Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (13 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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—De acuerdo, pero erez una trampoza.

Juan de Dios es como un roble. Alto, fuerte y noble. Se ha inquietado de timideces cuando me ha visto en la cama.

—Espero, señor, que no sea nada grave.

—No estoy enfermo, Juan de Dios. Estoy concentrado, porque mañana se celebra el campeonato.

—En ese caso, no quiero molestarle.

—No me molestas. He sido yo el que te he llamado.

—Intuyo por dónde van los tiros.

—Tu mujer, Petra, le ha dado una paliza a María y después le ha cortado el pelo al cero.

—Es muy burra, señor marqués. Lo que usted decida será lo justo.

—Creo, Juan de Dios, que merece un castigo tan humillante como el que ella ha impuesto a la pobre María.

—No me la quito de la cabeza.

—Quítatela. Una calva se quita de la cabeza divinamente.

—Me encantaría abrazarla y pedirle perdón por lo que le ha hecho mi mujer.

—Déjate de abrazos, Juan de Dios, que se empieza por el perdón y se termina en el catre.

—Usted dirá, señor marqués.

—Petra tiene que pelarse al cero.

—Me parece justo.

—Como una bola de billar.

—Es lo correcto.

—Si acaso, sólo puede dejarse una tira de pelo, como los mohicanos.

—Le daré la oportunidad de elegir.

—Que se lo corte inmediatamente, y pelillos a la mar.

—Nunca mejor dicho, señor marqués.

—Mi mujer quería que os echara de casa.

—Con razón.

—Pues eso. A cortarse la pelambrera, y todo olvidado. Ahora, Juan de Dios, déjame, que se acerca la hora del gran reto.

—Mucha suerte, señor. En media hora, la Petra, calva.

—Gracias, Juan de Dios.

A esto se le llama dominar una situación. Marsa, que ha estado presente en la conversación, me mira con admiración ilimitada.

—Fantástico, mi amor.

—No estoy descontento con mi decisión.

—Eres un fuera de serie.

—Gracias, mi tucana. Por favor, cosquillitas en los gemelos. Los tengo tensos.

—¿Así, mi vida?

—Así, mi amor, pero sin incursiones. Hoy no puedo excitarme.

* * *

Juan de Dios llegó a su casa con la serenidad del justo. Petra le esperaba con inquietud.

—Han estado a punto de echarnos de La Jaratara, mujer.

—No pude reprimirme.

—El señor marqués te ha sancionado.

—No sé qué…

—No te disculpes. Me ha pedido que te corte el pelo al cero, o que te lo dejes como un mohicano.

—Me niego.

—Te lo voy a cortar, Petra.

—Como ella no. No quiero parecerme a ella en nada.

—Pues como un mohicano. Y olvídate de venganzas.

—Me olvido, pero tú también.

—De acuerdo, mujer, y nunca más…

* * *

SIETE

Ocho de la mañana. El día grande. Marsa me estimula. Emoción al ver entrar en mi cuarto a Tomás. Ha recapacitado y vuelto junto a su viejo señor. No es un desertor ni un cobarde. Algo tiene este hombre. Florestán prepara muy bien el desayuno, y plancha de dulce las camisas y los pantalones, pero carece del empaque de Tomás.

Una corbata planchada por Tomás, hecho el nudo, se hace cuello de cisne. Emerge de la glotis y se curva desde el esternón en forma de ola rompiente.

—Buenos días, señor. No podía dejarle solo.

—Tomás, eres un amigo.

Al campeonato del mundo, según su reglamento interno, cada contendiente puede llevar a su mayordomo, siempre que tenga en el rango una antigüedad de cinco años.

Tomás es mi mayordomo hace veintisiete años, y es el decano de Andalucía en situación de activo.

—Tomás, me encantaría que me acompañaras.

—Iré con usted. Pero ya sabe que no podré hablar. Los mayordomos estamos obligados por el reglamento a seguir las incidencias del campeonato en completo silencio.

—Pero una mirada, a veces, vale más que mil palabras.

—Usted tranquilo, señor.

Marsa me achucha.

—Pichonponparapachón mío.

—Me corto las venas y no sangro.

Tomás interviene.

—Hay que moverse, señor. El baño, algo de gimnasia, un segundo desayuno más fuerte, paseíto y a casa de don Jaime Monteñoño. La cita es a las dos. Después del almuerzo, se sorteará el turno de las tiradas clasificatorias y a las cuatro en punto dará comienzo el campeonato. Recuerde, señor. Ni una copa. No caiga en la trampa.

