Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (12 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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—¡¡Florestán!!

Ingresa asustado.

—¿Le sucede algo, señor?

—Que venga inmediatamente don Crispín.

—Si voy a avisar a don Crispín, tengo que abandonar mi puesto de guardia.

—Permiso concedido para abandonarlo. Y dile que venga con el breviario.

Nunca he sido devoto en exceso, pero hoy el espíritu me pide serenidad y oración.

Y alivio, mucho alivio. Lo contrario de lo que causa la presencia de Mamá. Aquí está.

—¿Qué haces en la cama a estas horas?

—Descanso, Mamá. Mañana es el gran día.

—Ese campeonato es una majadería.

—Ese campeonato es lo más importante que puede sucederme en la vida.

—Tienes mala cara.

—Estoy enfermo de los nervios.

—¿Quién te va a llevar?

—Karmel.

—No, que te lleve Modesto. Yo me voy con Karmel.

—¿Adonde, si se puede saber?

—A pasar el fin de semana con el tío Pochito. Me marcho ya. Suerte en esa tontería. Volveré el domingo por la noche.

Me pinchan y no sangro. Me apuñalan por la espalda y no siento la cuchillada. Me hacen cosquillas en las plantas de los pies y no muevo un músculo.

—¿Te has enterado?

—No me he repuesto del estupor.

—Pues reponte. Me ha invitado Pochito a pasar el fin de semana en Grazalema. Y

como comprenderás, no pienso hacerle un feo despreciando la invitación.

—Mamá… Tío Pochito… No sé cómo explicarme…

—Tienes el pensamiento sucio. Tío Pochito y yo somos primos, nos queremos mucho y me divierte jugar a las prendas. Así que
«Adieu, mon petit lapin».
¿A que tengo gracia?

—Con todo mi cariño y respeto, no tienes ninguna gracia. Nunca has sido graciosa, Mamá.

—Pues Pochito dice que soy la monda de graciosa.

—Tío Pochito es tonto, Mamá.

—¡Qué lástima me das! Hasta el domingo, pobre hombre.

Me han llamado de todo en la vida, pero jamás «pobre hombre», con ese desprecio y esa distancia que sólo están al alcance de un bicho como Mamá. Pero no puedo alterarme. Mañana es el gran día, y tengo que sacar fuerzas de donde no las hay.

¿Dónde estará Marsa? Necesito cariño y recogimiento. Amor de Dios y amor de mi mujer. Me consumo de los nervios y la responsabilidad.

* * *

María, la pecadora, la nueva María Magdalena, se hallaba en el cuarto de plancha ultimando sus menesteres textiles. Un poderoso brazo rodeó su cuello. Otro muy fuerte terminado en una poderosísima mano le tapó la boca. No pudo gritar. La orden fue terminante.

—A tu cuarto, zorra.

En su habitación, María se sentía más segura, más dueña del territorio. La propiedad del territorio dejó de interesarle cuando recibió el primer bofetón de la serie. La tanda constó de catorce guantazos. Cuando parecía que el decimoquinto morrón se presentaba inminente, la voz de la agresora, de la Petra, se oyó firme.

—Siéntate, golfa.

María obedeció. Se estercolaba de terror. La Petra le ató a la silla. María se despidió de la vida, pero no podía llorar, ni gritar, ni hablar, ni moverse. La Petra extrajo de su refajillo unas enormes tijeras. Y púsose a la obra. Después de las tijeras, una maquinilla de afeitar de Juan de Dios, su marido. María parecía Roberto Carlos o Ronaldo, más el primero que el segundo. Culminada la obra, la Petra liberó a María y fuese con la tranquilidad de la obra bien hecha. María, calva como una bola de billar, no se atrevió a mirarse en el espejo. Se tumbó en la cama, y lloró con insuperable amargura.

* * *

Don Crispín entró en el cuarto. Necesitaba su presencia. Sabía lo mucho que precisaba de su palabra santa para dominar mis nervios.

—Oremos, padre.

—Oremos, hijo.

—Antes de orar, pidamos al Señor su intercesión.

—Depende de la intercesión.

—Para que mañana consiga el triunfo en el Campeonato del Mundo de Canicas sobre Alfombras de la Real Fábrica de Tapices.

—Muy larga la petición.

—Da lo mismo. Intervenga de inmediato.

