Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (9 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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—Muy raro todo, don Cristian.

—Esto me supera, don Crispín.

—Para mí que la pobre María, que ha roto en putita, no tiene toda la culpa.

Marsa que interviene.

—Opino lo mismo, padre, pero por su culpa me han llamado «puta» y «zorra».

—Petra no sabía que era usted la propietaria y legítima tenedora de ese tanga azabache, señora marquesa.

—Pero me ha dolido. El robo de María y el insulto de Petra.

—El perdón viene de Dios pero nace en la bondad del ser humano.

Don Crispín se estaba convirtiendo en un galáctico de la Iglesia. Se lo reconocí.

—Don Crispín, está usted que se sale.

—Gracias. Pero me preocupa María. Está en la capilla, refugiada bajo el amparo del Señor.

—Ahora mismo vamos a rescatarla.

Ahí estaba. El cabello revuelto, el vestido sin empaque, las piernas sangrantes, su mirada perdida.

—María.

—¡¡¡Señor marqués!!!

Le debía la cortés comprensión de mi estirpe.

—María, no se preocupe. Su vida, de momento, no parece peligrar. Vaya a su cuarto, dúchese con energía, limpie sus arañazos y espere novedades. Se merece la expulsión de esta casa, pero algo me dice que no toda la culpa es suya.

—Lo malo es que su madre me ha echado.

—Mi madre no puede echar a nadie.

—Y su mujer, la señora marquesa joven, no me perdonará lo del tanga.

Siempre aparece la Marsa maravillosa.

—Se lo perdono de corazón, María. Pero no vuelva a engañarme.

—Nunca más, señora. Me entró la mascletá en el cuerpo y…

Don Crispín, oportuno.

—Dirás la «crema», María. Te has portado como una falla de Burjasot.

—Sí, don Crispín, había fuego, mucho fuego.

—Y fuiste a parar al peor bombero.

—Y al más falso. Creo que se ha puesto de rodillas ante la Petra.

—Y ahora están abrazados.

—¡Ay, qué desgraciada soy!

Ante tamaña ordinariez, no tuve más remedio que intervenir.

—María, voy a hacer lo imposible para que siga en casa, pero si vuelve a gritar

«¡ay, qué desgraciada soy!», sale de aquí inmediatamente con destino a la oficina del paro.

La bondad y la tolerancia tienen sus límites. Mi difunto tío abuelo, el marqués de la Montojilla, héroe en Cuba, se separó de su mujer cuando ésta, en una carta apasionada, estando él en La Habana y ella en Jerez, le escribió entre signos de exclamación: «¡Qué desgraciada soy lejos de ti!» Aquella misiva, que leyó hasta el sargento primero de guardia, produjo tanto desafecto en el ánimo del tío abuelo, que no dudó en contestarle con esta breve observación: «Querida esposa. La guerra fatal.

Perdemos. Estamos a punto de rendirnos. No obstante, prefiero quedarme en Cuba a soportar de por vida a una mujer tan ordinaria como tú. Que te den por saco. Tu ya ex marido, Luis Práxedes.»

El tío Luis Práxedes tenía razón sobrada para darle puerta a una mujer que, después de sólo siete años de soledad, era capaz de escribir «¡Qué desgraciada soy!».

Lo mismo le dije a María.

—Esa exclamación está prohibida en esta casa, María.

—De acuerdo, señor, pero soy bastante desgraciada.

—Eso está mejor. «Bastante» se acepta.

—Muy «bastante».

—El tiempo todo lo cura, María. Vamos, vaya a su cuarto.

—Gracias, señor.

—Antes de que me arrepienta…

* * *

Tomás, el gran traidor, ha vuelto. No oculta su perversa maniobra.

—Florestán es mi futuro cuñado y ha sido mayordomo de los marqueses de Domecq.

—Pero tú me tienes que informar de las incorporaciones laborales que se producen en mi casa.

—Ahí estoy de acuerdo. Pero verá como no se arrepiente. Servido por los dos, se sentirá mucho mejor atendido. Me han contado lo de ayer. Esta casa es de locos, señor marqués.