Si acaso, un licor digestivo en la sobremesa. Templa el pulso.

Ya cumplidos los requisitos higiénicos, y vestido como la ocasión lo exige, he procedido a dar el pequeño paseo recomendado por Tomás. Me ha emocionado la pancarta que la servidumbre ha colgado entre los dos grandes magnolios de la recoleta. Dice así: «¡VIVA EL MARQUÉS CAMPEÓN!» Ahí están todos, incluida Petra, calva con un cepillo en el centro de la cabeza que le distingue de María, con su alopecia total. Pero entre una y otra apenas hay cinco metros, y han olvidado sus rencillas y se han unido para animarme.

—Gracias a todos, de corazón, gracias —he conseguido decir, no sin dificultad.

La ovación ha sonado estruendosa. También don Crispín aplaude, y Modesto, y Karmel, y Flora, y Pepillo, y Florestán, y Juan de Dios, y Petra, y María, y Fermina, la costurera… La afición está conmigo y ello me impulsa, me remueve, me llena de fortaleza. Sólo me faltan Elena y los niños. Pero los siento muy cerca, a mi lado…

* * *

La Tinajona es la finca de Jimmy Monteñoño. Su casa, anclada en un precioso alcor de la sierra de Aracena, parece trasplantada de la campiña del sur de Inglaterra.

Monte y dehesa, y de cuando en cuando, médanos estallantes de arenas blancas.

Tomás me acompaña. Para impresionar, hemos venido en el viejo Bentley de Papá, que mi madre quería llevarse a casa del tío Pochito y tararí que te vi. La cita es a las dos, y apenas quedan tres minutos para que marque la hora en punto. Me gusta llegar a las casas mientras suenan las campanadas del reloj. En la plazoleta, muchos coches, pero ninguno como mi Bentley. Tomás Bouvier tiene un Studebaker de la década de los cincuenta, que descapota cuando baja a Vistahermosa para ligar. Pero hasta la fecha no se ha comido una rosca. En fin, que se ha oído la primera campanada cuando mi pie derecho atravesaba el umbral del escenario olímpico. Con la segunda, Jimmy Monteñoño me ha saludado.

—¡Cristian, siempre tan puntual!

He llegado el último. Ahí están mis adversarios. Ramón —Mamoncho—

Castromerzo; Santiago —Tato— López-Sanders; Salvador —Salva— Collado-Mustio; José —Sesé— Guadalcastillo; Alfonso —Ilde— Llodio; Tomás —Tomasón— Bouvier; y Jaime —Jimmy— Monteñoño, el anfitrión. A los mayordomos les ha sido preparado un generoso taco en el guadarnés. Con la copa, y antes de pasar al comedor, Jimmy Monteñoño ha hecho uso de la palabra.

—Queridos amigos. Los miembros del «Canica's Club» nos reunimos de nuevo para celebrar el Campeonato del Mundo de Canicas sobre Alfombras de la Real Fábrica de Tapices. De la última edición a esta que nos disponemos a disputar han fallecido dos grandes jugadores. El conde del Rompido, nuestro querido Pepito Rompido, maestro insuperable en el toque de la canica, tres veces Campeón del Mundo, y recientemente Estanis Montejúcar, al que las apuestas de Londres daban como favorito en este torneo. Me ha llamado O'Higgins, nuestro común amigo londinense, para darme la relación de las apuestas, y que en este momento es la siguiente:

Castromerzo: 8 a 1

López-Sanders: 8 a 1

Collado-Mustio: 7 a 2

Guadalcastillo: 7 a 2

Llodio: 6 a 3

Bouvier: 6 a 3

Monteñoño: 6 a 3

Sotoancho: 5 a 4

Como apreciáis, Sotoancho es el más apostado en Londres, probablemente porque él mismo ha elevado la apuesta. Da igual. No siempre gana el caballo más jugado. Os he preparado un
buffet
para que nadie esté obligado a conversar con el enemigo. Os podéis servir a vuestro antojo y comer en el rincón que queráis. Jugaremos sobre la alfombra del salón, que tiene catorce metros de eslora por doce de manga, y que mandó hacer ex profeso para el salón de casa mi abuelo Federico Monteñoño. Antes de comer y de rezar una breve oración por nuestros compañeros fallecidos, procederemos al sorteo para establecer el turno de tiradas. Se lanzarán diez canicas y tres deben chocar con el bolón para que el jugador se clasifique para una segunda ronda. En el caso, improbable, de que ningún jugador contabilice tres impactos, pasarán a la segunda tirada los que tengan dos choques en su haber. Los mayordomos de los competidores están para atender a sus señores, servirles las copas que estimen necesarias y permanecer a su disposición, pero con absoluta prohibición de comentar las jugadas. Asimismo, y de acuerdo con las Normas del

