Una hora y media después estaba de regreso en Roma y almorzaba en Alfredo con un hombre de negocios coreano, que compraba y vendía espacio en los contenedores, financiaba las cargas que los usaban y garantizaba el suministro de todos los servicios que sus clientes necesitaran en todos los rincones del mundo.
El regreso a casa del Pontífice fue un episodio limitado por un protocolo que él mismo había prescrito mucho tiempo atrás, y que ahora le pesaba, provocándole una angustia casi infantil.
»…En casa de Drexel había flores en mi dormitorio y en el salón. Desde el primer día de mi pontificado las prohibí aquí. Deseaba afirmar en todos los miembros de mi casa los conceptos de autoridad y discipina. Ahora, las extraño. Comprendo, como nunca me sucedió antes, que he negado a las hermanas que me atienden el sencillo placer de un gesto de bienvenida. La más joven, una sencilla muchacha campesina, lo dijo claramente: «Queríamos poner flores, pero la madre superiora dijo que a usted no le gustan». Lo cual por lo menos me ofreció la oportunidad de realizar el primer intento, poco importante, de desprenderme de mi antigua personalidad. Le contesté que eso demostraba cómo podía equivocarse incluso un Papa. Me encantaría tener flores en mi estudio y sobre la mesa del comedor. Sólo después llegué a preguntarme qué placer podía ofrecerles. La vida de estas mujeres es mucho más limitada, está sometida a un escrutinio mucho más severo que la de sus hermanas que actúan fuera del Vaticano. Todavía visten los hábitos antiguos —¡otra de mis órdenes!— y las tareas domésticas que realizan son sumamente tediosas. Antes de pensar en los grandes cambios, aquí hay uno pequeño pero necesario, ¡bajo mis propias narices pontificias! Si yo me siento confinado —y por Dios, esta noche tengo la impresión de que estoy encerrado en una caja—, cuánto más deben sentir ellas lo mismo, en este dominio de los solteros profesionales.
»Malachy O’Rahilly ya les ha impartido instrucciones sobre las rutinas de mi convalecencia. Ha ordenado mi escritorio y ha redactado una lista de prioridades. Tambien me ha presentado a su sucesor, un inglés rubio, de mentón cuadrado, muy reservado y frío, totalmente dueño de sí mismo. Su italiano es más refinado que el mío. Escribe el latín de Cicerón y el griego de Platón. Sabe francés y español, alemán y ruso, y tiene un doctorado en historia eclesiástica.
»Con el fin de entablar conversación, le pregunto cuál fue el tema de su tesis doctoral. Me responde que fue un estudio del Papa Julio II, Giuliano della Rovere. Esta respuesta suaviza un poco la dureza de nuestra primera charla, porque hay una peculiar relación entre este formidable Papa—guerrero y mi región natural de Mirándola. En el Palazzo Chigi de Roma hay un extraño retrato de Julio con su armadura de invierno, pintado durante el sitio de Mirándola en 1511.
»Es una minúscula nota al pie de la historia, pero contribuye a suavizar la tristeza de mi regreso a casa. También me induce a creer que en lugar de un hombre tan cordial como Malachy O’Rahilly quizá he encontrado un discípulo joven y duro que posee cierto sentido de la historia.
»Apenas le ordené que se retirase con Malachy O’Rahilly, comencé a sentirme nervioso, claustrofóbico. Deseaba desesperadamente ponerme a trabajar, aunque sabía que no estaba en condiciones de hacerlo. En cambio, pasé a mi capilla privada y me impuse permanecer sentado, meditando, casi una hora.
»Concentré mi pensamiento en las palabras del salmista: «A menos que el Señor construya la casa, en vano trabajan quienes la construyen». Recordé inmediatamente la advertencia de Agostini, tan inesperada por venir de ese hombre tan pragmático: «Si es la guerra de Dios, usted triunfará, aunque quizá no del modo que espera». De pronto cobré conciencia de que últimamente todo mi pensamiento se ha referido al conflicto y la confrontación. Y entonces, dulce e insinuante como el sonido de campanas distantes, escuché las palabras de Jesús: «Os ofrezco un nuevo mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado».
