Se interrumpió, sonrojado y excitado; después se sentó y se enjugó la frente con las manos. Drexel le entregó una copa de agua y después preguntó con voz serena:
—Santidad, ¿cómo se propone hacer todo esto?
—Mediante un
Motu Proprio
. Necesito su ayuda para redactarlo.
—Santidad, necesita más que eso. —Drexel emitió una risa breve y desganada—. Hay catorce cardenales y ocho obispos en la Congregación. No puede despedirlos a todos. ¿Y qué hará con Clemens? Todos saben que es su hombre. ¡No puede clavar su cabeza en una pica frente a la Porta Angélica!
—Todo lo contrario. Le acercaré mucho a mí. Le asignaré el cargo que usted ocupó, el de Cardenal Camarlengo, y además le designaré prefecto de mi casa. ¿Qué le parece?
—Muy propio de su estilo —dijo Drexel con seco humor—. Su Santidad está muy recuperado.
—Alégrese de que sea así. —El Pontífice de pronto adoptó una experiencia sombría—. He cambiado, Antón, he cambiado hasta el fondo de mi ser. Estoy decidido a reparar el daño que infligí a la Iglesia. Pero en una cosa no he cambiado. Todavía soy un patán campesino. Un hombre obstinado. No quiero una riña, pero si me obligan a eso, venceré o caeré muerto.
En ese punto Antón Drexel consideró prudente cambiar de tema. Preguntó:
—Antes de que usted regrese al Vaticano, ¿puedo venir a verle con Britte y su madre? Ha terminado su retrato, y es muy bueno…
—¿Por qué no nos reunimos mañana a las once?
—Aquí estaremos. Y otra cosa, Santidad, Tove Lundberg está viviendo un momento difícil. Sería conveniente que usted la alentase a hablar de eso.
—Así lo haremos. Usted puede salir con Britte al jardín; deje a Tove a mi cargo.
Mientras regresaba de Castel Gandolfo a su villa, Drexel repasó mentalmente los hechos de la mañana. El principal y el más dramático era el resurgimiento del antiguo León, el hornbre que sabía cómo funcionaba la enorme máquina y dónde aplicar el dedo para influir sobre los centros nerviosos que la controlaban. Había desechado la incertidumbre. De nuevo había fuego en sus entrañas. Se lanzaría implacable buscando alcanzar la meta que él mismo se había fijado. El grado de acierto de sus criteros era otra cuestión; pero no podía dudarse del sentido de la historia que determinaba su actitud.
Antes del siglo XVI, los asuntos de la Iglesia Universal, incluidas las cuestiones de carácter doctrinal, estaban a cargo de la Cancillería Apostólica. En 1542, Pablo in, Alessandro Farnese, fundó la Sagrada Congregación de la Inquisición. Al principio fue una institución provisional, reemplazada por comisiones seculares bajo Pío IV, Gregorio XIII y Pablo V. Pero la primera entidad estable, con un plan orgánico, fue fundada por Sixto V, que había sido inquisidor en Venecia y que, como Papa, gobernó con severidad draconiana; aplicó la pena de muerte al robo, el incesto, el proxenetismo, el adulterio y la sodomía. Planeó con Felipe II de España el envío de la Armada Invencible contra Inglaterra, y cuando la Armada se hundió, suspendió la ayuda económica a su aliado. Pío X cambió el nombre por el de Santo Oficio, y Pablo VI lo volvió a modificar para denominarlo Doctrina de la Fe.
Pero el carácter esencial de la institución no había variado. Todavía era esencialmente un cuerpo autoritario, represivo, penal, irremediablemente propenso al secreto e injusto a causa de sus procedimientos.
En una institución como la Iglesia Católica Romana, organizada sólidamente de acuerdo con el antiguo modelo imperial, implacablemente centralizada, esta institución inquisitorial no sólo ejercía un poder enorme, sino que era símbolo de todos los escándalos de siglos: la caza de brujas, la persecución a los judíos, la quema de libros y de herejes, las impías alianzas entre la Iglesia y los colonizadores.
