—…¡Pero créame, ahora que el viejo tiene esta actitud, parece un cementerio! No quiere leer cartas. Tengo que atender personalmente toda la correspondencia. Se muestra bastante obsesivo sobre lo que come y los ejercicios que practica, y a mí mismo me gustaría adelgazar como él. Pero está muy callado. Cuando llegan sus vistantes, se limita a las formalidades: «Gracias, y cómo está su padre», y esa clase de cosas. No está turbado, sólo distante y distraído. A veces me recuerda a Humpty Dumpty, cuando trata de armar de nuevo los pedazos de su cuerpo. Excepto que ya no es un hombre adiposo, y los sastres pontificios trabajan día y noche para vestirle antes de que regrese al Vaticano… Observo que lee mucho más que antes, y también reza mucho más, lo que no todos ven, pero yo lo percibo porque parece que vive en otro mundo, si entienden lo que quiero decir. Es como si se hubiese refugiado en un retiro, en una soledad que él mismo se ha impuesto…
»¿Qué lee? Bien, es interesante. Está leyendo precisamente a los mismos autores que tuvieron problemas con la Doctrina de la Fe: los holandeses, los suizos, los norteamericanos. En un momento de audacia —o tal vez de excesivo hastío— hice un comentario al respecto. Me dirigió una mirada muy extraña. Dijo: ”Malachy, cuando era joven, solía mirar a los pilotos de prueba que atravesaban el valle del Po y salían al mar. Pensaba que sería maravilloso arriesgarse de ese modo para descubrir algo nuevo, sobre una máquina o uno mismo. Y cuando mi vida se adaptó a su propio esquema, olvidé ese sentimiento de maravilla. Ahora que mi vida ha llegado a ser menos importante, de nuevo experimento esa sensación… Hubo tiempos en que quemábamos a los hombres como Giordano Bruno, que especulaban acerca de los mundos plurales y la posibilidad de que los hombres viajaran entre ellos. Por supuesto, ya no quemamos a nuestros teorizadores. Pero si son clérigos los silenciamos, los apartamos de sus cátedras, les prohibimos que opinen públicamente acerca de temas polémicos. Y hacemos todo eso en nombre de la santa obediencia. ¿Qué le parece eso, Malachy?”.
»La pregunta me desconcertó durante un momento. No quise meter el pie en una trampa, de modo que dije algo así como: “Bien, Santidad, imagino que hay cierto principio de esclarecimiento progresivo”. A lo que él respondió: “Malachy, usted no es tan tonto como quiere aparentar, ni mucho menos. No juegue conmigo. ¡No dispongo de tiempo para esas cosas!”. No necesito aclarar que procuré retirarme a toda prisa; pero él insistió en profundizar la discusión. Es difícil saber qué piensa realmente. Me encantaría echar una ojeada a su diario. Lo escribe todas las noches, antes de acostarse. Pero el resto del tiempo lo gurda en su caja personal…
«Cuando era un joven obispo, me pidieron que bendijera un barco nuevo, que sería botado en La Spezia. Allí estaban todos: los constructores, los propietarios, los marinos y sus familias. La tensión era extraordinaria. Pedí a uno de los ejecutivos del
cantiere
que me explicase el asunto. Dijo: «Cuando separen los retenes y el barco se deslice por la rampa, todas nuestras vidas irán con él. Si hemos calculado mal y naufraga, podemos darnos por muertos… De modo que, Excellenza, ofrézcanos su mejor bendición…». Ahora mi vida es como lo que sucedió aquella vez. Me han retirado todos los sostenes temporales: Drexel, Salviati, Tove Lundberg, el personal de la clínica. Estoy lanzado. Estoy a flote. Pero soy un casco sin aparejos, sin tripulación, flotando en el agua…
«El sentido de aislamiento pesa sobre mí como una lámina de cobre. Castel Gandolfo, Ciudad del Vaticano, son mi imperio y mi cárcel. Fuera, actúo sólo con la autorización de terceros. No estoy confinado por las fronteras, sino por la identidad que me asignaron, la de Obispo de Roma, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Vicario de Cristo… y así, cada título es un nuevo obstáculo que se alza entre yo y la comunidad humana. Y hay también otro confinamiento, el síndrome de Lázaro. No soy, ni puedo volver a ser jamás igual a otros hombres. Nunca hasta ahora comprendí —¿cómo podía haberlo hecho?— el trauma de la joven que ya no puede engendrar a causa de una intervención quirúrgica… la cólera y la desesperación del soldado mutilado en un campo de minas. Han llegado a ser lo que yo soy ahora: irrevocablemente
otros
…
»Puedo compartir esos pensamientos sólo con los que han vivido esas experiencias; pero estas personas no me parecen accesibles… No me veo recorriendo las salas del hospital y los calabozos, palmeando manos y mascullando lugares comunes. Tampoco me veo encerrado con Clemens como hacía antes, olfateando herejías, imponiendo silencio y obediencia a este académico o al otro para poner a prueba su fe. Eso representa una tortura más terrible que el potro y el hierro al rojo vivo. No puedo soportarlo…
»Y ahora llego al verdadero problema. Clemens está donde está porque yo le puse allí. Y le puse allí por lo que es, por lo que yo era. ¿Y qué le digo ahora? ¿Que todo ha cambiado porque he visto una gran luz? Me rechazará… porque no carece de coraje. Dirá: «Ésa es la más antigua de las herejías. Usted no tiene el derecho de imponer su gnosis privada al Pueblo de Dios». Y seré vulnerable al argumento, porque incluso ahora no puedo explicar el cambio que ha sobrevenido en mí…
»Y eso, querido Dios, representa la más extraña de todas las ironías. Obtuve el derrocamiento de Jean Marie Barette porque afirmó que poseía una revelación íntima de las cosas últimas. No puedo avanzar o retroceder mientras no me convenza de que a mi vez no estoy atrapado en el viejo orgullo del conocimiento íntimo. Contra esta clase de mal no hay otro remedio que la plegaria y el ayuno. ¡Y estoy ayunando! ¡Dios sabe cómo ayuno! ¿Por qué la oración rehúsa brotar de mis labios? Por favor, Dios mío, no me impongas la prueba de la oscuridad. ¡No creo que sea capaz de soportarla!
»He despertado esta mañana con el mismo temor que se cernía sobre mí. Aquí no hay nadie a quien pueda comunicarlo, como hice con Tove Lundberg, de modo que debo afrontar solo la prueba. Retorné a esa primera maravillosa carta de Pablo a los corintios, donde habla ante todo de los cargos y las funciones en la comunidad:
“… Dios nos ha dado diferentes lugares en la Iglesia; primero los apóstoles, después los profetas, y en tercer lugar los maestros; y así asignó poderes milagrosos, el don de la curación, las obras de la piedad, la administración de las cosas…». Y más abajo habla del mejor modo, el que trasciende a todos los demás: «Aunque hablo con las lenguas de los hombres y los ángeles, y no tengo caridad, soy como el bronce resonante y el címbalo tintineante…”.
»Esto es lo que debo recordar todos los días cuando, después de las vacaciones estivales, inicie mis diálogos personales con la Iglesia. No debo ser el hombre que la desgarra con la disputa. Debo curar las dolorosas heridas que la afligen».
Para Nicol Peters el final del verano se había convertido en una rutina somnolienta. El asunto de Miriam Latif estaba muerto. La Espada del Islam ya no era titular de primera plana. El Papa había regresado a la seguridad de su residencia. El señor Omar Asnan vivía la vida agradable de un comerciante próspero. El embajador israelí estaba de vacaciones, y Aharon Ben Shaúl, el hombre del Mossad, había regresado a su grisácea catacumba y ya no estaba al alcance de la mano. De este modo la vida seguía su propio curso. Se aprendía a acompañar el ritmo de los hechos y los vacíos. Se mantenían actualizados los archivos y se abrigaba la esperanza de estar alerta cuando sonara el primer disparo.
Katrina estaba atareada en la boutique. Los visitantes estivales poblaban las calles, y la caja registradora ejecutaba agradables melodías todos los días. Los romanos tenían un proverbio: sólo los
cani
y los
Americani
—los perros y los norteamericanos— podían tolerar el verano en la ciudad. Sin embargo, podía hacerse con cierto aire. Se trabajaba por la mañana. Al mediodía se nadaba y se almorzaba en el club de natación, donde también se conocía gente interesante. Se trabajaba de nuevo de las cinco a las ocho, y después se completaba el día con amigos, en una taberna en la que se era bastante conocido y por lo tanto la factura era más o menos honesta.
La amistad del matrimonio con Sergio Salviati y Tove Lundberg maduraba lentamente. La distancia era un problema. Había casi una hora en coche de Castelli a la ciudad, y se tardaba aún más en el momento de mayor tráfico. La sombra de la amenaza terrorista seguía proyectándose sobre ellos. Iban a la clínica y volvían a sus casas a diferentes horas en un Mercedes conducido por un ex miembro de la policía vial, un hombre adiestrado para desprenderse de los posibles perseguidores.
Los sábados, Tove trabajaba con los demás padres en la colonia. Reservaba los domigos para Salviati, que se mostraba más activo que nunca en la clínica y dependía cada vez más de los breves ratos de tranquilidad que pasaban juntos. Katrina fue quien hizo el sagaz comentario:
—Me pregunto cuánto tiempo podrán mantenerse así, tan laboriosos y equilibrados. Es como observar al trapecista en el circo… Se sabe que si alguno de los dos calcula mal, ambos mueren. No sé por qué, pero me parece que ella está mejor que su amigo, a pesar de que es la persona amenazada.
Matt Neylan se había convertido en un aspecto más o menos permanente de la vida del matrimonio. Su relación con la dama de los misterios había seguido un curso breve y agradable, y terminado con una conmovedora despedida en el aeropuerto, después de la cual Neylan regresó en coche a Roma para almorzar con su editora neoyorquina y después llevarla a Porto Ercole, donde debía celebrar una conferencia editorial el fin de semana.
