Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (5 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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—Pero yo no pego ojo, Petra. Y para estar bien hay que descansar.

—Lo que tú digas, Juan de Dios, pero me duele…

* * *

Más de un kilómetro llevo superado. El chándal me sobra, pero no puedo quedarme en semiporretas delante de Modesto. El sendero se presenta algo agradable y benéfico. Desciende entre la dehesa rumbo al Guadalmecín. Paso por la zona vallada de los cerdos. Pepe, el porquero, tiene un mastín que no acostumbra saltarse la valla, pero ladra que da susto.

—Modesto, me subo que viene el perro.

—No hace nada, señor. Sólo advierte.

—Me está mirando muy malamente, Modesto. Para el carro. Ese mastín parece de Marinaleda. Odia a los marqueses. Cuando lo perdamos de vista, me bajo.

* * *

A pesar de la claridad del día, negros nubarrones se condensaban sobre la casa de La Jaralera, tan bella, tan especial, tan extravagante. Marsa, la marquesa de Sotoancho, se dirigió a María, la doncella y ponebaños de su suegra.

—María, no tengo ninguna «cuqui» en mi armario. Si ya están lavadas, me las traes, por favor.

—¿Qué son las «cuquis», señora? Yo no he lavado ninguna «cuqui» en mi vida.

—Las bragas, María, las bragas.

* * *

Dos horas de paseo. Me siento bien. No me han atacado los linces y los lobos, aunque el episodio del mastín que guarda el vallado de los cerdos me ha descompuesto un poco la dignidad. Para descansar las piernas, he hecho un alto en la casa de Juan de Dios y Petra, en la puerta principal del latifundio. Juan de Dios está en su puesto.

—Buenos días, Juan de Dios. ¿Todo bien? Yo, haciendo algo de deporte, para estar en forma.

—Sin novedad en la puerta principal, señor marqués. Bueno… sí hay novedad.

Nos han traído el colchón y la cama nueva.

—¿Y Petra?

—Farfullando, señor.

—¿Se ha extrañado mucho?

—Una barbaridad.

—Juan de Dios, estás a tiempo. No te metas en líos. Petra es una buena mujer y si necesitas desahogos, lo mejor es que los busques esporádicos y cambiantes. Lo de María me parece un desastre.

—Todavía no la he tocado ni un pelo.

—¡Pues vaya puntería!

—Quiero decirle, señor marqués, que aparte de unos besos y unos abrazos de fuego, nada de nada.

—Pues no pruebes. Estás a tiempo.

—¿Pero usted ha visto últimamente a la Petra, señor?

—Sí, Juan de Dios. Está gorda. Pero a Rubens, el pintor, le gustaban gordas.

—A mí no me gustan como al «Rubén» ese.

—Os vais a perjudicar los dos. O los tres. Piénsalo bien, Juan de Dios.

Modesto, que es curioso como toda persona que pertenece al servicio, ha intentado averiguar en el último trecho del paseo el motivo de mi visita. Lo ha podido hacer, porque el kilómetro que separa la puerta principal de la casa está ligeramente empinado, y lo he cubierto en el coche.

—Buena gente Juan de Dios, señor marqués. Y mucha charlita.

—Hay que hablar con todo el mundo, Modesto.

—He oído algo de un colchón.

—Has oído mal.

—Pues yo le juro que he oído «colchón».

—Te estás haciendo viejo, Modesto.

* * *

Cuando uno vuelve a casa después de entrenarse físicamente para una alta competición, desea paz y tranquilidad. Todo lo contrario. Guerra de marquesas. La marquesa uno, Marsa, mi mujer, ha sido atacada por la marquesa dos, mi madre. Las guerras se declaran así como así y no es fácil lograr el armisticio.

Marsa, mi mujer, es una gran consumidora de tangas, pero en su armario no faltan algunas que otras braguitas. En su familia, se conoce a las bragas como «cuquis», y María, la doncella, le ha ido con el chisme a Mamá.

—Señora marquesa viuda, la señora marquesa me ha exigido más rapidez en el lavado de las «cuquis».

Timbrazo de urgencia. Estoy derrengado en mi sillón favorito, descansando del descomunal esfuerzo, y mi madre me reclama. ¡Con la tardecita que tengo hoy en Sevilla! Antes del masaje he quedado a tomar un café con mi amigo el conde de Luna, Teniente de Hermano Mayor de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, casado con Crista Lora, una mujer maravillosa. El conde de Luna me ha pedido para la biblioteca de la Real Maestranza un libro que compró Papá en Londres y que trata de carruajes y esas cosas. Se lo voy a dar porque no lo he abierto en sesenta y cinco años, y mejor estará en aquella biblioteca, que la han reformado y está de dulce. Y

después del masaje, presentan en Pineda el libro Cacerías Sevillanas de la Infanta Eulalia, en cuyas páginas se hace mención al abuelo y a Papá. Una tarde completa y llena de trabajo.

