«Propongo comenzar con la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuya elevada y única misión es mantener pura la enseñanza que nos fue legada por los tiempos apostólicos. La congregación ha sido reformada y rebautizada varias veces por los últimos Pontífices. Sin embargo, me veo obligado a sacar la conclusión de que está irremediablemente mancillada por su propia historia. Se la siente todavía como una inquisición, un instrumento represivo, un tribunal de denuncias en el seno de la Iglesia. Se atribuye un carácter secreto a sus procedimientos, y algunos de éstos son básicamente injustos. De modo que, mientras exista esa imagen, la Congregación hace más daño que bien. En el bautismo, todos hemos recibido la libertad que corresponde a los hijos de Dios. Por consiguiente, en esta familia no puede prohibirse la formulación de ninguna pregunta, la celebración de ningún debate, mientras se realice con amor y respeto, porque en definitiva todos nos inclinamos bajo la mano extendida del mismo Dios que impuso calma a los mares embravecidos, y ellos se calmaron.
«Queridos hermanos, ha habido en nuestra historia muchas ocasiones —¡muchísimas en la mía!— en que pretendimos afirmar una certeza cuando no existía tal cosa, cuando en efecto no existe ahora. Nuestro venerable predecesor no dijo la última palabra sobre el control de la natalidad. No podemos contemplar con ecuanimidad la explosión de la población humana sobre la tierra y la destrucción por el hombre de los limitados recursos del planeta. Es ocioso e hipócrita imponer el control sexual como correctivo a personas que viven en el límite de la supervivencia. No debemos intentar crear revelaciones que no poseemos. No debemos imponer a los problemas humanos, al amparo del sentido práctico o de un aparente orden moral, soluciones que originan más problemas de los que resuelven.
«Sobre todo, debemos demostrar profundo respeto y consideración cuando nos acercamos a ese sacramento del que, para bien o para mal, nosotros mismos nos hemos excluido, el sacramento del matrimonio y todo lo que corresponde al mismo en la relación entre los hombres y las mujeres. A menudo tengo la impresión de que por lo que se refiere a las relaciones sexuales de los seres humanos, más bien deberíamos buscar consejo que ofrecerlo.
«Éstas son sólo algunas de las razones por las cuales deseo comenzar nuestras reformas por la Congregación para la Doctrina de la Fe, porque precisamente allí se inhibe el debate necesario y se apartan del foro público las discusiones, para sepultarlas en un ámbito privado.
«Permitidme destacar, en esta asamblea de hermanos, que me adhiero férreamente a los antiguos símbolos de la fe, a esas verdades esenciales por las cuales murieron nuestros mártires. Me aferró también a otra certidumbre, la certidumbre de la duda, la certidumbre de la ignorancia, porque la más insidiosa de todas las herejías fue la de los gnósticos que afirmaron que conocían un camino especial que los acercaba a la Mente de Dios. No poseemos ese saber. Lo buscamos en la vida y en las enseñanzas del Señor, en las tradiciones de los Padres —y en esto quiero ser muy claro— en el enriquecimiento de nuestra experiencia, la misma que, si Dios lo quiere, traspasaremos a otras generaciones.
»No somos una Iglesia asediada. Somos la Iglesia que es Testigo. Lo que hacemos y decimos debemos hacerlo y decirlo públicamente. Sé lo que ustedes me dirán: que hoy vivimos sometidos constantemente al escrutinio de las cámaras de la televisión y de los periodistas y comentaristas que buscan el sensacionalismo. Y que por eso mismo somos vulnerables a que nos citen y nos interpreten erróneamente. Recuerdo a todos que nuestro Señor y Maestro no vivió una situación distinta. Precisamente en este espíritu de apertura y caridad y con discreta consideración, propongo examinar todas las funciones de los dicasterios. Este proceso será iniciado por un
Motu Proprio
, y será publicado antes de fin de año.
»Sin embargo, ahora mismo debemos resolver una cuestión. No se menciona específicamente en el Ordo, pero se le ha concedido un tiempo. Ustedes recordarán que la víspera del día que partí para la clínica, les dije que mi abdicación ya estaba redactada, y que ustedes, los miembros del Sacro Colegio, gozarían de la libertad de juzgar si yo era competente para continuar como Pontífice. Ustedes me han visto. Me han escuchado. Lo que les ofrezco no es un desafío, sino una decisión que deben adoptar con la conciencia tranquila. Si ustedes creen que soy inepto, deben aceptar mi abdicación. No crearemos una situación dramática. Abdicaré en el momento y del modo que a ustedes les parezca adecuado.
Mostró a todos un documento doblado, de modo que cada uno pudiese ver el ancho sello colgante pegado al papel.
—Esto, escrito por mi propia mano, es el instrumento de la abdicación.
Placet ne fratres?
¿Lo aceptan?
Hubo un largo silencio, y entonces el Cardenal Agostini formuló la primera respuesta:
—
Non placet
. No acepto.
Después no se oyeron otras voces, sólo un batir de palmas prolongado y continuo; pero en una habitación tan espaciosa y con un público tan heterogéneo, era difícil saber quién aplaudía y quién aceptaba lo inevitable.
El aplauso continuaba cuando se abrió la puerta y un prelado perteneciente al secretario de Estado llamó a Agostini al teléfono.
El Cardenal Antón Drexel llamaba desde Castelli. Su mensaje fue breve.
—Neylan me ha llamado desde Irlanda. En las primeras horas de esta madrugada ha habido un ataque terrorista contra su casa de campo. Dos hombres y dos mujeres, presuntamente japoneses. Neylan y su mayordomo los mataron. Cree que puede haber un intento hoy mismo contra la vida del Santo Padre.
—Gracias, Antón. Hablaré inmediatamente con el Santo Padre y la Vigilanza. ¿Algo más?
—Sí. Mi Britte se muere. He estado tratando de hablar con el profesor Salviati. Me han dicho que asiste a la Misa del Pontífice.
—Intentaré enviarle un mensaje. También hablaré con Su Santidad. ¿Dónde podemos hablar con Neylan?
—Llámele al Hospital de la Piedad, de Cork. Le daré el número…
Pero no había tiempo para llamadas de cortesía. Había que poner en alerta roja a la Vigilanza e informar al Pontífice. El jefe de seguridad se encogió de hombros, en un gesto de impotencia, y señaló a la multitud cada vez más densa que se reunía frente a la Basílica.
—Eminencia, ¿qué puedo hacer? Aquí tenemos cincuenta hombres. Veinte en la nave, diez en el crucero, quince alrededor del altar principal, cinco en el camino que circunda la bóveda.
—Hay cuatro equipos de cámaras sobre un andamio y todos apuntan sus cámaras al Altar Mayor. ¿Qué me dice de esa gente?
—Tienen todos sus papeles en regla. Han sido investigados por Comunicaciones Sociales. Los japoneses también han sido examinados por nuestra Secretaría de Estado. Hemos inspeccionado el equipo. ¿Qué más podemos hacer?
—Rezar —dijo el secretario de Estado—. Pero si sucede algo, por Dios no cierren las puertas. Dejen salir a la gente; que se disperse, porque de lo contrario este sitio se convertirá en un matadero. Entretanto, llame a sus colegas del centro de inteligencia e infórmeles de las novedades.
—¿Y los israelíes?
—Están fuera del cuadro. El embajador vendrá esta mañana como invitado personal del Pontífice. Por lo demás, no continuarán ayudando. El principal hombre del Mossad que estaba aquí fue enviado a su casa.
—Entonces, la Vigilanza tendrá que hacer todo lo posible; pero, Eminencia, ¡rece todo lo que pueda! Y será mejor que tengamos preparada una ambulancia.
El propio Pontífice se mostraba más sereno.
—Durante la misa soy el blanco perfecto. La mayor parte del tiempo estoy en el centro del altar. Pero antes de que comencemos debo ordenar al maestro de ceremonias que mis diáconos y subdiáconos se alejen de mí todo lo posible. Podemos realizar la ceremonia a dos brazos de distancia unos de otros. Nadie lo advertirá.
—Santidad, podríamos cancelar la misa. Todavía faltan treinta minutos antes de empezar. Podríamos comenzar a desalojar ahora mismo la Basílica.
—¿Con qué propósito, Matteo?
Ut Deus vult
. Que sea como Dios quiera. A propósito, no le he agradecido su voto de confianza en el consistorio.
—Santidad, ha sido un voto por el hombre; no necesariamente por su política. Aún será necesario poner a prueba ésta.
—¿Y cree que no llegará el momento de hacerlo? Amigo mío, nos molerán como si fuéramos trigo entre las piedras del molino; pero todo será como Dios quiera que sea.
Sólo entonces Agostini recordó transmitir la segunda parte del mensaje de Drexel.
—La niña Britte Lundberg, la nieta adoptiva de Antón, está agonizando. Afirman que no pasará de hoy.
El Pontífice se conmovió visiblemente. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Extendió la mano hacia Agostini, y se apoyó en el brazo del cardenal para mantener el equilibrio.
—Todo esto, todo lo que sucede, recae scbre mí. Mi vida se ha pagado con todas esas vidas. ¡Es demasiado, Matteo! ¡Demasiado!
El día de la festividad de Todos los Santos, a media mañana, Britte Lundberg murió en el Hospital de la Piedad de Cork. Fue terrible ver el estallido de dolor de su madre. Pareció que todos los controles cedían simultáneamente, y Tove se arrojó sobre la cama, sollozando y gimiendo y balbuceando palabras de amor para devolver la vida a la niña. Cuando la enfermera y una de las hermanas entraron y trataron de calmarla, Matt Neylan las apartó.
—¡Déjenla! Superará eso. Yo la cuidaré.
Y después, súbitamente, pareció que se agotaba todo su dolor. Besó a Britte en los labios, arregló decentemente el cuerpo sobre la cama y lo cubrió con las mantas. Después, entró en el cuarto de baño. Mucho más tarde salió, pálida pero serena, con los cabellos peinados y el maquillaje arreglado. Sólo los ojos la traicionaban; estaban extraviados, fijos en lugares muy lejanos. Natt Neylan la sostuvo largo rato, y pareció que ella se alegraba de sentir ese confortamiento, pero ya no había pasión en su ser. Preguntó distraídamente:
—¿Qué hacemos ahora?
