Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (7 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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—Soy consciente de ello. Y también de que tendrías que explicarme lo que pasa entre el tío Pochito y tú.

—Nada de nada. ¿A qué viene eso?

—Me han contado que os despedís con mucha efusión.

—La normal entre dos primos que se quieren y respetan.

—Y que suman entre los dos ciento ochenta y nueve años.

—El chófer rumano es un comunista infiltrado y soplón.

—El chófer rumano, que conduce divinamente, se ha limitado a contarme con la mayor inocencia lo que vieron sus ojos.

—Sencillamente, que al despedirnos, Pochito se abrazó a mí y me dio un piquito.

—Un piquito a los noventa y cinco años es una obscenidad.

—Abandona inmediatamente estos santos lugares.

—A don Crispín vas.

—Me importa un bledo. Mi beso fue de caridad.

He preferido no ahondar más en la vergüenza de mi madre. Es posible que tenga razón. Que el tío Pochito se abalanzara sobre ella y le sorprendiera con un desagradable piquito. Pero el Rey reinará en España, que en La Jaralera, reino yo. Y

los asuntos de Estado, por insignificantes que parezcan, hay que tratarlos con energía.

—Buenas noches, Mamá.

—¿No cenas?

—No, quiero y necesito descansar. El domingo se celebra el Mundial.

—Pues que descanses. Y si no lo consigues, a mí que me registren.

Sostenida tan agradable y materno-filial conversación, he logrado llegar a mi cuarto. Marsa me ha preparado un baño y abierto la cama.

—Mi amor, ¿tienes bastoncillos para las orejas?

—Sí, mi vida. Pero te las limpié ayer.

—No son para las orejas.

—¿Te ocurre algo?

—Algo terrible. Que tengo pelotillas en el ombligo.

* * *

CUATRO

Noche de un tirón. Sueño profundo. Al despertar, terribles agujetas. Marsa ha madrugado, por lo que veo. Al no estar Tomás, es María la encargada de traerme el primer café. Timbrazo. No me puedo mover. Otro timbrazo. Por fin el café. Pero no lo trae María, sino un tipo muy raro al que no he visto en mi vida.

—Buenos días, señor marqués. Su café.

—Se lo agradezco mucho. ¿Quién es usted?

—Soy Florestán, el nuevo ayudante de Tomás.

—No sabía que Tomás tuviera ayudante.

—Ingresé ayer.


¿
Le paga Tomás?

—No, señor marqués, me paga usted, como es debido.

—Tomás es un sinvergüenza.

—Me temo que sí, señor. Si le parece que está excesivamente caliente o poco azucarado o demasiado negro, me lo dice.

—No, Florestán, está perfecto.

—Le preparo el baño, señor. Tengo entendido que le gusta el agua caliente pero sin exageración.

—Exacto, Florestán.

—Tómese esta pastilla, señor. Buenísima para las agujetas.

—Florestán, está usted plenamente admitido.

Un gran mayordomo, a primera vista. El café en su punto, el agua en su punto, eficaz la pastilla, y al salir del cuarto de baño, toda la ropa preparada, y lo que es más importante, la precisa. O mucho me equivoco o a Tomás le quedan dos cartas de ajuste en esta casa.

—¿Todo bien, señor?

—Todo de perlas, Florestán. A propósito. ¿De dónde es usted?

—Nací en San Roque, pero me considero rondeño.

—¿De qué conoce a Tomás?

—Mi hermana está hablando con él.

—¿Su hermana es la novia de Tomás?

—Eso parece, señor. Veinte años más joven, pero ahí está.

—¿Y usted es soltero?

—Lo seré de por vida. Me da miedo la maldad femenina.

—Es usted inteligente. ¿Ha quedado cerrado lo de su sueldo?

—Tomás me ha dicho que dos mil euros más la Seguridad Social al principio, con revisión a los tres meses.

—Tenga, entréguele este papel al señor Alcoceba, el administrador. Dos mil quinientos euros, Florestán. Me ha caído bien. ¿Conoce a mi madre?