Don Crispín me conoce y sabe que no pido bobadas ni frivolidades. Así que, cumplidos los rezos, elevó los ojos al techo, y con la seguridad que concede la santidad probada, proclamó:

—Oh, Señor. Te rogamos que por Tu infinita bondad, permitas que mañana, nuestro amado y atribulado hijo el marqués de Sotoancho, más por méritos propios que por impericia ajena, consiga alzarse con el triunfo en el Campeonato del Mundo de Canicas sobre Alfombras de la Real Fábrica de Tapices. Te rogamos que seas justo y…

—No, don Crispín. No le pido justicia. Le pido enchufe.

—A Dios no se le piden enchufes.

—Si estuviera seguro de mi victoria, no le pediría nada.

—También es verdad.

—Modifique la petición.

—Y te rogamos que no seas del todo justo y hagas fallar a los contrincantes del marqués de Sotoancho, para facilitar, gracias a Tu intervención, su victoria. Y Te prometemos, que en caso de triunfar el marqués, el sueldo del capellán de esta casa experimentará un considerable aumento, que será dedicado en su totalidad al alivio de los necesitados de La Jaralera.

—En La Jaralera no hay necesitados, don Crispín.

—Yo.

—Me parece que usted está aprovechándose de mi debilidad.

—Le parece bien. Es así.

—Si gano, le aumento el sueldo.

—Con Dios por testigo.

—Amén.

* * *

La última noche. Comprendo a la perfección a los aristócratas franceses en las horas previas a su paso por la guillotina. Menos mal que tengo a Marsa a mi lado, sonriente, cariñosa, restando importancia al reto de mañana. Me siento tan fuera de mí, que no he reparado en la cabeza de María, completamente calva, cuando ha entrado en el cuarto con una gran cesta de ropa limpia de mi mujer.

—Mi amor, ¿has visto a María?

—La estoy viendo.

—¿Notas algo raro en ella?

—En absoluto.

—Se ha rapado al cero.

—Ahora que me lo dices… Pues sí, es chocante.

—Chocantísimo.

—Vamos a averiguarlo.

María se hace la distraída. Sigue con sus cosas, ordenando el armario de Marsa. A pesar de mi estado casi catatónico, a pesar de mis nervios desalmados, el deber me llama. Si una mujer lleva sirviendo en casa cinco años, y de la noche a la mañana aparece no dotada de frondosidad pilosa, es decir, con el occipucio en desnudez, lo más lógico es preguntarle el motivo de tan radical desprendimiento del cabello.

Haciendo un esfuerzo titánico, me he atrevido a iniciar las pesquisas.

—María, o estoy muy mal, que lo estoy, o se ha cortado el pelo.

Silencio. Movimiento de labios. Gimoteo naciente.

—María, está usted calva. Parece un soldado de la Guerra de Cuba arrestado por el coronel.

Silencio. Movimiento de labios más vivo. Gimoteo con vocación de llanto.

—María, la señora marquesa y yo queremos saber el motivo de su calvicie. ¿Se ha cortado el pelo por gusto, o porque está de moda?

María ha superado el trance de la lágrima y se ha abrazado al viento de la iracundia.

—¡ ¡Miren cómo tengo la cara!!

Habíamos reparado en el pelo, más bien en su estado de calvorota total, pero sin fijarnos en su rostro. Está, en efecto, algo tumefacto, amoratado en extremo, disparatadamente cardenalicio.

—¡María, pobre hija! ¿Quién te ha hecho eso? —ha preguntado Marsa mientras acudía a consolarla.

—La Petra. La bestia de la Petra. Primero me ha dado catorce guantazos en la cara, que los he contado uno a uno, y después me ha atado a una silla y me ha pelado al cero.

—Ahora mismo me voy a ver a Petra —ha dicho Marsa, tajante e impetuosa.

—No es proceder sensato el suyo —he remachado yo, menos tajante e impetuoso.

María ha pedido la palabra.

—No hagan nada, por favor. Tenía una deuda con ella y ya se la he pagado, a mi pesar. No pienso volver a caer en las redes de Juan de Dios. Y a la Petra, en cinco años, la he visto muy poco. Puedo pasarme otros cinco sin tener que soportar su presencia, y viceversa. Los cuernos tienen que doler mucho, porque estaba furiosa conmigo. Pero no le deseo mal alguno. Déjenla. Me siento como si hubiera terminado de pagar una hipoteca.

Marsa se resiste a dar por buena la solución.

