Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (4 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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—Y me ha dicho, señor marqués, que no puede dormir ni un día más en la cama con mi madre. Y esto es lo que vengo a pedirle. Un nuevo colchón. Mejor dicho, dos colchones, para que las piernas de mi padre y las de mi madre no se «arrejunten»

durante la dormida. Porque a mi madre ese entrelazado de carnes le gusta, pero a mi padre le horroriza.

—Rosariyo, ¿de quién está enamorado tu padre?

—De María, la «ponebaños» de su madre, la señora marquesa viuda.

—María es feísima.

—Y mi madre también. Pero María tiene treinta años menos.

—Eso es verdad, Rosariyo. Tu madre, si tú me autorizas a decirlo, es atroz.

—Muy fea, señor marqués. Por eso le estoy pidiendo que separe sus camas.

—Hecho, Rosariyo. Marcha tranquila. Mañana dormirán separados. Pero dile a tu padre que si perdemos a María por su culpa, está despedido.

—Que Dios se lo pague, señor marqués.

* * *

Si mi madre se entera de que María, su pura doncella y «ponebaños», está sacando de sus casillas a Juan de Dios, es muy capaz de armar la marimorena. Aprovechando que Mamá está visitando al tío Pochito, he reclamado la presencia de María.

María es descolorida. A primera vista parece a medio hacer. Nunca me había fijado en ella como mujer. Ahora, con las informaciones que poseo, he intentado comprender el porqué de su éxito con Juan de Dios, uno de los tipos más serios y formales que he conocido en mi vida. Está nerviosa y algo se huele.

—María, creo que tienes algo que decirme.

—Yo no he hecho nada malo, señor marqués.

—Pero estás al borde del precipicio.

—A veces la vida te arrastra.

—Juan de Dios tiene treinta años más que tú.

—Pero me vuelve loca.

—Si mi madre se entera…

—¡No por Dios, señor marqués! Sería mi ruina… Me tendría que marchar. Y

perdería para siempre a mi Juan de Dios.

—Por mi parte, tienes el silencio asegurado. El peligro viene de la gorda. Como Petra, la mujer de Juan de Dios lo sepa, te puede matar. Rosario, la hija, me ha pedido que compre un nuevo colchón. Juan de Dios no quiere rozarse con Petra por las noches.

—Es que sólo me quiere a mí. Pero yo todavía no le he dado nada.

—Bueno, María, sólo te pido que seas prudente. En esta casa, los líos y los polvetes vuelan como los vencejos.

Pues nada. No he encontrado en María ningún rasgo que se acerque al atractivo personal. Tiene que tener algún pariente que sea bacalao. Pero que no se ande con juegos. A Flora la despidió Mamá cuando supo que se había liado con El Cigala.

Claro, que después estuvo enrollada con Tomás y al final con Pepillo. Si no es por Marisol (q.e.p.d.), se hubiera quedado sin casa y sin trabajo. La primavera, que nos vuelve locos a todos los que vivimos en este prodigio escondido.

Descansito y a leer un poco. Marsa no se ha recuperado todavía del tute que le he metido en el soto de las oropéndolas. Estoy hecho un toro, en el buen sentido de la figuración. Leo poemas de Julián Pemartín, primo de tío José María Pemán y amigo de Papá. Tiene un soneto muy fuerte, más duro que el de Foxá, en el que retrata a un señorito de Andalucía la Baja de principios del siglo XX. Espero que no sea nadie de mi familia.

Tengo mucho de Lord y de gitano;

Aunque a veces blasfemo, nunca miento.

A una monja rapté de su convento,

Y de diez Hermandades, soy hermano.

Es mi capa, la capa más raída,

Y mi frac, es el frac más elegante.

Con todas las mujeres soy galante

Aunque a veces le pego a mi querida.

A un francés, una tarde, mi pistola

Defendiendo el honor de una española,

Dejé muerto en el patio de un castillo.

Y en los jardines de una venta maja,

A un gitano tendí con mi navaja

Discutiendo no sé qué fandanguillo.

