El Papa León XIV, conservador y autoritario, ha aplastado con mano de hierro todos los conflictos surgidos hasta ahora en su Iglesia. Pero hoy corre peligro de muerte: lo espera una delicada operación de corazón y un misterioso grupo terrorista –autodenominado La Espada del Islam –amenaza su vida. Lázaro desmuestra una vez más la profética visión de West acerca de la política y la religión contemporáneas.
Morris West
Lázaro
Tetralogía del Vaticano - 3
ePUB v1.0
Lecram / OZN15.03.12
Título de la edición original: Lazarus
Traducción del inglés: Aníbal Leal - Revisión de la traducción: Víctor Lorenzo
Diseño: Norbert Denkel Ilustración: Darryl Zudeck
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Licencia editorial para Círculo de Lectores
por cortesía de Javier Vergara Editor, S.A.
Para Joy, con amor,
el mejor vino del estío.
«Siempre me he preguntado algo sobre Lázaro. Había franqueado las puertas de la muerte. Había visto lo que había al otro lado. ¿Deseaba regresar a la vida?… ¿Agradeció a Jesús que le trajera de nuevo?… ¿Qué clase de hombre fue después? ¿Qué pensó el mundo de él? ¿Qué pensó él del mundo?»
León XIV Pont. Max.
Conversaciones
Lazarus aegrotus
«Había un enfermo, Lázaro, de Betania… Fue, pues, Jesús y se encontró con que llevaba ya cuatro días en el sepulcro.»
1
Juan, XI, I, 17
Era un hombre alto y duro. La nariz grande y curva, el mentón saliente, y los oscuros ojos de obsidiana le conferían el aspecto de un águila vieja, imperiosa y hostil. Sin embargo, cuando tuvo que afrontar la evidencia de su propia mortalidad, de pronto se sintió pequeño y ridículo.
El médico, un cuarto de siglo más joven, de pie junto al escritorio, trazó un boceto sobre una hoja de papel con membrete y explicó el asunto con palabras ásperas.
—Éstas son las dos arterias del lado izquierdo de su corazón. Están casi obstruidas por placas, que de hecho son residuos de su propio torrente sanguíneo. Se depositan sobre las paredes de las arterias, como los sedimentos en una cañería. El angiograma que realizamos ayer muestra que conserva usted alrededor del cinco por ciento del flujo sanguíneo normal sobre el lado izquierdo. Ésa es la causa de los dolores en el pecho, el jadeo, la somnolencia y la fatiga que ha sentido últimamente. Después, sucederá lo siguiente… —Dibujó un glóbulo oscuro con una flecha que indicaba la dirección de su movimiento—. Un pequeño coágulo de sangre se desplaza por la arteria, se aloja aquí, en la sección más estrecha. La arteria queda bloqueada. Usted sufre el clásico ataque cardíaco. Y muere.
—¿Y el riesgo de que suceda eso…?
—No es un riesgo. Es un hecho inevitable. Puede suceder un día cualquiera. Una noche cualquiera. Incluso ahora, mientras charlamos. —Rió brevemente, sin alegría—. Para los peregrinos de la plaza de San Pedro, usted es León XIV, vicario de Cristo, el Supremo Pontífice. Para mí, usted es una bomba de relojería. Cuanto antes pueda desactivarla, tanto mejor.
—¿Está seguro de que puede?
—En el plano meramente clínico, sí. Instalamos un doble
by—pass
, reemplazamos las arterias obstruidas con una vena extraída de su pierna. Es un simple trabajo de fontanería; el índice de éxitos supera el noventa por ciento.
—¿Y cuánta vida consigo de ese modo?
—Cinco años. Diez. Quizá más. Depende de su propia conducta después de la operación.
—¿Y qué significa exactamente eso?
Su Santidad era un hombre de notorio mal carácter. El médico se mantuvo sereno y cordial.