—Una cosa es que tú no quieras, y otra que nosotros no queramos. Mi amor, no podemos consentir que una persona a nuestro servicio sea humillada y golpeada por otra persona en similar condición laboral. Si no hay castigo, esto se va a convertir en la batalla de Aljubarrota.

María, que no ceja.

—Por favor, señora marquesa, se lo pido de rodillas. No sancione a la Petra.

—No pienso sancionarla. La voy a echar de casa.

—¡No, por favor! Piense en Juan de Dios y en Rosariyo…

La escena no es la mejor para ser vivida en la víspera del gran campeonato. La sabiduría del mando, mi experiencia en el timón de esta casa, me ha abierto la ventana de la posible solución.

—Marsa, que avisen por el telefonillo interior a Juan de Dios. Y que se presente inmediatamente. Y solo.

La firmeza de mi voz ha impresionado a ambas mujeres.

—María, aguarde en su habitación. Será llamada en breve. No se preocupe, que no tomaré decisiones perjudiciales para el porvenir de una familia.

—Gracias, señor marqués.

—Cuando venga Juan de Dios, puedes asistir a mi retahíla de reproches, Marsa, pero no me desautorices delante de él. Creo que voy a acertar.

—Nunca te desautorizaré en mi vida, amor mío.

Ésta sí que es una mujer. María se ha marchado. Marsa me sonríe. Necesito trasladarle mis cuitas y quebrantos.

—¿Sabes, mi amor, que Mamá se ha largado a casa del tío Pochito?

—No lo sabía.

—Para todo el fin de semana.

—Eso tiene más consistencia.

—Para mí, que el tontito y ella están tramando algo.

—Si hay trama, es cosa de ella. Tu tío me parece incapaz de tramar nada.

—Habrá que vigilarla a partir de ahora.

—Déjala… Al fin y al cabo, ¿qué importa lo que haga?

—Es mi madre.

—No te pongas folclórico, mi amor.

* * *

El viejo Bentley conducido por Karmel se detuvo en la plazoleta que enseña la entrada de Pochito. En pie, tonto, pero en pie, estaba el hombre esperando a su prima. Karmel abrió la portezuela, y Pochito se encorajinó de abrazos. La vieja marquesa se sentía feliz, pero protestaba por razones de apariencia.

—Pochito, no seas tan salvaje.

—Criztina, me hace iluzión verte, zí, zí.

—Deja de decir «zi, zi», que pareces un okapi.

—Pero te encanta el okapi, zí, zí.

—No te niego que algo me gustas.

—¡Prenda! Por decir que te guzto, tienez que ponerte en cuclillaz, zí, zí.

—¡No, Pochito! En cuclillas, jamás.

—Puez te vaz de caza, trampoza, zí, zí.

—Eres injusto, Pochito.

—O ze juega o no ze juega. Tienez que pagar la prenda.

—De acuerdo, me pongo en cuclillas. Pero después no hay quien me levante.

—¡Vale, vale! Haz ganado. Ponme una prenda a mí.

—Que me prepares una ginebra con hielo.

—¡Ahora mizmito!

—Y que me prometas que no vamos a jugar a las prendas esta noche.

—Ezo no lo puedo prometer. Me encanta el juego de laz prendaz. Zi me permitez una baztez, me dezcojona el juego de laz prendaz. Y laz adivinanzaz. Por ejemplo, Criztina: «Ez verde, tiene la boca grande, vive en el agua y no molezta a loz hipopótamoz.» ¿Qué ez?

—El cocodrilo, Pochito.

—¡Haz fallado! El cocodrilo molezta muchízimo a loz hipopótamoz. Ez la rana. De prenda, no te tomaz la ginebra.

—Pochito, o me pones una ginebra con hielo o no respondo.

—¡Me haz ganado, Criztina! Te la pongo. Ahora pago yo la prenda.

—Que me prometas no volver a jugar a las prendas esta noche.

—¡Prometido, Criztina! ¡Qué lizta erez! Ya me lo dijo Lucaz…

—¿Qué Lucas?

—¡El de laz pelucaz! ¡Prenda! Haz vuelto a picar.

—Pochito, la ginebra…

—Vale, vale, no te pongaz azi.

—Es que no estoy acostumbrada a estos juegos.

—Porque erez una zeta. Ziempre haz zido una zeta.

—Pochito, la ginebra…

—Eztáz como Enrique…

—¿Qué Enrique?

—¡El que hacía pipí traz el tabique! ¡Prenda!

—Pochito, la ginebra…

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