También me entretengo con los anuncios por palabras de los periódicos. Algunos los guardo. La gente es rarísima. Uno de los tesoros que conservo, y que a Marsa le duelen las tripas de reírse cada vez que lo lee, dice así: «Sheila. Lindísima, irresistible, senos fantásticos, un bombón, caderas insuperables, escultural, supercariñosa, educadísima, políglota y nivel universitario. Tengo tantas cualidades que todavía no sé por qué me hice puta.» Una gran mujer, esa Sheila que se anuncia. Ahora la prensa está volcada con la boda de Carlos de Inglaterra y Camilla Parker-Bowles, a la que conocí en la Feria de Jerez unos años atrás. Me pareció estupenda, aunque algo arrugadilla. Con más de media botella de fino en la sangre, me hizo partícipe de algunos secretos divertidos. Por ejemplo, que el príncipe Carlos, en la intimidad más mórbida, le arrea cachetes en el culo mientras le dice «leona». Que en los minutos posteriores al fornicio, Su Alteza carraspea y emite sonidos extraños, como «gñum, gñum». Si se pone nervioso, del «gñum, gñum» pasa al «jñum, jñum» con lo que avisa que no está para bromas. Que desayuna arenques ahumados y zumo de fresas silvestres, y que a su madre le llama «Mam», lo último, nada original.

Magnífica mujer Camilla. Mucho más simpática que la difunta, que sólo sonreía cuando le presentaban a un millonario. A mí me estuvo sonriendo toda la noche —

fue en casa de los Wellington—, a sabiendas de mi inconmensurable fortuna. Pero era más sosa que un plato de arroz blanco sin sal. Prefiero a Camilla, más humana, más accesible y de mejor familia, aunque los Spencer no estaban mal del todo.

Marsa quiere que viajemos a Londres para vivir el ambientillo de la boda, y he aceptado su sugerencia. Así aprovecho para encargarme camisas y comprar corbatas en las Burlington Arcade. Algún sombrero caerá, aunque mi sombrerero Jackson & Sons falleció el pasado invierno, y nos mintió a todos sus clientes. No tenía hijos, es decir, «Sons», y se ha cerrado el establecimiento. Era el sombrerero del Duque de Edimburgo y del marido de Margaret Thatcher, que se pasaba el día encargándose sombreros porque su mujer no le dejaba hacer otra cosa. Una mañana coincidí con él y me contó que su mujer tenía bastante carácter. Me pareció muy discreto y afectuoso.

Unos días en Londres nos sentarán de perlas. Ya he reservado en el Hyde Park una
suite
de tronío. Me preocupa que me espíe el embajador de España, el conde de Casa Miranda, pero allá él si decide perder el tiempo con tonterías. No obstante, le dejaré recado de mi llegada por si quiere mandarme el Rolls de la Embajada a Heathrow. No todos los meses llegan los marqueses de Sotoancho a Londres, para desgracia de Londres.

Salgo al jardín. Anochece. Mamá no ha llegado. Marsa se ducha. La intuyo a través de la ventana de nuestro cuarto de baño. Tomás me ha preparado mi primer whisky.

La verdad, es que ser el dueño de todo esto no está al alcance del resto de la humanidad. Por eso me sonreía tanto Diana de Gales en casa de los Wellington. Por eso puedo permitirme el lujo de viajar a Londres cuando se casen Carlos y Camilla para hacerme una docena de camisas.

* * *

DOS

Lo he escrito muchas veces y no me canso de repetirlo. Mamá, recién levantada, es espeluznante. Ya arreglada y vestida adquiere el empaque de una princesa húngara, pero en camisón y con los pelos revueltos asusta a cualquiera. Llegó tarde y no la esperé.

—Buenos días, Mamá. ¿Qué tal el tío Pochito?

—Encantador. Lo pasé muy bien con él.

—¿Sigue tan tontorrón como siempre?

—Sigue como es. Pero estuvo muy cariñoso. El sábado viene a cenar.

—No, Mamá. El sábado no puede venir nadie a cenar. Es la víspera del campeonato de canicas y tengo que concentrarme.

—El sábado viene.

—Pues yo no le voy a hacer ni caso.

—Tú harás lo que yo te ordene.

—Lo siento, Mamá. El Campeonato del Mundo está por encima de todo.

Su actitud no tiene calificativos. Sabe que el domingo se celebra el acontecimiento deportivo más importante de mi vida —este año, fallecido el conde del Rompido tengo muchas posibilidades de ganar—, y me sale con ésas. El sábado tengo masaje en Sevilla, y no quiero cenar. Quizá una pera de agua bien peladita. Hay que llegar a la cita en las mejores condiciones. Ni una copa ni alimentos pesados. Y largos paseos para fortalecer las piernas, no me vaya a suceder otra vez lo mismo.