—Significa que ha estado usted maltratando su cuerpo varios años. Le sobran por lo menos quince kilos. Come como un campesino. Padece gota. El ácido úrico en la sangre alcanza un nivel anormal, pero usted continúa bebiendo vino tinto y consumiendo especias y alimentos con elevado contenido de purina. El único ejercicio que realiza consiste en pasearse arriba y abajo leyendo el breviario. Pasa el resto del tiempo frente a este escritorio, o practicando prolongados ritos envueltos en nubes de incienso, o llevado de allí para allá en coches y aviones… A menos que realice cambios drásticos en su estilo de vida, toda mi habilidad será inútil. El
Osservatore Romano
dirá que murió en olor de santidad. De hecho, morirá por abusar de su cuerpo.
—¡Doctor, es usted un impertinente!
—Estoy diciéndole una verdad necesaria. Si no me escucha le sacarán de aquí en una caja.
Se manifestó una súbita cólera en los ojos entornados. Parecía un ave de presa preparada para atacar. Después, con la misma rapidez con que se había manifestado, la cólera se extinguió. Los ojos se apagaron, la voz adoptó un acento fatigado y quejoso.
—Usted dijo hace un momento «En un plano meramente clínico es un sencillo trabajo de fontanería…» ¿Eso sugiere ciertas reservas?
—No, no se trata de reservas. Se trata de advertencias, de consejos al paciente.
—¿Tendría la bondad de explicármelo?
—Muy bien. Primero, el factor de riesgo. He dicho que era de un diez por ciento. Lo repito. ¿Carácter del riesgo? Un colapso súbito, un ataque, una infección pencardial. Es como conducir un coche o subir a un avión. Uno lo acepta y lo olvida. Imagino que en su caso usted deja el desenlace en manos de Dios.
—No del todo. —La sombra de una sonrisa curvó las comisuras de la boca severa—. Debo impartir ciertas instrucciones. La primera, que si sobreviene un colapso, usted completa el procedimiento y me deja morir. La segunda, que si sufro daño cerebral, no seré sometido a un sistema de prolongación de la vida. Ni usted ni yo estamos obligados a prolongar oficiosamente una vida vegetativa. Recibirá usted esta instrucción por escrito, con mi firma y sello. ¿Qué más?
—Las secuelas… las consecuencias, a corto y a largo plazo, de los procedimientos quirúrgicos. Es muy importante que usted las comprenda, que reflexione acerca de ellas, que las comente libremente. No debe y sería imposible exagerar este aspecto, tratar de afrontarlas mediante la represión, convirtiéndolas en una especie de experiencia mística y expiatoria: la noche oscura del alma, los estigmas del espíritu… —Se encogió de hombros y ofreció a su interlocutor una sonrisa inocente—. No sé por qué, pero no creo que sea usted la clase de hombre que haga eso. En cambio, puede sentirse tentado a soportar la situación en un silencio orgulloso y digno. Sería un grave error.
La respuesta del anciano fue áspera.
—Todavía no me ha dicho qué puedo esperar.
—No me refiero al dolor. Éste es un factor controlable. Estará sumido en la inconsciencia por lo menos cuarenta y ocho horas, y bajo la influencia de potentes anestésicos. Continuaremos suministrándole opiáceos y analgésicos hasta que las incomodidades se ajusten a límites tolerables. Sin embargo, sufrirá otra cosa: un trauma psíquico, un cambio de personalidad cuya magnitud aún no admite una explicación integral. Su emotividad será frágil: se sentirá tan inclinado a las lágrimas como a la cólera. Sufrirá depresiones súbitas, sombrías y a veces con ideas suicidas. En determinado momento será un individuo tan dependiente como un niño, un niño que busca que le reconforten después de una pesadilla. A continuación, estará irritado y frustrado por su propia impotencia. Es posible que su memoria de los hechos inmediatos sea defectuosa. Su tolerancia frente a la tensión emocional disminuirá mucho. Los consejeros que trabajarán con usted le recomendarán firmemente que no adopte decisiones importantes, de carácter emocional, intelectual o administrativo, por lo menos durante tres meses… La mayoría de esas secuelas desaparecerán. Algunas persistirán, atenuadas pero siempre presentes en su vida psíquica. Cuanto mejores sean sus condiciones físicas, menor será su debilidad emocional. De modo que, una vez pasado el primer período de convalecencia, será sometido a una dieta rígida, con el propósito de que pierda quince o veinte kilos. Se le exigirá que practique ejercicios diarios, de acuerdo con un plan. Y si no hace nada de todo esto su impedimento físico se prolongará y su condición física se deteriorará rápidamente. En resumen, todo lo que hagamos será al mismo tiempo doloroso e inútil. Lamento ahondar tanto en este asunto, pero es absolutamente necesario que lo comprenda. Créame. No exagero.
—Le creo. Sería un tonto si adoptase otra actitud.
Pareció que el anciano de pronto se retraía sobre sí mismo. Se le opacaron los ojos, y se mostraron inexpresivos, como si se hubiera extendido sobre ellos una membrana. El médico esperó en silencio, hasta que su interlocutor comenzó a hablar otra vez.
—Por supuesto, se trata del interrogante definitivo: a saber, si reuniré las condiciones necesarias para retomar las obligaciones de mi cargo.
—Es cierto. Y no será usted el único que lo pregunte. Sus colegas del Sacro Colegio tendrán acceso a la misma información clínica que acabo de suministrarle.
Por primera vez, la boca severa esbozó una sonrisa de auténtico humor. Los ojos apagados se encendieron y el Vicario de Cristo expresó una herejía personal.
—Amigo mío, a Dios le divierte gastar bromas pesadas. Siempre lo he sabido.
El médico esperó la explicación correspondiente. No llegó. En cambio, el Pontífice preguntó:
—¿Cuánto puedo esperar antes de someterme a la operación?
—No puede esperar. Quiero que venga a mi clínica antes del mediodía de mañana.
—¿Por qué su clínica? ¿Por qué no Gemelli o Salvator Mundi?
—Porque yo trabajo únicamente con mi propio equipo en condiciones que puedo garantizar. Controlo el postoperatorio y los procedimientos aplicados durante la convalecencia. Su médico le dirá que soy el mejor en Italia. Pero tan pronto se someta usted a mis cuidados, comenzarán a regir mis normas. Usted hará lo que se le ordene, o yo me lavo las manos.
—Antes de aceptar un convenio así, desearía contar con otra opinión.
—Ya tiene una segunda opinión, y la tercera. Morrison de Londres, Haefliger de Nueva York. Ambos han examinado imágenes computadorizadas de las radiografías. Coinciden con mi diagnóstico y los procedimientos quirúrgicos. Morrison vendrá de Londres para ayudar en la operación.
—¿Y quién, si me permite la pregunta, autorizó esa gestión?
El médico se encogió de hombros y sonrió.
—El decano del Colegio de Cardenales. Sus colegas los obispos consideraron que necesitaban una póliza de seguro.
—¡No lo dudo! —El Pontífice emitió una risa breve, casi un ladrido—. Algunos se sentirían muy complacidos de verme muerto; ¡pero no quieren correr el riesgo de ver morir a otro pontífice en circunstancias sospechosas!
—Lo cual me lleva a mi último consejo. Ojalá pudiese convertirlo en una orden, pero eso no está a mi alcance… No pase su convalecencia en el Vaticano y tampoco en Castel Gandolfo. Viva por lo menos un mes como una persona normal. Alójese con amigos o familiares; comuniqúese únicamente con sus ejecutivos más próximos a Roma. Ya llega el verano. No se sentirá mucho su ausencia… créame. Los fieles solamente necesitan saber que usted está vivo y que continúa ocupando el cargo. Una breve aparición y dos comunicados permitirán obtener ese resultado.