—Me parece que es una sugerencia muy oportuna, que la consideraré inmediatamente y pediré instrucciones a mi gobierno. De todos modos, mi estimado ministro, ese hombre saldrá del país antes de cuarenta y ocho horas.
—¡Por favor, mi estimado amigo! No exigimos milagros. Siete días estará bien. Incluso treinta sería aceptable.
—Cuarenta y ocho horas —dijo Avriel con voz firme—. Siempre digo que hay que abandonar la mesa de póquer cuando se lleva ventaja. Y hasta ahora ambos estamos en ventaja, ¿verdad?
—Así lo espero. —El ministro pareció dudar—. ¿Desea beber una taza de café conmigo?
De regreso a la Embajada israelí le esperaba una carta. El sobre tenía grabado el escudo de armas papal, y el sello de la Embajada indicaba que había sido entregado por un correo del Vaticano. La carta estaba manuscrita, en italiano:
Excelencia:
Estoy en deuda con usted por la atención personal que dispensó a mi bienestar durante mi reciente dolencia
El 1° de noviembre es la festividad que denominamos de Todos los Santos. Celebra especialmente la comunidad de todos los creyentes cristianos con hombres y mujeres de buena voluntad del mundo entero.
Para realizar esta festividad, celebraré una misa en la Basílica de San Pedro a las u horas, con la presencia del Colegio de Cardenales y los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado en la Santa Sede. Lamentablemente, el Estado de Israel aún no se encuentra acreditado. Pero si las circunstancias lo permiten, desearía que usted viniera en la condición de mi invitado personal, y ocupe un lugar entre los miembros de mi Casa Pontificia. Si esta invitación le provoca una situación incómoda, le ruego se sienta en libertad de declinarla. Mi esperanza es que pueda ser un primer paso hacia una relación más estrecha y formal entre el Estado de Israel y la Santa Sede. Siglos de una historia desafortunada todavía nos dividen. La política moderna nos tiende acechanzas a cada paso. Pero una alianza tiene que comenzar con un apretón de manos.
Atento siempre al protocolo, mi secretario de Estado lamenta no ser él quien extienda esta invitación, a la cual sin embargo suma sus cálidos saludos personales…
León XIV
Menachem Avriel apenas podía creer lo que sus ojos veían. Décadas de intentos, esfuerzos y presiones no habían hecho mella en el muro de resistencia que oponía el Vaticano al Estado de Israel. Ahora, por primera vez, había esperanzas de que fuera posible derribarlo. Y después, fiel a su condición de diplomático, se preguntó si podía existir una relación entre el invito al Ministerio de Relaciones Exteriores y la nota del Pontífice. Incluso el documento romano más sencillo era un palimsesto, con textos y subtextos y fragmentos indescifrables depositados unos sobre otros.
Cuando telefoneó a Sergio Salviati para comunicarle la noticia, descubrió que se había añadido un nuevo refinamiento al cumplido. Salviati había recibido su propia invitación a la ceremonia, y la leyó a Avriel:
Mi estimado profesor, he contraído con usted una deuda que jamás podré pagar. Le escribo para invitarle a unirse a nosotros en una celebración cristiana, la festividad de Todos los Santos, que celebra no sólo a los santos de nuestro calendario, sino a la comunidad esencial de hombres y mujeres de buena voluntad del mundo entero.
Si la idea le incomoda, lo entenderé perfectamente. Si decide venir, ocupará un lugar, al lado del embajador Avriel, entre los miembros de mi propia casa. Me daría mucha alegría pensar que, a pesar de los horrores de la historia, usted y yo podemos unir nuestras oraciones al Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Deseo que haya paz en su casa…
Salviati se mostró irritable y deprimido.
—¿Vamos o no vamos? —quiso saber.
—Yo voy —dijo alegremente Menachem Avriel—. ¿No comprende lo que esto significa?
—Para usted, quizá. Para Israel, un quizá muy grande. Pero, ¿por qué debo yo abalanzarme cuando el Papa quiere rascarme el vientre?
—No lo sé, Sergio. —De pronto pareció que el embajador estaba hastiado de la conversación—. Huelo un gran golpe diplomático. En cambio, parece que usted siente únicamente la molestia de un enorme forúnculo en el trasero.
Antón Drexel, que dormitaba acariciado por el suave sol otoñal, recibió un envoltorio: una tela enrollada y protegida por un tubo de cartón fuerte; y con la tela, una carta de Tove Lundberg. La tela atrajo primero su atención. Era una escena interior, ejecutada en un estilo audaz y desenvuelto, y representaba a Tove y Matt Neylan somnolientos junto el fuego, con un sabueso entre ellos, y un poco más arriba, reflejada en el espejo sobre el borde de la chimenea, la imagen de la propia Britte, encaramada en su taburete, pintando con el pincel apretado entre los dientes.
El cuadro se explicaba por sí mismo, y la carta de Tove a lo sumo añadía un comentario y un contrapunto.