»¿Cómo es posible que yo, un hombre feo, poseído tanto tiempo por un feo espíritu, comente o modifique esa luminosa sencillez? Y bien, ¡sea! Este será mi primer texto, y sobre él construiré mi primer coloquio…»
Pero pese a la valerosa confianza que demostraba al escribir, las pesadillas agobiaban su sueño, y despertó a la mañana siguiente dominado por una depresión sombría y casi suicida. Su misa le pareció una ficción estéril. La monja que le sirvió el desayuno tenía los rasgos de un personaje salido de una torpe pieza medieval. Se estremeció al ver la pila de papeles sobre el escritorio. Y entonces, porque no se atrevía a que continuaran viéndolo como un espíritu mutilado y vacilante, convocó a sus dos secretarios y les impartió las directrices del día.
—Monseñor Hopgood. Enviará respuestas a todos los miembros de la Jerarquía que me transmitieron sus buenos deseos. Una carta breve en su mejor latín, expresando mi agradecimiento y diciéndoles que muy pronto tendrán noticias mías. También revisará estos documentos originados en los dicasterios. Prepáreme un resumen breve de cada uno, en italiano, y un borrador de respuesta, también en italiano. Si tiene problemas, coméntelos con Malachy. Si entre ustedes no pueden resolverlos, tráiganme lo que quede. ¿Alguna pregunta?
—Todavía no, Santidad; pero apenas comienza la jornada.
Monseñor Hopgood levantó las bandejas de documentos y salió de la habitación. El Pontífice se volvió hacia O’Rahilly. Habló con voz muy amable.
—Malachy, ¿todavía se siente herido?
—Sí, Santidad. Cuanto antes pueda marcharme, mejor me sentiré. Hopgood ya está en su puesto. Como usted ha visto, aprende de prisa, y sus calificaciones son diez veces mejores que las mías. Por lo tanto, ¡ruego a Su Santidad que me facilite las cosas!
—No, Malachy, ¡no lo haré!
—Dios mío, ¿por qué?
—Porque, Malachy, sé que si ahora sale de aquí dominado por la cólera, jamás volverá. Cerrará su mente y clausurará su corazón, y se sentirá desgraciado hasta el día de su muerte. Malachy, usted está destinado a ser sacerdote, no secretario papal, sino pastor, un corazón comprensivo, un hombro sobre el que la gente pueda llorar cuando ya no logra soportar al mundo. Quizá también para usted el mundo sea demasiado, y sé que eso es lo que teme, pero, ¿qué importa si es así? Usted y yo somos hombres imperfectos en un mundo imperfecto. Tal vez no me crea; pero le juro que es la verdad. Esta mañana, cuando he terminado de decir misa, he sentido una desesperación tan profunda que he deseado haber muerto bajo el bisturí de Salviati. Pero aquí estoy, y aquí está usted, y este lamentable viejo mundo tiene trabajo para ambos. Ahora, por favor, le ruego me ayude a redactar una carta. Tal vez sea la más importante que he escrito en el curso de mi vida.
Hubo un prolongado momento de silencio antes de que Malachy O’Rahilly levantase la mirada para enfrentar a su jefe. Después, asintió renuente.
—Santidad, todavía estoy en servicio; pero, ¿me permite decirle algo? Si no lo expreso ahora, jamás lo diré, y por eso me sentiré avergonzado por el resto de mis días.
—Malachy, diga lo que le plazca.
—Pues bien, ahí va, ¡para bien o para mal! Usted vuelve a casa después de un largo viaje, de una excursión hasta el fin del tiempo, donde por poco cae al abismo. La maravilla y el temor provocados por la experiencia todavía le acompañan. Usted se parece a Marco Polo, cuando regresó de la lejana Cathay, ansioso de compartir el asombro y los riesgos de la Ruta de la Seda… Está convencido, como lo estaba él, de que ha adquirido conocimientos y vivido experiencias que cambiarán el mundo. Así será, es posible que así sea, pero no lo logrará simplemente diciéndolo; porque, como comprobó Marco Polo y usted descubrirá, muy pocos, incluso en el grupo de sus hermanos los obispos, querrán creerle.