—Me voy a mi cuarto a hacer cinco abdominales, Mamá.

—Haz lo que quieras.

Un ejercicio de abdominales es una barbaridad. Me duele todo el cuerpo. Marsa me ha extendido un linimento por las zonas afectadas y la recuperación se inicia.

—Eres un atleta, mi amor.

—Pero el deporte profesional es duro, Marsa.

—Tú aguantas lo que sea.

—Dame un masajillo por las corvas, princesa.

—A mi deportista yo le masajeo por donde me ordene.

—Estoy muy nervioso, mi amor. Muerto Pepito Rompido, que era el Di Stéfano de la canica, tengo el campeonato a mi alcance.

—Estoy segura de que lo ganarás. ¿Por aquí, por las corvitas?

—Ah, ah, qué gustito Marsa, por ahí, por ahí…

* * *

Después del masaje, largo paseo. Al toparme con Tomás se lo he advertido.

—Nada de alcohol en el aperitivo, Tomás. Cervecita «sin».

—No hay cervecita «sin», señor.

—Pues que la haya. Que Karmel las compre. Dos docenas. Hasta que no se celebre el mundial de canicas, ni vino en las comidas.

—De acuerdo, señor. Y me parece muy bien. Pero, ¿y ese chándal?

—Para dar el paseo y fortalecer mis piernas, Tomás. Envidioso.

—Yo no me pongo esa atrocidad ni por dinero, señor marqués.

El chándal que me he puesto, efectivamente, no es estético. Me lo compré en Sevilla quince días atrás. Probablemente carmesí en exceso. Unas rayas blancas adornan los pantalones, y calzo deportivas de marca con cámara de aire. Lo que en Cataluña llaman «las tenis».

El paseo, que va a ser largo, no puedo hacerlo solo, por si acaso. En La Jaralera queda algún lince y dicen que ya han sido vistos unos cuantos lobos en Sierra Morena, que queda lejos de aquí, pero no tanto. Por ello me acompaña Modesto, el guarda, que irá detrás de mí en el viejo Jeep durante la caminata. Si me ataca algún animal, Modesto cumplirá con su deber. Y así aprovecho para subirme al coche cuando haya cuestecitas. Me molesta mucho andar hacia arriba. ¿Que se presenta una cuesta o un tramo pindio? Al coche. ¿Que el camino se hace llano o inicia un descenso? Paseíto. Todo menos cansar unas piernas que necesito fuertes el próximo domingo. Me han llegado noticias de que Jimmy Monteñoño se entrena catorce horas al día. Pero no es enemigo difícil. Tiene los dedos de las manos demasiado gordos, y se come las uñas, y siempre termina por impulsar alguna canica con los padrastros.

Además se pone muy nervioso y padece de aerofagia histérica, es decir, que si no está tranquilo, se tira unos cuescos capaces de levantar un jarrón de cristal de La Granja.

—Modesto, ¿preparado?

—Siempre a sus órdenes, señor marqués.

—Cuando lleguemos a la cuesta del camino de los conejos, te detienes.

—¡Pero si está a sólo doscientos metros de aquí!

—No importa. Te detienes y me subo al coche.

—Lo que usted diga, señor.

Tan alto, tan espigado y con un chándal carmesí debo de parecer un ibis escarlata del Amazonas. A mi paso, los pajaritos abandonan las ramas de los árboles y vuelan asustados. Llevo cien metros de marcha y empiezo a notar los primeros síntomas del esfuerzo. El deporte de alta competición exige demasiado. La cuesta del camino de los conejos está a un paso.

—Modesto, para el coche.

—Todavía nos faltan cincuenta metros para llegar a la cuesta, señor.

—Pero el terreno va hacia arriba. Engaña. No puedo jugarme un esguince.

—Suba, señor marqués.

Ignoraba que en casa, en ese mismo momento, estaba a punto de estallar una tormenta espantosa.

* * *

Tampoco lucía el sol de la armonía en la casa de Juan de Dios. Una camioneta acababa de llegar con una nueva cama, y un colchón, y unas almohadas. La Petra no entendía nada.

—Nosotros no hemos pedido ninguna cama.

—Yo sí —terció Juan de Dios—. Mira, mujer, hemos engordado con los años, y lo que antes era una cama espaciosa se ha convertido en una litera como las de la mili.

—Pues yo duermo perfectamente en mi cama, pegadita a mi marido y sin ningún problema.

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