Lázaro (4 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Lázaro
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Ella rió, con una risa franca y complacida, y después se sentó frente a él.

—En primer lugar, sobre el modo de su adaptación a este nuevo ambiente. Segundo, el modo de afrontar las secuelas de la intervención. Cada paciente tiene necesidades particulares. Cada uno origina un conjunto especial de problemas. Cuando aparecen los problemas, mi personal y yo ayudamos.

—Me parece que no entiendo.

—Por ejemplo, un empresario joven enferma del corazón. Se siente aterrorizado. Tiene esposa e hijos pequeños. Afronta deudas, que en circunstancias normales habría pagado fácilmente. ¿Y qué? Se siente amenazado por diferentes razones. Sus finanzas, su vida sexual, su dignidad como esposo y padre, su eficiencia como miembro de la fuerza laboral… En cambio, una viuda entrada en años puede sentirse obsesionada por el miedo de ser una carga para su familia, y terminar en un asilo para ancianos. Lo importante es que cada uno de esos pacientes logre expresar sus temores y compartir los problemas. Ahí es donde comienza mi trabajo.

—¿Y usted cree que yo también puedo tener problemas?

El Pontífice prolongaba su ironía.

—Estoy segura de que los tendrá. Quizá tarden un poco más antes de manifestarse; pero, sí, los tendrá. Bien, ¿podemos comenzar?

—¡Se lo ruego!

—Primer punto. La tarjeta fijada sobre su puerta le identifica sencillamente como el
signor
Ludovico Gadda.

—Confieso que no la he visto.

—Hay motivos para proceder así, e intentaré explicarlos. Después de la operación le llevarán primero a la unidad de cuidados intensivos, donde normalmente pasará unas cuarenta y ocho horas. Después, le instalarán en una habitación de dos camas, con otro paciente cuyo tratamiento le lleva a usted uno o dos días de ventaja. Hemos comprobado que en esa etapa crítica la compañía y la atención mutua son fundamentales. Más tarde, cuando comience a caminar por los corredores, compartirá usted las experiencias de recuperación con hombres y mujeres de diferentes edades y condiciones… Los títulos y las jerarquías honoríficos son un obstáculo para esta comunicación. Por eso los eliminamos. ¿Esa actitud le molesta?

—Por supuesto que no. Procedo de una familia del pueblo. ¡Y no he olvidado por completo ese lenguaje!

—Pregunta siguiente. ¿Quién es su pariente más próximo?

—Tanto la familia de mi padre como la de mi madre están extinguidas. Fui hijo único. De modo que mi familia es adoptiva: la Iglesia y, sobre todo, la Familia Pontifical del Vaticano.

—¿Tiene amigos íntimos… lo que los italianos llaman amigos del corazón?

—¿Puedo preguntarle la razón de esa pregunta?

De pronto él adoptó una actitud retraída y cautelosa. Su visitante se apresuró a tranquilizarle.

—Incluso en el caso de un hombre tan encumbrado como usted, habrá momentos de profundo agobio emocional. Sentirá, como nunca antes, la necesidad de compañía, de consuelo, de estrechar una mano, de oír una voz de confortamiento. Desearía saber a quién debo llamar para pedirle que le acompañe.

Esa sencilla pregunta le demostró la verdadera magnitud de su soledad, y cuánto le había costado elevarse a las alturas de la eminencia. Había pasado los años del seminario sometido a las normas del viejo orden, cuando todo el sentido de la educación tendía a separar al individuo de las relaciones mundanas. La ambición unilateral de su padre había actuado con el mismo propósito. En definitiva, había sido como matar el nervio de una muela. Lo que se obtenía era una anestesia permanente en perjuicio de la pasión y el afecto. Como carecía del deseo y las palabras necesarias para explicar todo a Tove Lundberg, se limitó a decir:

—No hay ninguna persona que reúna esas características. Ninguna en absoluto. La naturaleza de mi cargo lo impide.

—Eso es muy lamentable.

—Nunca lo he creído así.

—Pero si lo cree necesario, confío en que me llamará. Estoy acostumbrada a compartir el pesar.

—Lo recordaré. Gracias.

Ahora no estaba bromeando. De prontto se sentía menos hombre de lo que habría deseado ser. Tove Lundberg retomó el hilo de su exposición.

—Todo lo que hacemos aquí está conceboido de modo que alivie los sentimientos de ansiedad y ayude, a nuestros pacientes a cooperar con la mayor tranquilidad possible en el proceso de la curación. La situación no es la que preevalecía en los viejos tiempos, cuando el cirujano jefe y el mécdico jefe ocupaban una habitación contigua a la de Dios, y todo lo que el paciente podía hacer era inclinar la cabeza y permitir que ellos le aplicasen sus cualidades mágicas…

También en esto él hubiera podido desarrrollar el comentario. Esa era la clase de Iglesia que él interntaba recrear: una Iglesia en que el Supremo Pastor fuera el verrdadero médico de almas, el cirujano general que extirpaba loss miembros enfermos. Pero Tove Lundberg ya estaba en otroo terreno.