«Canica's Club», todo comentario en voz alta que pueda poner nervioso al enemigo o que sea considerado vejatorio o displicente, será causa de inmediata eliminación.

Como en ocasiones anteriores, el juez único será nuestro querido Fernando Labrús, vizconde de Labrús, que a sus noventa y siete años, ya retirado de la competición, mantiene una afición desmesurada por nuestro gran deporte.

Os pido un fuerte aplauso para Nando Labrús.

Una gran ovación de dieciséis manos atronó en el recinto, mientras Nando Labrús, que parece el bisabuelo de Amadeo de Saboya, agradeció las muestras de cariño levantando, no sin dificultad, el dedo índice de la mano derecha. Parece que no se entera de nada, pero es un árbitro de cuidado, y no deja pasar una. Jimmy Monteñoño prosiguió su charla.

—Como sabéis, este año falleció mi tía Ana Brañahermosa, hermana de mi madre, buenísima persona y soltera, y a la que tanto quise. Me dejó heredero de su fortuna y he querido plasmar esta circunstancia, triste pero inevitable, en el Bolón de Oro.

Como podéis apreciar, el Bolón para el Campeón del Mundo es de oro macizo y del tamaño de una bola de tenis.

Otra gran ovación de catorce manos saludó la visión del premio, mientras Jimmy Monteñoño lo paseaba de mirada en mirada. Finalmente, escribió los nombres en un papel y se lo entregó al juez-árbitro, Nando Labrús. Éste le solicitó a Monteñoño que dijera un número del uno al ocho.

—El tres.

Contando de izquierda a derecha, el número tres era Tomasón Bouvier. Y el árbitro vizconde de Labrús, inició el sorteo señalando con el dedo índice uno a uno al son de cada sílaba:

—Pito, pito, gorgorito, nada la pata, llora el patito, peta el petate, pota el potito, pito, pito, gorgorito.

El último «to» del «gorgorito» correspondió a Tato López-Sanders. Él iniciará el campeonato y de izquierda a derecha contando a partir de él, harán turno el resto de los jugadores. Así ha quedado el orden de juego: A las 16 horas: López-Sanders.

A las 16.10: Castromerzo.

A las l6.20: Llodio.

A las 16.30: Bouvier.

A las 16.40: Monteñoño.

A las 16.50: Collado-Mustio.

A las 17.00: Guadalcastillo.

A las 17.10: Sotoancho.

¡Bravo! He tenido suerte. El último tirador juega con el conocimiento de los resultados previos. Jamás había disfrutado de ese lugar de privilegio. Y además, ya con el campeonato en marcha, los músculos se relajan y los nervios desaparecen. Por otro lado, es lo justo, ya que mi nombre figura en la Agencia O'Higgins de Londres como el más apostado por los aficionados londinenses. El que está fastidiado es López-Sanders, mediocre jugador y bastante nervioso. He llamado a don Crispín para que reúna al personal de casa a las cuatro en punto y sea rezada una oración para desequilibrar la balanza a mi favor. Don Crispín, como era de esperar, ha accedido con gusto a mi justa demanda. ¡Bravo!

* * *

En Grazalema, entre rosas de pitiminí y lantanas amarillas, paseaban la marquesa viuda de Sotoancho y su primo Pochito Hendings. En sus semblantes, un principio de felicidad.

—Estoy feliz en tu casa, Pochito.

—Y yo que eztés, zí, zí.

—Si quieres, me quedo una temporadita.

—Me guztaría, porque me ziento baztante zolo. Y máz, dezde que murió Carloz.

—¿Qué Carlos?

—¡El de loz peloz largoz! ¡Haz picado! ¡Prenda!

—Pochito, que no quiero jugar a las prendas.

—Erez una ventajizta.

* * *

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