«…Britte insistió en que usted recibiese esta obra. Dice: «El
nonno
Drexel solía decir que a medida que un artista crece, también crecen los cuadros. ¡Éste es un cuadro feliz, y deseo que él se sienta feliz con nosotros!». Como usted sabe, es un discurso largo para ella; pero Britte todavía siente la necesidad de compartir los momentos con su
nonno
.
»Matt se ha convertido en una persona muy importante en la vida de Britte, aunque de un modo diferente. Se muestra —estoy buscando la palabra— muy camarada. La desafía, la induce a hacer siempre un poco más de lo que ella está dispuesta a intentar por sí misma. Por ejemplo, antes de que iniciase este cuadro, Matt se sentaba con Britte horas enteras, y revisaba libros de arte, y discutían los estilos y los períodos de la pintura. Ella siempre se ha sentido frustrada porque sus impedimentos no le permiten llegar al estilo acabado de los maestros clásicos. No es que ella desee pintar del mismo modo, se trata de que se ve privada de la posibilidad de hacerlo. Matt comprende la situación, e insiste en acompañarla en las diferentes etapas de esa lucha. Lo que me sorprende en él es que comprenda tan claramente el ingrediente sexual de la relación de Britte con él, y que lo lleve con enorme consideración.
»Lo cual me lleva, querido
nonno
, a Matt y a mí. No le pediré que apruebe, aunque sé que usted entenderá —y el cuadro de Britte lo refleja— que somos amantes y que nos llevamos bien. También somos una influencia positiva para Britte. ¿Qué más puedo decir? En efecto, ¿qué más puedo prever? Todavía pende sobre nosotros la amenaza. Los israelíes nos aseguran que la amenaza es real. Matt y Murtagh siempre están armados, y hay pistolas y escopetas en la casa. He aprendido a tirar, y puedo alcanzar una lata a quince pasos con una pistola. Como ve, hablo como si eso fuese un triunfo. Qué mundo absurdo… De todos modos, este tipo de tontería no puede durar eternamente. Britte y yo esperamos el momento en que podamos visitar de nuevo a nuestro
nonno
, y bebamos el vino de Fontamore.
»Ah, casi lo olvidaba. La semana pasada recibimos la visita de monseñor Malachy O’Rahilly, el sacerdote que fue secretario del Papa. Matt y él habían reñido, pero de nuevo volvieron a su antigua amistad. Acababa de salir de lo que él llamó la «finca de personajes extraños», donde fue a curar su adicción al alcohol. Se le veía saludable y fuerte, y muy confiado, aunque Matt dice que el sacerdocio es un camino peligroso para un hombre como él, que necesita mucho apoyo de una familia. Salimos con él a pasear y pescar. Pidió que le enviásemos cordiales saludos de su parte.
»Pero los saludos cordiales no son suficientes para Britte y para mí. Ama profundamente a su
nonno
. Yo también le amo, porque entró en nuestras vidas en un momento muy importante y abrió puertas que quizá se nos hubieran cerrado para siempre…»
Drexel se enjugó las lágrimas que brotaban de sus ojos y limpió la bruma que cubría sus gafas. Pronto los niños saldrían para iniciar la pausa de la mañana. No entenderían las lágrimas de un anciano. Dobló cuidadosamente la carta y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Enrolló la tela y la guardó de nuevo en el tubo. Después, salió del terreno de la villa y comenzó a avanzar por el camino que llevaba a Frasean, donde los Petrocelli —padre, hijo y nieto— todavía fabricaban marcos para las mejores galerías de Roma.
Lazarus revocatus
«Díjoles Jesús: Por poco tiempo aún está la luz en medio de vosotros. Caminad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas.»
20
Juan, XII, 35, 36
El 29 de octubre, dos hombres y dos mujeres subieron en una camioneta Volkswagen al ferry de Fishguard, en Gales, con destino a Rosslare, sobre el extremo sureste de Irlanda. Habían alquilado la camioneta a una compañía que se especializaba en ese tipo de operaciones con turistas orientales.
De Rosslare fueron directamente a Cork, donde se alojaron en un hotel modesto y anticuado que gozaba del favor de los organizadores de excursiones en ómnibus. Todo lo que se observó sobre ellos fue que eran muy corteses, hablaban un inglés más o menos tolerable y pagaban en efectivo. Dieron a entender que utilizarían el hotel como base para realizar una gira de una semana. Uno de los hombres formuló algunas preguntas telefónicas y pidió el número del señor Matt Neylan, residente del condado. Cuando tuvo el número fue sencillo compararlo con la dirección de la guía. Un mapa de turismo suministró el resto de la información.
La dirección de Matt Neylan era Tigh na Kopple —el Hogar de los Caballos— en Galley Head Road, Clonakilty, un lugar bastante alejado de la carretera principal, con campos abiertos entre la casa y el mar.