En el mundo posconciliar se la identificaba con la reacción, con el intento coordinado de impedir la reforma y los procesos desencadenados por el Concilio. León XIV la había utilizado precisamente con esos fines. Conocía su importancia. Su intento de reformarla era la expresión cabal del cambio sobrevenido en él mismo.
Los medios que se proponía utilizar también eran interesantes. Un
Motu Proprio
era un documento emitido por un Papa por iniciativa propia y con su firma personal. Por consiguiente, en cierto sentido especial era una directriz personal. Le exponía a soportar la resistencia de las Sacras Congregaciones y la alta jerarquía. Pero también ponía en línea de batalla su autoridad pontificia en un asunto en el que él manifestaba sólidas convicciones personales.
Cuando el automóvil entró por el sendero interior de la finca, Drexel llegó a la conclusión de que se avecinaban tiempos tormentosos, pero que Ludovico Gadda tenía razonables posibilidades de sobrevivir.
Matt Neylan se acercaba al término de un día muy satisfactorio: una mañana de trabajo en el libro, el almuerzo, un partido de tenis y un poco de natación, y una cena de reconciliación en Romolo con Malachy O’Rahilly. El secretario papal se mostró elocuente como siempre, pero era obvio que estaba herido por una serie de roces recientes en el servicio del Señor y de su Vicario en la tierra.
—…Todavía me persigue esa reunión acerca del problema de la seguridad, y lo que le sucedió al pobre Lorenzo de Rosa y su familia. Creo que yo estaba trastornado… Hablar así en presencia de todos esos dignatarios. Y tampoco me permiten que lo olvide. Esta misma tarde, cuando me disponía a venir a la ciudad, el Gran Hombre me ha echado un breve sermón… «Malachy», ha dicho, «no tengo quejas personales; pero algunos pajaritos me comunican que lo que yo sé es un tanto escandaloso, y lo que usted sabe es hasta cierto punto verdad. La ruina de los latinos se origina en las mujeres, y los celtas tienden a ahogar su sensualidad y sus penas en alcohol. De modo que tendrá cuidado, ¿verdad? Y me prometerá que nunca aceptará conducir por estas carreteras de montaña después de beber más de una copa»… Como ves, Matt, están persiguiéndome. Una advertencia acerca del futuro, por así decirlo un tiro de prueba. Y es hora de que realice un cambio o me comunique con Alcohólicos Anónimos. ¿Qué me aconsejas?
—He abandonado el club —dijo con voz firme Matt Neylan—. Ahora tú y yo razonamos en planos distintos, pero la antigua norma continúa siendo válida: si no puedes soportar el calor, retírate de la sala de calderas. Y si no puedes tolerar el alcohol, no bebas.
—Matt, ¿eres feliz en tu situación actual?
—Ciertamente, estoy muy contento.
—¿Cuándo volverás a casa?
—De eso no estoy seguro… probablemente a principios del otoño. El administrador atiende bien la finca. Soy feliz trabajando aquí… al menos por el momento.
—Y todavía… bien, ya sabes a qué me refiero… ¿Vives solo?
—No tengo una mujer en casa, si a eso te refieres. Por el momento me arreglo muy bien con el personal interino. ¿Y qué sucede por la Colina del Vaticano?
—En este momento, nada; pero mi instinto me dice que habrá situaciones muy divertidas cuando el Viejo regrese a su residencia. A medida que pasan los días se le ve más fuerte. Ayer vapuleó a Clemens. Ya sabes que Clemens no es moco de pavo. Bien, estuvo dentro sólo cinco minutos, pero salió como un hombre que se dirige al patíbulo. Drexel se retiró… Yo diría que se avecina una auténtica tormenta. Uno formula el deseo de que la cosa explote de una vez. Lo cual me recuerda un asunto. Drexel y el Viejo están muy preocupados por Tove Lundberg y su hija. Ella es la persona que…
—Sé quién es. La he conocido.