Todo era normal, claro y divertido, y el libro —un estudio popular de la diplomacia vaticana y las personalidades activas en ella— comenzaba a apoderarse de Neylan. Sin embargo, empezaba a advertir cada vez más claramente que no toda la atención que se le prestaba era imputable a su inteligencia o a su buena apariencia.
El correo le traía un flujo regular de invitaciones; a funciones en embajadas, a seminarios, a exposiciones artísticas patrocinadas por éste o aquél comité cultural, a proyecciones de películas oscuras, a asambleas por las víctimas de diferentes guerras y hambres permanentes. Todo eso era un antídoto útil contra el hastío, siempre que uno no estuviese infectado —como Matt Neylan sabía que era su caso— con el cinismo gigantesco del ex creyente. Una vez que se había renunciado al Todopoderoso y a todos sus profetas, era difícil consagrar la fidelidad a los mezquinos propagandistas del circuito de los cócteles, o a los reclutadores de las contaminadas redes de inteligencia que pululaban por la ciudad.
Así, mientras aprovechaba a fondo la comida y los licores gratis y la compañía, Matt Neylan consagraba la mitad de sus días a la pesada tarea de escribir el libro, y la otra mitad a la apasionada persecución de las mujeres. Como sabía bien cinco idiomas y más o menos otros tres, tenía una amplia gama de posibilidades. Lo extraño del caso era que más tarde o más temprano se sentía obligado a presentarlas a Katrina Peters con el fin de que ella las aprobase. Todo esto le parecía seductor a Katrina. Nicol no lo consideraba divertido.
—No te engañes, querida. Matt es ingenuo, pero no estúpido. Para él eres la gallina madre. Confía en que dirigirás su educación sentimental.
—Nico, eso me parece bastante halagador.
—Es una advertencia, amiga mía. Matt es un amigo agradable, pero como muchos hombres con su historia, tiende a utilizar a otros. Todos estos años ha vivido una vida de soltero protegido y muy privilegiado. Nunca ha tenido que preocuparse por saber de dónde vendría la comida siguiente. La Iglesia delineó su carrera y él no necesitó luchar; la gente le demostró el respeto que siempre concede al clero, y él no tuvo que ensuciarse las manos para merecerlo. Ahora que ha salido del clero (y, por lo que sabemos, goza de moderados ingresos) está haciendo exactamente lo mismo: consumir sin pagar, y también consume emocionalmente sin pagar… Me aburre un poco observar el juego, y me irrita que te comprometas en eso. Y bien, ¡ya he dicho lo que pienso!
—Y yo te he escuchado cortésmente; por lo tanto, ahora es mi turno. Todo lo que has dicho es cierto, no sólo de Matt, sino de la mitad de los clérigos que conocemos aquí. Parecen profesores de Oxford, habitantes de sus cómodos bunkers, mientras el mundo marcha hacia su ruina. Pero en Matt hay algo que tú no has visto. Es un hombre con un gran agujero negro en el centro de sí mismo. Ya no tiene fe, y nadie le ha enseñado jamás el modo de amar. Se aferra al sexo como si temiese que se agotasen las existencias del mercado; y después, cuando la muchacha vuelve a su casa o él la despacha, cualquiera que sea la situación en el caso concreto, él regresa al agujero negro. De modo que no seas demasiado duro con él. Hay momentos, querido mío, en que podría estrangularte con las manos desnudas; ¡pero detestaría despertar y descubrir que no estás aquí!
Para Matt Neylan había otros problemas, más sutiles que los diagnosticados por sus amigos. El trabajo que había asumido, por el que sus editores le habían pagado un adelanto muy importante, podía planearse fácilmente; pero para completarlo necesitaba una considerable labor de investigación documentada, y la fuente más necesaria era el propio Archivo Vaticano, donde, clasificados en diferentes grados de secreto, se preservaban mil años de registros. Como miembro oficial de la estructura tenía acceso por derecho propio a ese material; como extraño, un hombre que había abandonado recientemente las filas, ni siquiera podía reclamar los privilegios otorgados a los eruditos y los investigadores visitantes.
De modo que, buen conocedor de los vericuetos y las estratagemas de la diplomacia, organizó una serie de alianzas y comunicaciones con empleados de la Secretaría de Estado, miembros laicos del personal del Archivo, y académicos extranjeros que ya estaban acreditados como investigadores en el Archivo y en la propia Biblioteca Vaticana.
En esta empresa recibió la ayuda de un sector inesperado. Después de varios tanteos, el embajador ruso expresó lo que parecía ser una proposición directa:
—Usted es ciudadano de un país neutral. Tiene mucha experiencia en un campo especializado de la diplomacia religiosa y política. Por ahora no está afiliado a una corriente particular. Y continúa sus estudios en el mismo campo. Desearíamos tenerlo, de un modo absolutamente explícito, sobre la base de un contrato escrito, como consejero de nuestra embajada en Roma. La retribución sería generosa. ¿Qué le parece, señor Neylan?