—¿Me querías ver, Mamá?

Mi madre se parece cada día más a un somormujo recién salido de una tormenta de verano. Me mira de soslayo. Al fin, se lanza.

—Sí. Y no para reprocharte que te niegues a recibir el sábado al tío Pochito. De eso ya hablaremos. Quiero verte porque me he enterado de que tu mujer por lo civil, al referirse a cierta cosita que nos ponemos las mujeres donde vosotros lleváis los

calzoncillos, habla de las «cuquis». Y como comprenderás, no lo voy a consentir. En esta casa, Cristian, por la que han pasado ocho generaciones de marqueses de Sotoancho, jamás se le ha pedido a nadie del servicio que lave unas «cuquis». Dile de mi parte a tu mujer por lo civil, que aquí no se habla, por decencia, de ciertas cosas, y menos con la doncellez contratada para servirnos.

Soltado el chorreo, se ha interesado por mi agobiante tarde.

—No te regaño más porque sé que tienes una tarde de mucho trabajo y trajín. Pero que no se te olvide hablar con tu mujer del gravísimo asunto que nos concierne.

He vuelto a mi sillón. Todo son problemas. Marsa llega hasta mí y me besa suavemente los labios.

—¿Cómo está mi atleta?

—Aburrido. Y cansado. Además, Mamá acaba de largarme un discurso con mensaje ancestral y contigo de protagonista.

—¿Y qué ha dicho?

—Algo de las «cuquis». ¿Tú le has pedido a María que te lave las «cuquis»?

—Claro. No tenía ninguna en el armario.

—Bueno, mi amor. Pues Mamá no quiere y te prohíbe que hables con el servicio de las «cuquis». Mamá opina que pedir a una doncella que te lave las «cuquis» atenta gravemente contra el honor de la familia y mancilla la memoria de nuestros antepasados. Mi madre me ruega que te traslade su petición de que en esta casa no se habla de «cuquis». No existen las «cuquis». ¿Enterada, amor mío?

—Enteradísima. ¿Dónde está tu madre?

—En el salón contiguo a su cuarto. Hoy tiene aspecto de somormujo.

—¿Me acompañas a verla? Quiero disculparme.

—Como quieras, pero tampoco te disculpes demasiado.

Mi mujer está cada día más guapa y atractiva. Y buenísima. Cuando hemos entrado en los aposentos maternos, mi madre ha alzado la mirada con escamada expresión. Marsa se ha plantado en jarras ante ella.

—Cristina. Ya me ha contado mi marido el gran revuelo que se ha armado por haberle pedido a María que me lave las «cuquis». Lo siento, Cristina, pero en mi casa a las bragas les decimos «cuquis». Y te voy a hacer caso. No hablaré jamás de

«cuquis» en esta casa, ni con el servicio, ni con nadie. Las «cuquis» no existen, han desaparecido. Y te lo voy a demostrar.

—Gracias, hija —ha musitado Mamá con emoción contenida.

—Sí, Cristina, te lo voy a demostrar ahora mismo.

Dicho y hecho. Marsa ha girado sobre sus pies y se ha puesto de espaldas a mi madre. Se ha bajado los pantalones y le ha mostrado el culo. No lleva tanga ni

«cuquis». Maravilla indomable. Melocotón temprano. Mamá se ha quedado sin palabras, y yo, que no soy de piedra, he perdido toda mi sensación de cansancio.

—Marsa, antes de salir para Sevilla quiero enseñarte una cosa.

—Lo que tú digas, mi amor.

Cuando abandonábamos el salón de Mamá, ésta permanecía perfectamente disecada.

* * *

TRES

Todos, excepto Mamá, colaboran para que mi ánimo no se agriete antes de la gran cita deportiva del domingo próximo.

Elena, siempre callada y benéfica, se lleva a los niños una temporada a su nueva casa de Ronda. Los niños lloran, dan la lata y hacen ruido.

—Elena, gracias por todo.

—De nada, Cristian. Pero me prometiste que ibas a ser algo más cariñoso con ellos.

Son tus hijos.

—Pero me agobian. Son demasiados. Y no me conocen.

—Porque no los miras.

—Te lo prometo. Cuando volváis, seré un padre ejemplar.

—Buena suerte, Cristian. Que ganes. Me gustan los campeones.

—Aquí estará el gran Bolón de Oro esperándote.

Elena es un prodigio. Intima amiga de Marisol, mi difunta primera mujer, y viuda anímica del golfo de tío Juan de Dios, heredó una fortuna de mi pariente y ha consagrado su vida al cuidado y educación de mis quintillizos. No tiene precio. Y es muy guapa, pero se viste sin ilusiones, como si fuera la vicepresidenta de una asociación de amas de casa.

También don Crispín me ayuda. Esta mañana, según propia confesión, en las preces de la Santa Misa ha pedido a Dios que intervenga para que pueda conseguir el título de Campeón del Mundo. Y Tomás, siempre dispuesto a hacerme la vida imposible, me anima y vigila mi escasa voluntad.

—Lo siento, señor, pero sólo cervecita «sin».

Mamá, desde lo del culo de Marsa, se mantiene en completo estado de afonía. No habla, no responde, no mira, no reacciona. Cuando he ido a despedirla antes de salir para Sevilla, he tenido la sensación de que me despedía de un frigorífico.

—Hasta la noche, Mamá.

—…

—He dicho que hasta la noche, Mamá.

—Buenas tardes, Mamá.

Al fin un sonido, inconcreto y confuso.

—Zsssiiiip.

—De acuerdo Mamá. Zsssiiiip.

—Zsssiiiip.

—Zsssiiiip, zsssiiiip, Mamá.

Y así la he dejado. Cuando recupere la palabra y el empaque, tengo que preguntarle qué significa «zsssiiiip». Probablemente, nada agradable. Antes de irme, debo hablar con María, la chismosa y preadúltera. La situación de mi madre, y la culpable de que sólo diga «zsssiiiip» es ella y sólo ella. Ahí viene, tan poquita cosa, con sus andares de paso cortito y rápido.

—¿Me ha llamado, señor?

—La he llamado para decirle dos cosas, María. La primera, que es usted una chismosa. Le ha contado a mi madre lo de las «cuquis» de mi mujer.

—Es verdad. No he podido contenerme.

—Hay que lavar con más celeridad las «cuquis», María.

—Lo haré desde ahora, señor.

—Ya le ha llegado el colchón a Juan de Dios.

—Me alegro, señor.

—Es para Juan de Dios. No para usted. Y por último. Pase a ver a mi madre y comprobará su obra. Con lo de las «cuquis» ha perdido el habla. Sólo dice «zsssiiiip».

—Pues eso es como no decir nada, señor.

—Exacto, María. Si en dos o tres horas persiste en mantener tan exiguo lenguaje, llame al doctor. Y ni un chisme más.

—Se lo juro por Dios, señor.

Mano de hierro. Guante de seda. Firmeza de señor feudal que se ocupa de sus asuntos y sus gentes. Karmel me espera en el viejo Bentley. En la puerta, Modesto.

—Señor marqués, que ya he comprado los conejos.

—Perfecto, Modesto, que coman mucho y que se pongan como si fueran canguros.

—Así se hará.

Esa es otra. No quiero perder el equilibrio ni los nervios en días tan importantes.

Pero cuando pase el Mundial de Canicas voy a organizar una cacería para vengarme de algunos amigos. En concreto de Tomás Osborne Gamero-Cívico, actual conde de Osborne. De su primo Ignacio, casado con mi contraparienta Flavia Milans del Bosch.

De José Ignacio Benjumea, que parece una garza real, matrimoniado con una Valdueza. He invitado a los tres a cazar en decenas de ocasiones a La Jaralera, incluido el día que vinieron Rainiero de Mónaco y su hija Estefanía, a la que Hernando, uno de los perreros, sorprendió en su puesto echando un «quiqui» con su guardaespaldas, que era un carota. Más de setecientas gallaretas tumbaron en un día, y azulones, porrones, colorados y cercetas. Y hace un mes, aproximadamente, correspondieron a mis múltiples invitaciones requiriéndome para cazar en un campo que tienen arrendado entre los tres, que hace linde con Martelilla, a dos pasos de Jerez. Me llevé a Tomás de cargador, que se conoce de memoria la pareja de purddies que heredé de Papá. Había más gente. Los condes de Labarces, ella estupenda, él un poco avejentado para su edad, que debe de frisar la cincuentena. Los barones de La Pleta, que no paraban de comer caracoles que se habían traído del Valle de Aran.

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