—Terrible día, Tomás. Ahora tengo que convencer a mi madre para que acepte de nuevo a María, y a Petra para que renuncie definitivamente a su plan criminal.

—No todo son malas noticias, señor. Ha llamado el señor Monteñoño. El campeonato se retrasa una semana en señal de duelo por el fallecimiento de don Estanislao Montejúcar, uno de los participantes.

—¿Ha muerto Estanis Montejúcar?

—Ayer por la tarde. Volvía del gimnasio y le dio un pipirlete cardiaco. Tiene una semana más para entrenarse y un adversario menos. Enhorabuena, señor.

—Gracias, Tomás, la noticia es magnífica. Además, Estanis Montejúcar era un tramposo. En lugar de impulsar la canica con un toque seco de la uña, alargaba el brazo y ganaba un metro de distancia. Y tampoco era simpático. Estudió el bachillerato en un internado de Poitiers, y se le quedó la mala leche de los franceses para toda la vida.

—Con una semana más de entrenamiento, Campeón del Mundo, señor marqués.

—Acaricio el trofeo, Tomás. Pero antes, vamos a arreglar los problemas pendientes de solución.

* * *

Mamá desayuna. Don Crispín la ha preparado. No la encuentro tan inflexible y reticente cuando le propongo que conceda un margen de confianza a María.

—Ha actuado muy mal, Mamá, pero su hoja de servicios en esta casa era impecable. Creo que merece una oportunidad.

—De acuerdo, hijo, que se quede, siempre que me asegures que no va a llevarse a cabo su fusilamiento por parte de Petra.

—De Petra me encargo yo.

—Y con una condición.

Mamá siempre aprovecha las situaciones para sacar beneficios de la nada.

—La que tú digas, Mamá.

—Me he enterado del fallecimiento de Estanis Montejúcar y del aplazamiento del campeonato de canicas que os traéis entre manos.

Por lo tanto, esta noche puede venir a cenar el tío Pochito y recibir todas las atenciones y los mayores afectos de tu persona.

Golpe bajo y eficaz. No tengo argumentos en contra.

—Estaré encantado de atender al tío Pochito. Si te parece, mandamos a Karmel a buscarlo.

—Perfecto. María puede incorporarse a sus quehaceres. Pero sujeta bien a Petra, que tiene muchos rencores.

Tampoco es para tanto. El tío Pochito es tonto, pero está bien educado y no come con la boca abierta. Una cena en su compañía no es una tragedia. Es más, cuanto antes se cumpla este compromiso, antes quedo en libertad absoluta para entrenarme.

Me ha hecho una gran ilusión el repentino fallecimiento de Estanis Montejúcar, el gran tramposo. No era enemigo difícil de batir, pero siempre es mejor competir contra siete que contra ocho. Me hago acompañar por Marsa a casa de Juan de Dios y Petra. Su habilidad diplomática es grande, y las constantes meteduras de pata de Petra con el tanga de por medio, la tienen aún cohibida.

Tranquilidad en la casa. Juan de Dios sentado en una silla junto a la garita de la entrada principal. Me saluda militarmente.

—Sin novedad en la puerta principal, señor marqués.

—La puerta principal no nos preocupa, Juan de Dios. Nos preocupa el ambiente de su casa.

—Rosariyo es un ángel, señor. Gracias a ella la Petra me ha perdonado, pero me ha amenazado con matar a María si vuelvo a estar con ella.

—Lógica advertencia, Juan de Dios.

—Ha sido una locura, señor, que espero no se vuelva a repetir. Pero me da vueltas y vueltas la cabeza y no me quito del pensamiento a María.

—Eso se va como el viento.

—Son días de calma, señor marqués.

—Soplará la brisa.

—Eso espero.

—¿Me quedo tranquilo?

—Descuide, señor. La Petra pensaba ir a la casa a dejarle un paquetito a la señora marquesa.

—¿Un paquetito para mí? —inquirió Marsa.

—Sí, señora. El tanga negro, que ha encontrado en el suelo de la socarrena.