—Las fuerzas
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de seguridad afirman que está en una lista de candidatos al secuestro. Realiza todos sus movimientos con escolta. El Viejo les ofreció refugio en el Vaticano, pero rehusaron. Y no las censuro. Sería muy extraño verlas en nuestra metrópoli habitada por célibes. Pero tengo una idea que no he mencionado a nadie… ¿Contemplarías la posibilidad de invitarlas, como huéspedes de pago, a tu casa de Irlanda? ¡Por supuesto, hasta que pase todo esto!
Matt Neylan echó hacia atrás la cabeza y rió hasta que le saltaron las lágrimas.
—Malachy, muchacho, ¡eres transparente como el agua! Casi me parece que estoy escuchando el diálogo… «¡Una idea maravillosa, Santidad! Me llegó en el sueño, como las visiones de José. Hablé con mi amigo Matt Neylan… es un alma buena, aunque él no cree tener alma… y me ofreció casa, comida y refugio para la madre y el niño.»
—Entonces, ¿aceptas? ¿Lo harás?
—El refugio es para ti, ¿verdad, Malachy? Temes que te despachen a Irlanda, al cuidado de tu obispo, y para variar te obligue a desarrollar algunas tareas pastorales. ¡Reconócelo!
—Lo reconozco. No necesitas mostrármelo con tanta claridad.
—Está bien, lo haré. Díselo a Drexel. Díselo a Su Santidad. Si por casualidad vuelvo a encontrarme con esta dama, yo mismo se lo ofreceré.
—¡Eres un príncipe, Matt!
—Soy un infiel errabundo que dispone de más tiempo y más dinero que en toda su vida anterior. Un día me despertaré y… Tú pagas la cuenta, ¿recuerdas?
—¿Cómo podría olvidar una cosa tan sencilla?
Cuando se separó de Malachy O’Rahilly, Matt Neylan cruzó el río, paseó un rato por la Piazza del Popólo y después subió a un taxi para ir al Club Alhambra. Era la hora que más le molestaba en su nueva existencia, la hora del vientre satisfecho y el lecho vacío, y el anhelo de una mujer, de cualquier mujer, que lo compartiese con él. En la Alhambra podía reunirse con todos los restantes varones en una confesión pública de su necesidad, y seleccionar las ofertas con desdeñosa fanfarronería. Por supuesto, había mil soluciones de distinto género. Los diarios vespertinos traían columnas de anuncios de masajistas, manicuras, secretarias—acompañantes; había una docena de clubs parecidos al Alhambra, con las mesas a lo largo de Via Véneto, frente a Doneys y el Café de París. Había probado todo; pero la confesión que esos lugares exigían era demasiado pública, y los encuentros muy propensos a los accidentes o el hastío. En el Alhambra le conocían. Las jóvenes le saludaban con una sonrisa, y rivalizaban por su atención, y Marta le había asegurado con cierta seriedad que tenían que estar sanas, porque la administración insistía en un certificado médico semanal, y la joven que contagiase algo feo a un cliente regular comprobaba que después a ella también le sucedía algo muy feo. Era en el mejor de los casos un seguro bastante endeble; pero le infundía un sentimiento de seguridad y pertenencia, precisamente lo que reclamaban sus emociones de fecha reciente.
Era una noche poco activa. Tuvo tiempo para charlar con Marta, que ocupaba su pequeño cubículo cerca de la entrada. Las muchachas esperaban formando pequeños grupos, dispuestas a avanzar apenas él ocupase una mesa, de modo que Matt decidió encaramarse sobre un taburete del bar y comenzó a charlar con el encargado, un tunecino de espíritu alegre que sabía proteger a un bebedor tranquilo que era al mismo tiempo fuente de propinas generosas.