—Ya le he explicado todo. Requerimos su colaboración, porque es un elemento necesario de la terapia. Mire esto…

Le entregó lo que parecía una revista de tiras cómicas, en la que se describía el proceso de la cirugía a corazón abierto en una serie de dibujos muy expresivos, cada uno con un epígrafe que estaba al alcance de la inteligencia de un niño.

—Debe leer esto cuando le parezca oportuno. Si desea formular preguntas, el cirujano o yo las contestaremos. Hemos tomado de los norteamericanos el concepteo que preside este material. Nosotros mismos inventamos el título: «Una guía amable de la cirugía del corazón». Creo que le parecerá interesante.

—Estoy seguro de que será así. —No estaba convencido ni mucho menos, pero tenía que mostrarse cortés—. ¿Cuál será el paso siguiente?

—Hoy y mañana, análisis: muestras de sangre, análisis de orina, electrocardiograma, radiografías del tctórax. Cuando eso termine, tomará un purgante y después se lee afeitará de la cabeza a los pies. —Se echó a reír—. Por lo que veo, es usted un hombre velludo; de manera que será una tarea considerable. Por último, se le administrará un sedante para dormir. A la mañana siguiente, muy temprano, recibirá la medicación previa y después despertará cuando todo haya terminado.

—Parece muy sencillo.

—Lo es… para nosotros. Hemos pasado por esto centenares de veces. Sabemos que el índice de fracasos es sumamente bajo. Pero para usted, como para otro paciente cualquiera, la espera es la peor experiencia; porque se preguntará si su caso no puede ser precisamente el desastre estadístico. Por supuesto, es probable que para un hombre religioso como usted la situación sea muy distinta. No lo sé. Soy… ¿cómo dicen en italiano? Una
miscredente
. ¿Acaso ustedes no enseñan que la creencia es un don? Bien, soy una de las personas que no recibió su parte del premio. De todos modos, lo que una nunca tuvo, no lo añora… ¿verdad? En este sentido, debo informarle que cada credo tiene su servicio religioso. Los católicos romanos, los ortodoxos, los anglicanos, los waldenses, los judíos, y últimamente, por cortesía del gobierno egipcio, tenemos un imán que visita a los pacientes musulmanes… ¡Nunca he comprendido por qué hay tantas disputas acerca del mismo Dios! He leído que hubo épocas en que esa diversidad de servicios religiosos habría sido imposible en Roma, porque el Vaticano lo prohibía. ¿Es cierto?

—Sí. —El propio Pontífice alimentaba graves dudas acerca de la tolerancia religiosa en la sociedad moderna; pero le habría avergonzado revelarlas a esa mujer. Felizmente, ella no insistió en el asunto, y simplemente se encogió de hombros.

—En todo caso, aquí no hay disputas, en la Villa Diana tratamos de complacer a todos. Si desea la presencia del capellán católico, llame a su enfermera y ella le dirá que le visite. Si necesita meditar, hay una habitación tranquila cerca de la entrada. Está a disposición de todos, es un lugar muy sereno, muy tranquilo. Si desea decir misa por las mañanas, puede hacerlo aquí o usar esa habitación. Nadie se opondrá.


Signora
, es usted muy competente. No me molestaré en llamar al capellán. Ya he recibido los Últimos Sacramentos… Pero eso no significa que no sienta temor. Sí, temo. La peor enfermedad que he padecido en el curso de mi vida es la gota. ¡No estaba preparado para esto!

—Ahora es el momento de recordar todas las cosas buenas que ha vivido. —Había un cierto acento de autoridad en la voz—. Usted es un hombre muy afortunado. Millones de personas se preocuparán y rezarán por usted. No tiene esposa, ni hijos, nadie que dependa de su persona. De modo que necesita preocuparse sólo de usted mismo.

—Y del Dios a quien debo rendir cuentas de mi misión.

—¿Acaso le teme?

Él inspeccionó la cara de la mujer, para comprobar si había indicios de burla, pero no descubrió nada de eso. Sin embargo, su pregunta reclamaba una respuesta. Necesitó unos momentos para pensarla.

—No temo a Dios; temo en cambio lo que deba soportar para llegar a Él.

Tove Lundberg le miró durante un momento prolongado y silencioso, y después le reprendió amablemente.

—Permítame tranquilizarle. En primer lugar, somos muy hábiles para aliviar el dolor. No creemos que el sufrimiento innecesario tenga sentido… Segundo, su caso ha sido analizado detalladamente en la conferencia de cirujanos celebrada anoche. Todos coinciden en que el pronóstico es excelente. Como dijo el doctor Salviati, es usted resistente como un olivo viejo. ¡Puede vivir una o dos décadas más!

—Es reconfortante saberlo. Y además,
signora
Lundberg, usted sabe reconfortar. Me alegro de que haya venido a verme.

—¿Y tratará de confiar en todos nosotros?

De nuevo él se mostró cauteloso y suspicaz.

—¿Por qué piensa que no lo haría?