—Todavía no me he topado con ella. Tomás me ha sugerido que haga
lo
posible por no mantener con su señora madre una relación cercana.

—Huya de ella. Es una mala mujer.

—Lo intentaré, señor.

Un tipo excelente, este Florestán. Joven, bien plantado y con aspecto de mayordomo de los de toda la vida. De esos que no delataron a sus señores durante la República.

—Una última cosa, Florestán.

—Diga, señor.

—Bienvenido a La Jaralera.

—Gracias, señor marqués.

Los músculos me responden y no siento dolores. Las negruras de ayer han mutado en claros cielos. Visito a Mamá, en sus aposentos.

—Buenos días, Mamá. Tengo un nuevo mayordomo.

—Me parece muy bien que al fin hayas despedido al forajido de Tomás.

—Lo he dicho mal. Tengo dos mayordomos. A Tomás y a Florestán, su ayudante.

—Nos vamos a arruinar por tu culpa. Allá tú.

—Esta casa necesita mucho servicio.

—Y menos sinvergüenzas. He echado a María. Ha venido a verme Petra, la mujer de Juan de Dios, el de la puerta principal. Ha sorprendido esta noche a su marido y a mi ex doncella en plena conculcación del Sexto Mandamiento.

—¡San Ildefonso!

—Según Petra, que la va a matar.

—Pues va a ser que no.

—Pues va a ser que sí, porque la está persiguiendo por el campo con una escopeta.

Tambores de guerra. He reunido al personal. Hay que evitar el crimen pasional a toda costa. Marsa se ha unido a la expedición.

—¡Qué emocionante, mi amor!

En mi Jeep, Karmel, Modesto, Florestán y yo. Los otros coches, a tope. Florestán ha opinado.

—Señor marqués, ¿hay ríos o lagos en esta finca?

—Sí, el Guadalmecín, el lago de los Tarros y la albariza de los juncos.

—Pues si yo fuera la fugitiva, jamás huiría por allí. Las huellas son fáciles de descubrir. Para mí, que anda escondida en aquella mancha.

—El cerro de la Infanta Eulalia.

—Yo buscaría por allí.

—¡Al cerro, Karmel!

* * *

María era descolorida y sosa, pero tenía los músculos de acero. No había parado de correr desde que fue sorprendida por Petra en plena orgasmía. El fornicio quedó interrumpido, pero ella había ya experimentado el placer de la fogarada. Tuvo tiempo de agarrar el vestido. Cogió los zapatos y corrió descalza los primeros centenares de metros de la gran fuga. Cuando se estaba calzando al pie de una vieja encina, oyó el primer disparo. Por ahí venía Petra. Pero con las prisas, en el suelo, había dejado la prueba. Un tanga negro que volvió loco a Juan de Dios.

María no se conocía la finca, pero tenía intuición de campo. Petra también. Pensó que lo lógico sería huir por las manchas, la quebrada, el cerro de la Infanta Eulalia y la dehesa que se cierra en monte cuando se inician los primeros senderos pindios de La Manchona. Por lo tanto, tenía que escapar dirigiéndose al Guadalmecín y el lago.

De niña había visto una película de indios, que huían de los «casacas azules»

amparados en una inteligente artimaña. Marchaban hacia atrás y borraban las huellas con unos ramajes para despistar a los perseguidores.

La Petra estaba despistada. Disparaba a lo primero que se movía. Una cierva cayó abatida de un certero balazo en el codillo. María, en plan comanche, se separaba poco a poco de su perseguidora, que era a su vez perseguida por Juan de Dios, su marido, y éste por todo el personal de La Jaralera. En casa habían quedado dos personas. La marquesa viuda y don Crispín, que rezaba por ambos.

De la maleza surgió un cochino joven, un marranchón en busca de un tibio pimpollar. Sintió una quemadura en su pelaje de adolescente y dobló sus manos. La Petra, de nuevo, había acertado. Pero, afortunadamente para María, no era una buena perseguidora. No interpretaba las huellas ni los rastros. Voló asustada una cigüeña que descansaba en la copa de un pino. Se oyó otro disparo. Falleció la cigüeña.