Neylan estaba por la mitad de su segunda copa cuando un hombre ocupó el taburete contiguo y preguntó:
—¿Puedo unirme a usted? Es imposible afrontar simultáneamente a todas esas mujeres.
—Comprendo lo que siente. Le invito. ¿Qué beberá?
—Café, por favor, y agua mineral. —Se presentó formalmente—. Le he visto con frecuencia, aunque nunca hemos hablado. Soy Omar Asnan.
—Matt Neylan.
—¿Inglés? .
—No. Irlandés.
—Yo vengo de Irán. ¿Vive aquí, en Roma?
—He vivido muchos años, soy escritor.
—Yo soy algo más prosaico. Comerciante, en negocios de importación y exportación. ¿Y qué clase de libros escribe, señor Neylan?
—En este momento estoy trabajando en un estudio de la diplomacia religiosa y política, con referencia especial al Vadeano.
—Señor Neylan, ¿conoce bien el Vaticano?
—Sí, bastante bien. Realizo parte de mi trabajo en el Archivo.
—Qué interesante. Naturalmente, soy musulmán; pero me agradaría muchísimo visitar el Vaticano.
—Hay visitas diarias: a San Pedro, el Museo, los lugares de costumbre. También puedo obtener permiso para visitar la Biblioteca y otros lugares…
—Ciertamente, tengo que pensar en ello. Seguramente usted tiene contactos en esos lugares.
—Sí, algunos…
—Me fascina esta idea de la sociedad totalmente religiosa. Por supuesto, está reviviendo de nuevo en los países islámicos, y sobre todo en mi patria.
—Por mi parte, necesito alejarme de eso, al menos por un tiempo. —Matt Neylan deseaba abandonar el tema con la mayor rapidez posible—. Por eso vengo aquí, me parece una noche aburrida, y es posible que para reanimarla me vea obligado a gastar demasiado. Creo que me marcharé.
—¡No, espere! —Asnan apoyó una mano en la manga de Matt—. Usted está aburrido, y yo también. Podemos remediar fácilmente esa situación. ¿Conoce un lugar llamado Il Mandolino?
—No.
—Es una casa vieja en una plaza minúscula, detrás de la Piazza Navona. La visita mucha gente. Dos muchachos y una joven tocan música toda la noche; canciones populares de distintos lugares de Italia. Usted pide unas copas, se sienta en los sillones o sobre un almohadón, y escucha. Es muy sencillo y muy tranquilo… Por supuesto, si está buscando una mujer no es el lugar más apropiado; pero para descansar al final de una tarde… ¿Quiere probar?
Después de una buena cena y algunos brandys, Matt Neylan se sentía suficientemente relajado para recibir complacido la idea. Ésta le pareció todavía más atractiva cuando Omar Asnan le dijo que su chófer estaba esperando, y que después le llevaría de regreso a su casa. En el camino hacia la salida se detuvo junto al puesto de Marta Kuhn para comprar cigarrillos. Neylan le deseó las buenas noches y consiguió murmurar unas palabras para confirmar el almuerzo del día siguiente.
Cuando los dos hombres se alejaron, ella se dirigió al teléfono público del vestíbulo y llamó al número de contacto de Aliaron Ben Shaúl.
Uno de los aspectos menos agradables de la convalecencia del Pontífice era la irregularidad del sueño. Se acostaba absolutamente fatigado. Tres horas después despertaba completamente y permanecía leyendo una hora, hasta que el sueño le reclamaba durante dos horas más. Salviati le había advertido que el síndrome era usual después de las intervenciones cardíacas, pero también le había recomendado que no apelase a los opiáceos. Era mucho mejor que prescindiera de ellos hasta que se restableciese por sí misma la pauta normal y natural del descanso. Ahora, el Papa tenía un libro y un diario al lado de su cama. Si su mente comenzaba a inquietarse, como le sucedía a menudo, con pensamientos acerca de su papel futuro, trataba de anotar sus ideas, como si el acto mismo de la definición exorcizara el terror latente: