Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (6 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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Una pareja rarísima. Él se dedica a los carbones y ella, que tiene un apellido muy vasco y muy largo, importa mobiliario étnico de Burkina-Fasso. Le compra a los negritos sus muebles por un euro, y los vende en Madrid por mil. Así tiene margen para estar todo el día esquiando, comiendo caracoles y no vigilando los estudios de sus hijos, que son guapísimos. Estaba uno de San Sebastián, muy mandón, también conde, creo recordar que de Las Riberas del Llobregat.

Y otro que parece una jirafa albina, Cañedo o algo así, con nombre de roedor americano. Y el marqués de Laula, y un tal Pelegrín, también muy canoso, y uno pequeño que se dedica a los sellos y fue sargento de Intendencia. Un grupo como para salir corriendo. Pero me quedé. Y pasó lo que tenía que pasar.

Un chasco de cacería. Entre catorce escopetas, dieciocho perdices en cinco ojeos.

En el cuarto gancho, no se disparó ni un cartucho. Se me olvidaba decir que también se mató un conejo con mixomatosis, con los ojos como los de Marujita Díaz. Hasta Tomás, mi mayordomo, estaba escandalizado.

—Señor marqués. Esto no ha sido una cacería. Ha sido una encerrona de lo más gamberra.

Y me he enterado de que tienen otra finca infinitamente mejor, nublada de perdices, que cazan sólo entre ellos y de cuando en cuando, invitan al Rey.

Así que voy a vengarme de su frescura. Y los he invitado a cazar en casa. Pero se van a llevar una sorpresa. Colocaré los puestos en el rastrojal de las Yegüerizas, donde no hay ni un solo bicho. Y les voy a soltar quinientos conejos de granja de color blanco, de los que se compran para los trocitos de carne de las paellas. Si ellos me invitan a una cacería de risa para hacer un «ja, ja, ja», la mía va a ser de risa doble, o sea de «ja, ja, ja» y «ja, ja, ja».

Y si todavía tengo ganas de broma, les suelto en el ojeo un papagayo.

Pero no es conveniente excitarme. Todo pasará cuando se haya celebrado el Mundial. Ahora, a Sevilla a masajearme la musculatura.

—A Sevilla, Karmel.

* * *

Karmel es un buen chófer. Conduce con prudencia y no cae en la charlita. Pero tiene un defecto que me pone como una moto. Comenta en alta voz las señales indicativas de la autopista. Así, que va uno medio dormido y oye la voz de Karmel que dice: «A Sevilla, diecinueve kilómetros.» Y otro defecto de Karmel es su sinceridad eslava. Los rumanos son latinos, pero llevan siglos de mezclas sorprendentes. Y Karmel ha salido eslavo de pura cepa. Ya estábamos en Sevilla cuando le pregunté:

—Karmel, ¿qué tal el otro día con mi madre?

—Regular, señor marqués. Mal carácter. Y su tío, tonto.

—¿Le pareció tonto mi tío?

—En Rumania decimos
«necia culus»
.

—¿Tonto del culo?

—Exactamente, señor marqués. Pero su madre y el tonto del culo se llevan muy bien. Al final, en la despedida, beso.

—Es normal, son primos.

—En Rumania, los primos no se dan besos en la boca.

—¿Mi madre y tío Pochito.. ?

—Correcto. Se dieron beso en la boca.

—¿Y usted no lo impidió?

—No tenía órdenes.

—Pues la próxima vez, le arrea al tonto de mi parte una bofetada.

—Correcto. Le daré una gran bofetada. ¿Mano abierta o puño?

—Puño, Karmel.

—Correcto, puño.

En el fondo, no hay que darle importancia a lo que no es fundamental. Los tontitos, como tío Pochito, acostumbran ser muy fogosos. Y Mamá, que estaría en pleno descuido, no quiso hacerle un feo. De todas formas, tengo que averiguarlo para mayor tranquilidad. No se puede ir por el mundo exigiendo que no se hable de las

«cuquis» mientras se morrea un día sí y el otro también con un pariente inmerso en la inocencia. Y todo ello, ante la mirada de un distinguido inmigrante rumano que cumple con toda honestidad su responsabilidad de chófer.

Pero cualquier cosa, después del domingo. La gran cita se acerca y debo prepararme para afrontarla con serenidad. He pasado por la Maestranza y le he dejado al conde de Luna el libro de los carruajes. De allí, como un cohete, al masajista.

—Karmel, puede darse una vuelta por Sevilla. En dos horas me recoge.

* * *

Para darse un masaje se requiere experiencia. Yo no la tengo. Al entrar en el local me ha recibido una señorita muy guapa y bastante limpia, vestida de blanco.

—¿Tiene usted reserva?

—Sí, la tengo. Soy el marqués de Sotoancho.

—Perfecto. Aquí está. ¿Masaje muscular o de relax?

—Muscular. Soy deportista.

—¿Desea que le masajee un hombre o una mujer?

—Si lo hace con fuerza, me es indiferente.

—¿Cremas, aceites o linimento?

—Lo que considere oportuno el profesional.

—¿Algas?

—No, las algas me dan susto.

—¿Masaje total o parcial?

—Total.

—¿Prefiere música de fondo barroca, romántica, country, ranchera mejicana o copla española?

—Copla española.

—¿Marifé de Triana, Estrellita Castro, Antonio Molina o Juanito Valderrama?

—Si canta
El Emigrante,
Juanito Valderrama. Me emociona mucho.

—¿Le sugiere un hidromasaje previo con sales relajantes?

—Me gustaría ir directamente al masaje manual.

—Perfecto. Son cuatrocientos sesenta euros.

—No es barato.

—Lo bueno nunca es barato, señor Sotoancho.

—Marqués de Sotoancho.

—Nunca es barato lo bueno, señor marqués de Sotoancho. Tome esta toallita, ocupe la cabina 3, desnúdese, cubra sus partes con la toallita y aguarde. Le dará el masaje Guadalupe, una excelente profesional especializada en la recuperación y fortalecimiento de la masa muscular.

Un palo. Casi quinientos euros. Es lo que tiene el deporte de élite. Así que he ingresado en la cabina 3, me he desnudado, y por aquello del pudor, cubierto mis partes pudendas con la pequeña y deslizante toallita, que se resbala de levante a poniente con una facilidad pasmosa. Estaba centrando el paño del pudor, cuando ha entrado Guadalupe.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes. Si no me equivoco, es usted Guadalupe.

—La misma, para servirle.

—Un buen masaje, Guadalupe. Sobre todo en las piernas.

—¿Glúteos?

—También glúteos.

—Dese la vuelta.

—Es que se me va a caer la toallita.

—No importa.

En efecto, a Guadalupe no le importa nada lo de la toallita. Es más, me la ha quitado para que no se me caiga. Así de espaldas, en pelota picada, he sentido los primeros contactos de la bestia mientras se oían los compases iniciales de
El
Emigrante.
Y el sopor me ha vencido.

Pero me ha vencido por muy poco tiempo. La mula de Guadalupe me atormenta con sus dedos, que parecen puñales. Gritos de dolor, alaridos de angustia.

—Tiene usted flojísimos los muslos. ¡Qué birria de muslos! Y los glúteos, de vergüenza ajena.

—Mi mujer me dice lo contrario.

—Pellejos y sólo pellejos. ¿Qué deporte hace usted?

—Paseo, caza y canicas.

—¿Canicas?

—No me está dejando oír
El Emigrante.

Muy preguntona y habladora. Más sufrimiento, imposible. Sus tenazas entran en mis músculos con una fuerza demoledora.

—Es usted un quejica.

Tengo ganas de llorar. No creo que pueda moverme en varios días. Y el campeonato es el domingo. Pero algo tiene esta Guadalupe que me domina. No me atrevo a interrumpir el masaje.

—Póngase boca arriba.

—La toallita, por favor.

—Para lo que hay que ver, ni toallita ni nada. ¡Aúpa!

La desnudez ante Guadalupe me turba.

—A usted le han hecho la fimosis de mayorcito.

Ha dado en el clavo. Me la hicieron hace siete años, cuando iba a casarme con la horrible Olimpia de Bolka-Romanoff y Repullés. Mamá me engañó, me dijo que tenía consulta con un dentista y me mandó a un urólogo. Fue horrible.

—Tripita de alcohol.

—Apenas bebo.

—Pues se le queda.

El dolor, insoportable. Antonio Molina canta
Soy Minero.
Una canción absurda que carece de la fuerza y el mensaje de
El Emigrante.
Lo más humillante estaba por llegar.

—¿Cuándo se bañó o duchó por última vez?

