan letal como un infarto o un aneurisma.

Menachem Avriel, embajador israelí ante la República, explicó la situación después de la cena en casa de Salviati.

—…Al final de la tarde nuestro servicio de inteligencia me ha informado que está organizándose un intento de asesinar al Pontífice mientras aún se encuentre en la clínica.

Salviati sopesó un momento la información y después se encogió de hombros.

—Supongo que ésa es siempre una posibilidad. ¿Qué validez tiene la información?

—Absoluta, comunicada por un hombre del Mossad que trabaja clandestinamente en un grupo iraní, La Espada del Islam. Dice que ofrecen un contrato… un adelanto de cincuenta mil dólares, y otro tanto una vez completado el trabajo. Aún no sabe quiénes lo han aceptado.

—¿Los italianos y el Vaticano están enterados?

—Ambos han sido informados a las seis de la tarde.

—¿Qué han contestado?

—Gracias… y adoptaremos las medidas apropiadas.

—Es mejor que lo hagan. —Salviati habló con voz dura—. El asunto ya no está en mis manos. Comencé a prepararme con el equipo a las seis de la mañana. No puedo ocuparme de otra cosa.

—Nuestra opinión más ponderada, es decir, la opinión más ponderada del Mossad, es que habrá acción durante el período de convalecencia, y que el intento se realizará desde dentro manipulando las drogas, la medicación o los sistemas de mantenimiento vital.

—Tengo casi cien personas en la clínica. Entre todos hablan de ocho a diez idiomas. No puedo garantizar que uno de ellos no sea un agente infiltrado. Maldita sea, ¡conozco por lo menos a tres que son agentes introducidos por el Mossad!

Menachem Avriel se echó a reír.

—¡Ahora puede alegrarse de que los hayamos introducido allí! Por lo menos conocen la rutina, y pueden dirigir a la gente que enviaremos mañana.

—¿Y quiénes serán, si puedo saberlo?

—¡Oh! ¿No estaba enterado? La
Agenzia Diplomatica
ha recibido esta tarde la petición de dos enfermeras suplementarias, dos técnicos electricistas y dos enfermeros. Se presentarán a trabajar a las seis de la mañana. Issachar Rubin estará a cargo de la operación. Usted no tendrá que preocuparse por nada (y el Mossad pagará la cuenta). Puede concentrar los esfuerzos en su distinguido paciente. A propósito, ¿cuál es el pronóstico?

—Bueno. En realidad, muy bueno. Ese hombre tiene un cuerpo obeso y mal ejercitado, pero en su infancia y adolescencia vivió y trabajó en el campo. También tiene una voluntad de hierro. Y ahora eso le ayuda.

—Me gustaría saber si también nos ayudará.

—¿Para qué?

—Para lograr que el Vaticano reconozca el Estado de Israel.

—¡Usted bromea! —De pronto Salviati se mostró tenso e irritado—. ¡Esa ha sido una aspiración absurda desde el primer momento! ¡Es imposible que apoyen a Israel contra el mundo árabe! No importa lo que digan oficialmente, de acuerdo con la tradición somos los asesinos de Cristo, los que recibieron la maldición de Dios. No tenemos derecho a una patria, porque expulsamos al Mesías, y después fuimos expulsados. Créame, nada ha cambiado. Nos fue mejor bajo el Imperio Romano que bajo los Papas. Ellos fueron los que nos aplicaron la estrella amarilla, siglos antes de Hitler. Durante la guerra, enterraron a seis millones en el Gran Silencio. Si Israel se viese desmembrado otra vez, ellos asistirían al episodio, e intentarían convalidar los títulos de propiedad de sus Santos Lugares.

—Y sin embargo usted, mi estimado Sergio, se propone dar un nuevo plazo de vida a este hombre. ¿Por qué? ¿Por qué no le ha remitido a los cuidados de su propia gente?

—¡Amigo mío, bien sabe por qué! Quiero que me deba algo. Quiero que me deba la vida. Cada vez que mire a un judío quiero que recuerde que debe su supervivencia a un miembro de esa raza, y su salvación a otro. —De pronto cobró conciencia de su propia vehemencia, sonrió y abrió las manos en un gesto de resignación—. Menachem, amigo mío, lo siento. Siempre estoy nervioso la noche que precede a una operación importante.