—¡Que lo queme, que lo tire o que lo haga trizas! ¡No quiero ver ese tanga en mi vida!

* * *

CINCO

Se aclara el horizonte. Petra ha prometido que no se acercará a menos de trescientos metros de la casa, María se ha puesto de nuevo el uniforme, y tengo por la tarde tres horas libres para entrenar, antes de la llegada del tío Pochito.

En el salón grande, he contado los pasos y colocado el bolón. Me sigue doliendo la espalda martirizada por Guadalupe, pero la molestia es superable. La primera tanda, decepcionante. He perdido la forma. De cincuenta canicas, sólo nueve han golpeado el bolón. Con este porcentaje no me clasifico, y la eliminación significaría para mí un fracaso de imposible superación. La segunda tanda, algo mejor. De cincuenta canicas, catorce aciertos. Un leve descanso. Paseo por el salón y hago dos abdominales. Para relajarme, me he tumbado boca arriba y elevado las piernas. Tomás interrumpe.

—Nunca había visto a un cigüeño al revés.

Siempre haciéndose el gracioso. Se lo perdono porque viene a interesarse por mi estado de forma y puntería. Me anima.

—En esta tercera tanda, hay que acertar quince canicas, señor marqués. Con ese porcentaje, esa pandilla de vejestorios no tiene nada que hacer a su lado.

Pero la presencia de Tomás me ha alterado y el resultado ha sido digno de un suspenso. Sólo siete aciertos.

—Creo, señor, que el golpe con la uña del dedo índice tendría que ser algo menos seco. Así, por ejemplo.

Se ha colocado Tomás en posición de cuclillas y ha golpeado una canica con bastante clase. Diana.

—No lo hace mal.

—De joven fui un gran tirador de canicas, señor. En mi pueblo, Quintanilla del Ebro, me llamaban Puskas.

—A ver, repite el tiro.

Golpe maestro de Tomás y un nuevo acierto.

—A partir de ahora eres mi entrenador.

Que Florestán te supla en todas tus obligaciones.

—Gracias, señor.

—De nada, Capello.

* * *

Después de la quinta tanda lo hemos dejado. No podía más. La última ha sido fantástica. Diecinueve dianas de cincuenta tiros. Porcentaje de medalla de oro olímpica.

—Ahora un bañito, masaje conyugal y a vestirme para esperar al tío Pochito.

—¿Viene el tonto?

—Te agradecería algo más de respeto hacia mi tío, pero sí, viene el tontito.

—Tengo muchas ganas de conocerlo.

—No te va a parecer gran cosa.

Mamá se ha vestido de «Spanish Institute» de Nueva York. Además, se ha puesto las mejores joyas de la familia, que a propósito, se me había olvidado, la mayoría de ellas pertenece a Marsa, que por algo es mi mujer. Pero no le daré el disgusto por ahora. María, la doncella obedece sus órdenes sin rechistar, que buena cuenta le trae, y don Crispín colabora en la preparación. Mamá, al verme con mi traje azul, mi camisa rosa, mi corbata de lunares y los zapatos de Ferguson & Brooks, me ha sonreído por primera vez en los últimos siete años.

—Estás guapísimo, Cristian. Hoy sí puedes ser mi hijo.

He vencido la tentación de servirme una copa. Después de toda una tarde de ejercicio, un whisky me vendría de perlas, pero la profesionalidad exige este tipo de sacrificios. Florestán me ha servido un bitter sin alcohol, que sabe a rayos.

Marsa ha bajado del cuarto. Impresionante mujer. Mamá al verla se ha muerto de envidia, pero lo ha disimulado con imperial empaque. Vestido negro y escotado, con la espalda desnuda y algunas gasas que no se sabe si van con el traje o están ahí por casualidad.

—Estás bastante bien —le ha dicho mi madre.

—Y tú no del todo mal —le ha contestado Marsa, que no se anda con chiquitas.

En el exterior, dos bocinazos. Es la señal de Karmel. Mamá está excesivamente alterada, nerviosa diría yo.

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