—Hoy por la mañana.

—Pues tiene pelotitas en el ombligo. Mire, mire. Hay que ser más cuidadoso.

El bochorno me invade. Me ha costado un ojo de la cara que me hagan daño y me llamen marrano en mis propias narices. Para rematarme, Guadalupe me está propinando una tanda de sopapos en los michelines.

—Alcohol y potajes. A simple vista, parece usted flaco, pero desnudo, está plagado de defectos. Tendría que ir a un buen endocrino. ¿Cuánto bebe usted?

La autoridad de Guadalupe me somete. La respuesta, que tendría que haber sido

«¿Y a usted qué le importa lo que yo beba?», ha salido de mi boca de esta guisa:

—Dos ginebritas antes de comer y un par de whiskies por la noche.

Guadalupe no se da por vencida.

—Serán tres ginebritas, tres whiskies y alguna cerveza a destiempo.

—Cervecita sólo en verano. Y si tengo sed.

—A eso se le llama alcoholismo.

Me ha dado una tunda, me ha dejado molido, me ha llamado guarro, y ahora me dice que soy un alcohólico.

—Oiga, Guadalupe, que se está usted pasando.

—Mi obligación es velar por la salud de los clientes. Le convendría hacerse un análisis de sangre. Colesterol y transaminasas. Me temo que su hígado no está para muchos trotes. Bueno, ya puede vestirse. Para mejorar su musculatura, le recomiendo tres masajes a la semana.

—No tengo fortuna.

He abandonado el local de masaje con todo caído. Unánime colgadura. El cuerpo, el ánimo, el pudor, la autoestima, la cartera, la esperanza, el futuro y el bolo. Una auténtica burra, esa Guadalupe. Karmel me lo ha notado.

—Señor marqués, parece que viene de Afganistán.

—A casa, Karmel. No me quedan fuerzas para ir a la presentación del libro. Que me perdone la difunta Infanta Eulalia.

—Correcto. Necesita un buen descanso. Y relajarse un poco.

—A casa, Karmel, por favor.

—Correcto.

Me pone nervioso que diga tantos «correcto». Pero se lo haré ver y comprender otro día. No habíamos llegado al principio de la avenida de La Palmera cuando mi yo escapó de mí y quedé profundamente dormido.

* * *

Entretanto, en La Jaralera, volvían los problemas. La joven y bella marquesa había requerido la presencia de María.

—María, tengo una sospecha. Me han desaparecido tres tangas. Y como tengo un antepasado brujo, he consultado con él y me ha dicho que los tiene usted. No le hablo de las «cuquis», sino de los tangas.

Una bandera de la extinta Unión Soviética habría parecido rosácea comparada con la color que alborotó los carrillos de María. Chapetas rojas como tabletas de Nestlé.

—Voy a comprobarlo, señora, pero no recuerdo haber tenido esa tentación.

—Compruébelo, María. Me interesan, sobre todo, los negros.

—¡Ah, los negros!

—¿Recuerda ya dónde están?

—No lo sé, señora, pero las buscaré.

Precisamente los negros. Los que más gustaban a María. Los que había despistado del armario de la joven marquesa y guardado en una esquina del suyo para ponérselos el día de su primer amor con Juan de Dios. Precisamente los negros.

* * *

Mi llegada a casa, caótica. Marsa, al verme, no pudo contenerse.

—Estás pingajoso, mi amor. ¿Qué te ha pasado?

—La masajista, Marsa. Una salvaje. Me ha dejado molido. Necesito recuperarme.

—Corriendo a la cama, mi campeón.

—Me duelen hasta las muelas, que es lo único que no me ha machacado. Pero quiero ver a mi madre.

—Pues eres masoquista.

—Sólo unas palabritas.

—Te voy preparando la cama. Tomás me ha pedido permiso de pernocta.

Malvado Tomás. Llega su señor después de ser víctima de una agresión masajista, y figurándose la tostada, se ausenta del hogar. Sublime cabronazo.

Manteniendo con gran esfuerzo mi verticalidad de junco he alcanzado los aposentos maternos. Mamá hace que borda. No tiene ni idea, pero lo simula bastante bien.

—Te encuentro muy afanosa, Mamá.

—Y yo a ti como si te hubieran dado una paliza.

—Me la han dado. Física y moral.

—Pues no me importa demasiado. Lo siento, Susú, pero es la verdad.

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