—¿Tiene que pasarla solo?

—No, si puedo evitarlo. Más tarde llegará Tove Lundberg. Pasará aquí la noche, y por la mañana me llevará en coche a la clínica. Es buena conmigo… ¡lo mejor que hay en mi vida!

—Y bien, ¿cuándo se casará con ella?

—Lo haría mañana mismo, si me lo permitiese.

—¿Cuál es su problema?

—Los hijos. No quiere tenerlos. Abriga la seguridad de que no puede tenerlos. Dice que es injusto pedir a un hombre que soporte eso, incluso si él lo acepta.

—¡Es una mujer sensata! —De pronto, el embajador adoptó una actitud reflexiva—. Tiene suerte de conseguir una mujer buena en condiciones tan favorables. Pero si está pensando en la posibilidad del matrimonio y la creación de una familia…

—¡Lo sé! ¡Lo sé! Su esposa Leah me encontrará a una joven judía bonita e inteligente, y la embajada nos enviará a pasar la luna de miel a Israel. ¡Olvídelo!…

—Modificaré el calendario, pero no lo olvidaré. ¿Dónde está Tove ahora?

—Atendiendo a James Morrison, el cirujano visitante.

—Pregunta: ¿está enterada de la existencia de la
Agenzia Diplomatica
y de sus restantes conexiones?

—Está enterada de que simpatizo con Israel. Sabe que la gente que usted me envía tiene que ser atendida. Por lo demás, no hace preguntas y yo no ofrezco explicaciones.

—¡Bien! Como usted sabe, la
Agenzia
es muy importante para nosotros. Es una de las mejores ideas que he tenido en mi vida…

Menachem Avriel decía la verdad. Mucho antes de ocupar su primer cargo diplomático, cuando aún era agente del Mossad, había concebido la idea de una cadena de agencias de colocación, cada una en una capital diplomática, oficinas que podían ofrecer personal eventual —cocineros, camareros, doncellas, niñeras, enfermeras y conductores— a diplomáticos destacados en el lugar y a las familias de empresarios que trabajaban en países extranjeros. Se seleccionaba a todos los candidatos, se les contrataba y se les pagaba la tarifa más elevada que fuese posible. Se cumplían meticulosamente las normas laborales de cada país. Se pagaban los impuestos. Los registros eran exactos. La clientela se ampliaba por recomendación. Agentes israelíes, masculinos y femeninos, se infiltraban en las listas de trabajadores, y así el Mossad tenía ojos y oídos en todas las reuniones diplomáticas y los agasajos de carácter empresarial. Sergio Salviati mantenía en su nómina lugares reservados al personal eventual de la
Agenzia
, y si llegaba a tener cierta aprensión acerca del papel doble que estaba jugando, la disipaba apelando a una avalancha de recuerdos dolorosos de la historia de su pueblo: los decretos de los papas medievales que habían anticipado las leyes hitlerianas de Núremberg en 1935, las infamias de la existencia en los guetos, el Sabbath Negro de 1943, la masacre de las Cavernas Ardeatinas.

Había momentos en que advertía la posibilidad de que le arrastrasen las fuerzas que procedían del centro de sí mismo, la monomanía que le convertía en un gran cirujano y un reformador de la medicina, la fiera adhesión de todos los latinos a su
paese
, su lugar natal, la presión de diez mil años de tradición tribal, la nostalgia de las salmodias que habían llegado a ser la voz de su propio corazón secreto: «Si te olvido, oh Jerusalén, que mi mano derecha olvide su saber».

—Me marcho —dijo Menachem Avriel—. Usted necesita acostarse temprano. Gracias por la cena.

—Gracias por la advertencia.

—No se obsesione con eso.

—No me preocuparé demasiado. Trabajo con la vida en mis manos y la muerte mirando por encima del hombro. No puedo permitirme distracciones.

—Hubo un tiempo —dijo secamente Menachem Avriel— en que se prohibía a los judíos prestar asistencia médica a un cristiano… y un médico cristiano tenía que convertir al judío antes de tratarle.

Y entonces, por primera vez, Sergio Salviati reveló la tortura que estaba desgarrándole.