—Porque usted es un hombre poderoso, acostumbrado a mandar a otros y a controlar su propio destino. Aquí no puede hacerlo. Tiene que renunciar al control y confiar en la gente que le atiende.

—Parece que ya me han clasificado como un paciente difícil.

—Usted es un hombre muy notorio. La prensa popular nunca se ha mostrado amable con su persona.

—Lo sé. —Su sonrisa mostraba escasa alegría—. Soy el azote de los disidentes, el martillo que golpea a los pecadores. Los caricaturistas convierten en una opereta entera esta fea nariz y esta mandíbula cascanueces
3
.

—Estoy segura de que usted no es tan cruel como lo pintan, ni mucho menos.

—¡
Signora
, no confíe demasiado en eso! A medida que envejezco, me convierto en un individuo más feo. La única ocasión en que me miro al espejo es cuando me afeito… por eso casi siempre encargo esa tarea a mi asistente.

En ese momento trajeron el almuerzo: una modesta comida a base de caldo, pasta y frutas frescas. El Papa la examinó con desagrado. Tove Lundberg se echó a reír, y para sorpresa del Pontífice citó un pasaje de las Escrituras.

—«Podemos expulsar a ciertos demonios únicamente mediante la oración y el ayuno.» La obesidad es uno de ellos.

—Pero usted me dijo que no era creyente.

—Así es; pero mi padre era pastor luterano en Aalund. De modo que conozco un amplio repertorio de citas bíblicas. Espero que la comida le agrade. Le veré mañana.

Cuando se marchó, el Papa removió distraído el alimento de los platos, después comió una pera y una manzana y abandonó el resto. Tove Lundberg le había turbado de un modo extraño. Todo su condicionamiento —incluso la devoción obsesiva de su madre con la carrera célibe del hijo— le había llevado a alejarse de las mujeres. Como sacerdote, se sentía separado de ellas, cubierto por la pantalla protectora del confesionario y los protocolos de la vida clerical. Como obispo, se había acostumbrado al homenaje de las mujeres y se había mostrado gravemente contrariado y brutalmente represivo cuando una madre superiora de carácter fuerte y tendencias modernistas se había opuesto a sus decretos o sus criterios. Como Pontífice se había distanciado todavía más: la congregación para los religiosos resolvía los temas conventuales, y por su parte el Pontífice rehusaba celosamente abordar discusiones sobre la ordenación de las mujeres o su derecho a tener voz en los cónclaves superiores de la Iglesia.

Pero en menos de una hora Tove Lundberg —consejera autodesignada— se había acercado a él más que cualquier otra mujer. Le había llevado al borde de una revelación que, hasta ahora, él había confiado sólo a su diario más íntimo:

… Un hombre feo percibe un mundo feo, porque su propia apariencia provoca burla y hostilidad. No puede escapar del mundo, del mismo modo que no puede escapar de su propia persona. De modo que intenta rehacerlo, cincelar formas angelicales con la tosca piedra fundida por la mano del Todopoderoso. Cuando llega el momento en que entiende que ésta es una presunción tan vasta que representa casi una blasfemia, es demasiado tarde… Tal es la pesadilla que ha comenzado a agobiarme. Me habían enseñado, y yo había aceptado con convicción absoluta, que el poder —espiritual, temporal y financiero— era un instrumento necesario de la reforma de la Iglesia, el eje y la palanca para desencadenar el proceso total. Recordaba la sencilla sabiduría de mi padre mientras trabajaba en su propia forja de la finca: «Si no avivo el fuego y no manejo el martillo, los caballos nunca tendrán herraduras, y jamás dispondré de arados, y no abriré los terrones para la siembra».

Tracé planes para llegar al poder, intrigué con esa meta, me mostré paciente. Finalmente, lo alcancé. Fui un hombre vigoroso como Tubal Caín en su forja. Avivé el fuego del entusiasmo. Esgrimí el martillo de la disciplina con firme voluntad. Aré los campos y planté la simiente del Evangelio… Pero las cosechas han sido magras. Año tras año declinaron y se acercaron al fracaso y al hambre. El pueblo de Dios ya no me escucha. Mis hermanos los obispos desean que desaparezca. También yo he cambiado. Los resortes de la esperanza y la caridad están agotándose en mi fuero íntimo. Lo siento. Lo sé. Rezo pidiendo luz, pero no la veo. Tengo sesenta y ocho años. Soy el monarca más absoluto del mundo. Ato y desato en la tierra y en el cielo. Sin embargo, me siento impotente y muy próximo a la desesperación. Che vita sprecata! ¡Qué modo de malgastar la vida!…

2

La reseña más completa y exacta de las actividades de esos dos días en el Vaticano fue escrita por Nicol Peters, del
Times
de Londres. Su fuente oficial era la oficina de prensa de la Comisión Pontificia de Comunicaciones Sociales. Sus informantes oficiosos formaban una amplia gama, desde los cardenales curiales a los funcionarios de segundo y tercer grado de las congregaciones y los empleados jóvenes del Archivo Privado.

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