—Llamaremos a una empresa —dijo Matt Neylan—. Si quieres, podemos enterrarla en el cementerio de Clonakilty. Allí mi familia tiene una parcela. Descansaría al lado de mi madre.
—Eso estaría bien. Creo que le habría agradado. Matt, ella te amaba.
—Yo también la amaba.
—Lo sé. ¿Podríamos salir a dar un paseo?
—Por supuesto. Me detendré en la recepción y haré un par de llamadas telefónicas. Después saldremos a ver la ciudad.
—Otra cosa, Matt.
—Lo que tú digas.
—¿Podemos encontrar un sacerdote para enterrarla? Por supuesto, no por ti ni por mí, pero creo que el nonno Drexel lo desearía.
—Así se hará. Ahora salgamos. Ella ya no nos necesita.
Fueron caminando a la oficina de correos, y allí enviar telegramas separados al Cardenal Drexel. El de Tove decía:
«Queridísimo nonno Drexel. Su amada nieta ha fallecido esta mañana. Su enfermedad felizmente fue breve, y su muerte serena. No la llore demasiado. Ella no lo ha’bría deseado. Escribiré más tarde. Muchos, muchos cariños. Tove.»
El mensaje de Matt Neylan fue más normal.
«Su Eminencia querrá saber que Tove está superando su dolor. Britte tuvo una vida feliz y sus últimas palabras conscientes fueron para su nonno. Será sepultada de acuerdo con los ritos de la Iglesia Romana en la parcela de mi familia en Clonakilty. Si tengo problemas con el cura de la parroquia, cosa que dudo, invocaré el nombre y la jerarquía de Su Eminencia. Si usted quisiera proponer un epitafio para su lápida, encargaré la ejecución a un buen tallista. Mi más profunda condolencia por su triste pérdida. Matt Neylan.»
Después de redactar el telegrama, se volvió hacia Tove y dijo:
—He llamado al Vaticano y les he pedido que transmitan el mensaje a Salviati, que asiste a la misa papal. ¿No crees que deberías enviarle un mensaje personal?
—Sí, es necesario.
Tomó un nuevo formulario y escribió de prisa.
«Querido Sergio. Britte ha muerto serenamente esta mañana. Estoy triste, confundida y feliz por ella, todo al mismo tiempo. Es demasiado pronto para decir lo que sucederá ahora, o dónde iré. Entretanto, Matt Neylan me cuida. Es un buen hombre y juntos nos sentimos cómodos. Cariños, Tove.»
Si Matt Neylan se sintió decepcionado ante ese elogio desprovisto de pasión, no lo demostró. La joven que recibió los telegramas señaló que, a causa de la diferencia de zonas horarias, serían entregados en Italia al día siguiente, es decir, la festividad de Todos los Santos, el Día de los Difuntos
21
.
La Basílica estaba atestada. Los diplomáticos y sus esposas estaban todos sentados. El clero se hallaba reunido, fila tras fila, en los lugares designados. Los hombres de seguridad ocupaban sus puestos. Los equipos de cámaras estaban encaramados en sus plataformas, enfocando sobre el Altar de la Confesión, bajo el gran baldaquín donde el Pontífice y sus cardenales concelebrarían la Misa de Todos los Santos.
El aire vibraba con el murmullo de millares de personas, y como trasfondo los sonidos del órgano reverberaban en un resonante contrapunto. En la sacristía, los celebrantes se vestían, mientras el maestro de ceremonias de desplazaba discretamente en segundo plano, murmurando las últimas instrucciones a los acólitos. El Pontífice estaba vestido. Le habían traído una silla y se había sentado, con los ojos cerrados, meditando y esperando el comienzo de las ceremonias.
Ahora sentía auténtico temor. No había confortamiento frente a una muerte violenta, ni compasiva anestesia, ni el solaz de la fraternidad humana; eso carecía absolutamente de dignidad. Ahora se le perseguía, como antiguamente sus rivales habían perseguido al Rey de los Bosques, para matarle y apoderarse del santuario. El miedo nada tenía que ver con la muerte, sino con el modo de morir, el desconocido «cómo», el indescifrable «cuándo», el anónimo «quién». Tuvo una súbita y sobrecogedora visión del asesino de pie, velado como Lázaro, apoyado en uno de los pilares del baldaquín, esperando para ofrecer el saludo definitivo.
Trató de prepararse para el encuentro, y el único modo que pudo concebir fue un acto de sumisión a la voluntad del Creador invisible, en cuyo cosmos tanto el asesino como la víctima tenían su lugar y su propósito. Se impuso pronunciar las palabras, en silencio, con los labios: «
Fiat voluntas tua…
Hágase tu voluntad. Por azarosa que parezca, por grandes que sean el horror y la injusticia visibles, hágase tu voluntad. Me entrego, porque no hay otro recurso al alcance de mi mano».