—¿Y por qué no, Malachy?
Malachy O’Rahilly vaciló un momento, y después esbozó una sonrisa desconsolada y abrió las manos en un gesto de desesperación.
—Santidad, ¿sabe lo que está pidiéndome? ¡Mi cabeza ya está en la boca del león!…
—Por favor, responda a la pregunta. ¿Por qué no querrán creerme?
—Usted se propone escribirles primero una carta, una elocuente carta personal para explicar esta experiencia.
—Sí, ésa es mi intención.
—Créame, Santidad, usted es el peor escritor de cartas del mundo. Su estilo apela demasiado al sentido común, es demasiado… concreto y ordenado. Se necesita mucho trabajo para pulir su estilo, e incluso así, no poseerá la emoción o la elocuencia que son necesarias para convertirlo en algo más que un documento. Ciertamente, sus cartas no hablan con las lenguas de los hombres y los ángeles. Pero ése es sólo el comienzo del problema… El núcleo del asunto es que usted es una persona sospechosa, y continuará siéndolo durante meses. Esa intervención cardíaca ahora es conocida por todos. Las secuelas están bien documentadas. Se ha advertido a todos sus hermanos, los obispos, que por lo menos durante un tiempo éste será un gobierno de la Iglesia con facultades reducidas. Nadie lo pondrá por escrito; nadie reconocerá que es la fuente de la información; pero es lo que piensan, y por el momento eso empaña todo lo que usted hace o dice. Para bien o para mal, Santidad, ése es mi testimonio…
—Y todavía tiene la cabeza sobre los hombros, ¿verdad?
—Así parece, Santidad.
—Entonces, contésteme a otra pregunta, Malachy. Soy un jefe de quien se sospecha. ¿Qué debo hacer al respecto?
—Santidad, ¿está pidiéndome una opinión… o sólo siente la necesidad de clavarme las orejas contra la pared?
—Una opinión, Malachy.
—Bien, examine el asunto desde el punto de vista del observador externo. Usted ha sido un Pontífice de mano férrea. Entronizó en la Curia y en las Iglesias nacionales individuos muy duros. Y ahora, de pronto, su Gran Inquisidor, el Cardenal Clemens, ha caído en desgracia. El mismo está difundiendo la noticia. Por lo tanto, hay cierta duda. Todos se preguntan por dónde va a saltar el gato. ¡Magnífico! ¡Que se lo pregunten!
No haga nada. Gerard Hopgood mantendrá limpio su escritorio y demostrará que usted trabaja con la misma eficiencia que de costumbre. Entretanto, redacte el gran
Motu Proprio
que dice y hace todo lo que usted desea, y cuando esté listo, convoque con escaso preaviso un consistorio regular y publique el trabajo —¡tic-tac!— en su estilo de costumbre. ¡De ese modo, usted no se presentará como Lázaro, que acaba de salir de la tumba y tiembla bajo su mortaja! En esta cristianísima Asamblea detestamos a los innovadores… incluso cuando ocupan la Silla de Pedro. Usted puede encerrar a un santo en un monasterio; puede despedir a un sencillo monseñor; ¡pero un Papa moderni/ador es una molestia de gran alcance!… Y ahora, Santidad, se lo ruego, ¡déjeme ir!
Cuarenta y ocho horas más tarde, monseñor Malachy O’Rahilly salió de Roma con diez mil dólares en el bolsillo (regalo de la bolsa personal del Pontífice). Simultáneamente, el Pontífice anunció un consistorio privado en el Colegio de Cardenales, que debía celebrarse el primero de noviembre, festividad de Todos los Santos. En este consistorio, el Pontífice anunciaría las nuevas designaciones y pronunciaría una alocución titulada
Christus Salvator, Homo Viator
(Cristo Redentor, el Hombre Peregrino).