María terminaba de alcanzar el Guadalmecín, que bajaba fresco y abundante de aguaslimpias. Descansó en la sombra del soto de las oropéndolas, bajo un bosque de álamos recién renovados de hojas. Se tumbó sobre la hierba y dejó entrar todo el aire posible en sus pulmones. Tenía arañadas las piernas y los pies destrozados. Pero había decidido no rendirse. La rendición significaba o la muerte o el exilio, y ella no concebía la vida, después de haber sido galopada por Juan de Dios, sin la esperanza de más placeres cumbreros.

Karmel lo descubrió.

—Señor, un ciervo muerto. Parece reciente.

Aún estaba caliente. La pobre cierva había llorado de un ojo en su agonía.

Florestán se sentía orgulloso de su intuición.

—Ya se lo dije, señor marqués. Estamos sobre la pista de la presunta asesina.

Doscientos metros más adelante, Marsa soltó un grito de angustia.

—¡Mira, Cristian!

El cochino aún se movía. No tenía fuerzas para defenderse. Llamé al coche que conducía Modesto para indicarles nuestra posición.

—Modesto, estamos en la dehesa anterior al cerrillo. Petra ha matado a una cierva y a un cochino. El marranete aún vive.

—Oímos los tiros, señor. Estamos a punto de llegar.

—Nosotros seguimos. Remata al pobre bicho, Modesto.

—De acuerdo, pero tengan cuidado.

No se podía esperar. Algo más avanzada la expedición, el que descubrió la anomalía fue Florestán.

—He visto algo muy blanco y muy grande bajo aquel pino.

La bella cigüeña, la protegida cigüeña, la maravillosa cigüeña, yacía desaletada y desencuadernada junto al árbol. La puntería de Petra me tenía conmocionado. Un poco más, y terminaba con toda la fauna de La Jaralera. Karmel dio un respingo.

—¡Por ahí, señor! ¡La he visto!

Como John Wayne
en Hatari,
me subí al Jeep cuando éste había arrancado. En efecto, ahí estaba Petra, con el arma dispuesta y la cabeza en otro sitio. Al llegar a su altura, nada hizo para defenderse. Marsa descendió del coche y le quitó de las manos el arma, que dio a Karmel. Petra miró a Marsa, se abrazó a ella y lloró amargamente, mientras el silencio a todos nos rodeaba y nos recordaba que estábamos viviendo un episodio ajeno a la normalidad. Las cosas del campo y sus pasiones, tan suyas, tan fuertes y tan antiguas.

* * *

María, ya descansada, con el frescor de su lado y su cuerpo invadido de clorofila y sosiego, se incorporó de su cama de musgos y helechos, y enfiló la senda hacia la casa. Estaba dispuesta a defender su libertad, y sobre todo, su amor. Ignoraba que Juan de Dios, en ese instante, estaba de rodillas, ante la Petra.

* * *

Marsa y la Petra seguían abrazadas cuando llegó el coche de Modesto. Poco después, en medio de una gran polvareda, se hincó de ruedas el viejo Citroën «Dos Caballos» de Juan de Dios. Ver a su mujer y convertirse en un dibujo en blanco y negro fue simultáneo.

—Petra, mujer…

—Canalla.

—Ya sabes lo que son las cosas.

—Canalla.

—Yo sólo te quiero a ti.

—Canalla y mentiroso.

—Petra, mujer…

—Canalla.

La charla no daba para más. Juan de Dios es un hombre hecho y derecho, con un tronco de tío que para sí lo quisiera un roble del norte. De golpe se arrodilló ante su mujer y le pidió perdón.

—Ha sido una bobada de la primavera, Petra.

—Canalla.

—Se me encampanó el bálano.

—Cerdo.

—Pero mi única mujer eres tú.

—Te odio. A partir de ahora, en mi casa no entras.

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