—Hemos aprendido bien, ¿verdad, Menachem? Israel ha alcanzado la mayoría de edad. Ahora tenemos nuestros propios guetos, nuestra propia inquisición, nuestras propias brutalidades, ¡y nuestras propias y particulares víctimas propiciatorias, los palestinos! Eso es lo peor que los goyim nos hicieron. ¡Nos han enseñado el camino de nuestra propia corrupción!

En su apartamento, al lado opuesto del patio, Tove Lundberg estaba explicando la personalidad de Salviati al colega inglés.

—Es como un caleidoscopio que cambia de un instante al siguiente. Es una personalidad tan multifacética que parece contener a veinte hombres, y uno se pregunta cómo puede lidiar con tantos aspectos distintos… o incluso cómo resuelve su propia diversidad. Y de pronto, se muestra claro y simple como el agua. Así le verá mañana en la sala de operaciones. Ejercerá un dominio absoluto de sí mismo. No dirá una palabra innecesaria, ni hará un gesto redundante. He oído decir a las enfermeras que nunca han visto a un cirujano que dispensara tanta consideración al tejido humano. Lo manipula como si fuese gasa.

—Lo respeta. —James Morrison saboreó el último sorbo de vino—. Ése es el rasgo característico de un gran sanador. Y es una actitud que se manifiesta claramente… ¿Y cómo se muestra frente a otras cosas?

—Siempre considerado. Muy gentil la mayor parte del tiempo. Pero guarda en sí mismo muchos sentimientos de cólera que yo desearía ver disipados. Hasta que vine a Italia nunca entendí cuan profundo es el prejuicio contra los judíos, incluso contra los que han nacido aquí y provienen de un linaje antiguo en el país. Sergio me dijo cierta vez que decidió muy pronto que el mejor modo de resolver el problema era estudiando las raíces y las causas. Puede hablar horas enteras sobre el tema. Cita pasajes de los doctores de la Iglesia, de las encíclicas y decretos papales, de documentos de archivo. Es una historia triste y lamentable, sobre todo cuando uno piensa que el gueto de Roma no fue abolido y el pueblo judío no adquirió derechos por decreto real hasta 1870.

—A pesar de las palabras tranquilizadoras y de las rectificaciones verbales no del todo entusiastas, el Vaticano nunca repudió su actitud antisemita. Jamás reconoció el derecho y el título del pueblo judío a una patria tradicional… Esas cosas no turban a Sergio. También le ayudan, porque le impulsan a alcanzar un nivel de excelencia, a convertirse en una suerte de portaestandarte de su pueblo… Pero la otra faceta de su personalidad es el hombre renacentista, que lo ve todo, que desesperadamente intenta comprenderlo y perdonarlo todo.

—Usted le ama mucho, ¿verdad?

—Sí.

—¿Entonces…?

—Entonces, a veces creo que le amo demasiado para mi propio bien. Pero de una cosa estoy segura: el matrimonio sería un error en su caso y en el mío.

—¿Porque él es judío y usted no?

—No. Se trata de que… —vaciló largamente buscando las palabras, como si examinara cada una de ellas para determinar el peso que debía asignarles—. Se trata de que yo he llegado a ocupar mi propio lugar. Sé quién soy, dónde estoy, lo que necesito, lo que puedo tener. Sergio continúa trasladándose, continúa buscando, porque llegará mucho más lejos y alcanzará una altura mucho mayor que la que yo puedo siquiera soñar. Llegará el momento en que él necesite de otra persona. Yo seré una especie de equipaje superfluo… Quiero que ese momento sea absolutamente simple, para él y para mí.

—Me pregunto… —James Morrison se sirvió otra copa de vino—. Me pregunto si usted sabe realmente todo lo que significa para él.

—Lo sé, créame. Pero lo que yo puedo dar tiene límites. He consagrado tanto amor y tantos cuidados a Britte, y necesitaré consagrarle tanto más, que no queda nada para otro niño. No lo he lamentado en absoluto; pero mi capital está agotado… Estoy casi al final de mi capacidad de engendrar, de modo que esa parte especial de mi pasión por un hombre ya no existe. Soy buena amante, y Sergio necesita eso porque, como usted bien sabe, James, los cirujanos pasan gran parte de su vida pensando en los cuerpos de otros y a veces olvidan el que tienen junto a ellos en la cama. Y para colmo, soy danesa. El matrimonio de estilo italiano o de estilo judío no me sienta bien. ¿Eso responde a su pregunta?

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