De modo que el treinta de octubre por la mañana realizaron la primera visita, identificaron la casa y fueron a almorzar en Bantry. Por la tarde, regresaron por el mismo camino. En el jardín, una joven, gravemente tullida, estaba pintando con un pincel que sostenía entre los dientes. El conductor detuvo la camioneta. Una de las mujeres descendió y comenzó a fotografiar la escena. Estaba tan absorta tratando de conseguir el mayor número posible de tomas, que al principio no advirtió que un hombre la observaba desde la entrada.
Cuando se volvió y le vio, se confundió por completo, y sonrojada y balbuceante se retiró hacia la camioneta. El hornbre la saludó con una gran sonrisa y le hizo gestos con la mano, hasta que la camioneta desapareció en el camino. Después, entró en la casa y realizó una llamada telefónica al número de Dublín que los israelíes le habían suministrado.
Le atendió una mujer. Le pasó a otra mujer que le aseguró que poseía información completa acerca de la situación, pero no creía que el incidente fuese motivo de pánico. Una turista se había detenido a tomar fotografías de una joven que pintaba en un jardín. ¿Qué significaba eso?
—Posiblemente nada. Pero no puedo correr riesgos.
—Por supuesto, señor Neylan. Por otra parte, no podemos permitirnos el lujo de enviar a nuestro personal a recorrer el país persiguiendo a todos los posibles sospechosos. ¿comprende mi punto de vista?
—En efecto, señora; pero si disparan o secuestran a mi gente, ¿qué sucederá?
—Enviaremos flores. Oficialmente, es todo lo que podemos hacer. Si hay otras cosas fuera de lo común, comuniqúese con nosotros.
Lo que llevó a Matt Neylan a pensar que en Roma alguien había decidido recortar la colaboración. Pero el agente Macmanus se mostró más servicial. Dijo que «investigaría y volvería a llamarle». En efecto, lo hizo, e informó que había dos parejas japonesas en el Hotel Boyle de Cork. Habían ido a almorzar a Bantry, y habían pasado frente a la finca a la ida y al regreso. Eran personas absolutamente normales, y no representaba una amenaza para nadie. ¡Cuatro personas en una camioneta, y orientales! ¿Cómo podían cometer un crimen y escapar de la isla? «Tranquilícese, amigo, tranquilícese! ¡Los verdaderos problemas llegarán a su debido tiempo!»
Pero Matt Neylan ya no era creyente, y sobre todo no creía en la lógica superficial de los celtas, que sabían con absoluta certidumbre cómo Dios dirigía Su mundo, y por qué sólo los idiotas y los infieles resbalaban en las pieles de plátano.
El policía tenía razón. Cuatro orientales en una camioneta formaban un grupo muy llamativo, tanto, que todos los que lo vieran atestiguarían con absoluta convicción. Pero si en cierto momento había dos o tres reunidos, si una de las mujeres estaba en el cuarto de baño o en el bar, o acababa de salir para tomar el aire… ¿quién podía saberlo, a quién le importaba? Pero en un detalle el agente Macmanus acertaba. Si proyectaban cometer un secuestro, ¿cómo demonios saldrían de la isla con la víctima en una camioneta? En cambio, si el plan de secuestro de pronto se había convertido en un plan de asesinato, la cosa tenía un aspecto muy distinto; estaban frente a uno o dos asesinos con apoyo de dos mujeres que los transportaban y les suministraban una coartada.
La imaginación de Matt Neylan trabajaba a gran velocidad. ¿Cómo se acercarían? ¿Cuándo? ¿Cómo organizarían el ataque? Neylan nunca había estado en la guerra, ni había recibido entrenamiento policial o militar. Se preguntaba él mismo si era posible confiarle la suerte de cuatro vidas, pues con Britte y Tove estaban también los Murtagh en la casa. Y entonces comprendió que, ahora o nunca, había que terminar con la amenaza. No podía obligarse a nadie a vivir constantemente en peligro. Si el único modo de terminar era matando, lo haría. Si había que proceder a la masacre, cuanto antes mejor. Y de pronto sintió una profunda cólera, y comprendió, fuera de toda duda, que estaba dispuesto a entrar en el campo de batalla y a permanecer allí hasta que se disparase el último tiro, hasta que se asestase el último golpe.
Pero ni la cólera ni el coraje eran suficientes. Tenía que elegir el campo de batalla e inducir al enemigo a penetrar en él. La finca, la casa de los Murtagh, los establos y los cobertizos estaban todos cerca del camino, formando un rectángulo; la casa principal ocupaba uno de los lados, frente al camino. La casita y los graneros formaban los dos extremos cortos del rectángulo, y los establos y los cobertizos corrían paralelos a la casa principal. El suelo del rectángulo era de cemento, de manera que podía regarse todos los días. Los edificios eran de piedra, con revestimiento de estuco blanco y techo de tejas. Eran bastante sólidos, pero como posición defensiva, peores que inútiles. Los establos arderían. Una granada o un cartucho de gas lacrimógeno convertiría la casa grande y la pequeña en trampas mortales.