El verano se transformó pronto en otoño. El maestrale cesó de soplar. Los mares parecían tranquilos y lisos. En los valles fluviales se condensaron las brumas. Se habían recogido las últimas cosechas y los campesinos araban la tierra y enterraban el rastrojo. A Roma llegaban las últimas oleadas de turistas, los más sensatos, los que habían evitado los calores estivales para viajar con tiempo benigno y soleado. Los peregrinos se reunían los domingos en la plaza de San Pedro y el Pontífice se acercaba a la ventana para bendecirlos y recitar el Ángelus, porque sus guardianes no le permitían descender a la plaza como hacía antes. De acuerdo con los informes de la inteligencia, la amenaza terrorista continuaba siendo «probable».
En el Vaticano prevalecía una atmósfera amable. Su Santidad era un paciente dócil. Continuaba sometido al régimen riguroso de dieta, descanso y ejercicio. Su médico se sentía complacido con los progresos del Papa. El cirujano afirmó que no necesitaba verle antes de seis meses. El trabajo que llegaba al despacho papal era atendido puntualmente y con eficacia.
El nuevo secretario era un individuo discreto, servicial y, según afirmaban los rumores, un lingüista que rivalizaba con el famoso Cardenal Mezzofanti. Lo que era más importante, el propio Pontífice suscitaba una impresión de serenidad, de optimismo, de curiosidad vivaz pero benévola. Incluso había sugerido a la madre superiora que las monjas de la Casa Papal quizá se sintieran más cómodas con ropas modernas, y que debía concedérseles más tiempo libre fuera del territorio de la Ciudad.
Por lo demás, la rutina del Palacio Apostólico y la Casa Papal habían vuelto a la normalidad. Su Santidad concedía audiencia a los dignatarios extranjeros, a los obispos que realizaban sus visitas
ad limina
para rendir homenaje y presentar las ofrendas de su grey al Sucesor de Pedro. Le encontraban más delgado, menos brusco de lo que recordaban, más generoso con su tiempo, más agudo en sus preguntas. Por ejemplo, preguntaba cómo estaban las cosas entre ellos y los delegados apostólicos o los nuncios de sus respectivos países. ¿Había armonía, una comunicación franca? ¿Se sentían espiados? ¿Se les suministraban copias de los informes enviados a Roma acerca de la Iglesia y el clero local? ¿Se sentían en libertad total de anunciar la Buena Nueva, de interpretarla francamente frente a su grey, o estaban constreñidos por el temor de la delación o la denuncia enviada a Roma? ¿Roma entendía bien o mal sus problemas, las condiciones especiales de su rebaño? Y la última pregunta en cada audiencia era siempre la misma: «¿Qué necesitan de nosotros? ¿Qué podemos hacer por ustedes?».
A veces las respuestas eran neutras; otras, casi brutalmente francas; pero noche tras noche el Pontífice León las anotaba en su diario. Día tras día intentaba incorporarlas a la alocución, que se ampliaba lentamente, página tras página. Era como armar un rompecabezas grande como el mundo. ¿Cómo armonizaban los problemas de la bioética en las sociedades prósperas con la carga abrumadora del hambre en las zonas marginales? ¿Qué definiciones morales debían aplicarse a la destrucción de la selva lluviosa y al genocidio de los saqueadores de tierras del Brasil? ¿Cuan francamente estaba dispuesto a hablar acerca del matrimonio de los clérigos, de los derechos y la jerarquía de las mujeres en el seno de la comunidad cristiana, del irritante problema del sacerdocio femenino? Y de pronto, cierto día, monseñor Gerard Hopgood trajo una pila de páginas mecanografiadas, la compilación de las notas manuscritas del Pontífice. Por casualidad o inspiración, León descubrió, entre las páginas, un pedazo de papel con estas palabras, escritas con la letra cursiva muy clara de Hopgood: «¡Vueltas y más vueltas, rodeos interminables! ¿Por qué no lo decimos claramente, de una vez para siempre? Tenemos el mensaje de la salvación, el mensaje integral y completo. No tenemos y jamás tendremos la respuesta a todos los problemas éticos que puedan suscitarse…».