Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá (10 page)

BOOK: Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá
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Me he plantado en la puerta. María la abre. Florestán hace guardia.

El tío Pochito.

* * *

—Bienvenido a casa, tío Pochito.

—Hola, zobrinito, zí, zí.

El tío Pochito no puede pronunciar la «ese», y cuando está nervioso recurre siempre a la doble afirmación al terminar cualquier frase.

Mamá se ha lanzado a sus brazos.

—Me encanta verte, Pochito.

—Y a mí verte también me encanta Criztina, zí, zí.

Estoy empezando a ponerme nervioso. Le he presentado a Marsa.

—Es Marsa, mi mujer, tío.

—Encantada —ha dicho Marsa mientras le daba un beso.

—Eztaz buenízima, zí, zí —ha comentado tío Pochito, que como todos los tontos, es muy sincero.

Una más y se lleva un par de guantazos.

Tío Pochito es alto y se mantiene juncal. Flaco y rubiaco, y se mueve como las garzas, a grandes zancadas. Siempre está sonriente. Se le cae encima de la cabeza un recipiente con la sopa hirviendo, y sonríe. Enciende el cigarrillo al revés y se mete la brasa en la boca, y sonríe. Vive en un mundo amable, educado y positivo.

—La última vez que te vi eraz un niño. Haz crecido una barbaridad.

—Ya tengo sesenta y pico, tío.

—Lo que tienez ez una mujer que eztá buenízima, frezcachón, zí, zí.

A la siguiente, le arreo.

Florestán nos ha servido las copas. Mamá ha rechazado su ginebra. Para mí que quiere ocultarle al tío Pochito su afición al bebercio. Yo he repetido bitter y mi tío ha pedido lo único que no tenemos en casa.

—Un vazo grandízimo de gazeoza La Cazera.

—Me parece que no tenemos, señor —le ha dicho Florestán.

—Puez un vazo grandízimo de zifón.

—Tampoco tenemos, señor.

—Puez vaya mierda de caza, zí, zí. Puez un Trinaranjuz de naranja.

—Le preparo ahora mismo un zumo natural, señor.

—Odio el zumo natural. Quiero un Trinaranjuz.

He terciado.

—Que vaya Karmel ahora mismo al pueblo y pida en el bar una gaseosa, un sifón y varios Trinaranjus.

—Ezo, ezo —ha aplaudido el tío Pochito con ilusión.

Tío Pochito se está poniendo pesadísimo.

—Quiero comer al lado de tu mujer, zobrino.

—No sabía que eras tan ligón, tío.

—No me como una rozca, pero lo intento con todaz, zí, zí.

Mamá, violenta.

—No digas tonterías, Pochito. Siempre has sido un hombre ejemplar y piadoso.

La situación comienza a superarme. Hasta Marsa me ha hecho un gesto como diciendo «no pienso sentarme al lado de tu tío». Con otro gesto le he contestado: «ni yo voy a tolerarlo». Entonces Mamá ha arqueado las cejas, y también con la mirada nos ha dicho a los dos: «Dejaos de hablar por señas.» Por fortuna, mi madre ha tomado de la mano al tío y le ha sentado a su lado, en un sofá.

—Ay, Pochito, qué alegría siento.

—Yo eztaré alegre cuando me beba el Trinaranjuz.

Además de tonto, machacón y pesadísimo.

En ese momento, ha recordado algo.

—Uy, uy, qué tonto zoy. Ze me olvidaba. Te he traído un regalo, Criztinita.

—¿Un regalo? ¡Qué bueno eres, Pochito! —ha exclamado Mamá con el papo izquierdo temblando de alegría.

—Ezpero que te guzte, zí, zí.

Un paquete. Papel con varios «papás noeles» manejando un trineo. Caja cuadrada.

Mamá la ha abierto y ha salido un muñeco con muelle que ha chocado con las narices de Mamá. El tío Pochito por los suelos de risa. Nosotros, casi.

—¡Haz picado, haz picado!

—Eres un bromista.

—¡Haz picado!

—Pues sí, te lo reconozco, he picado.

—Puez tienez que pagar una prenda.

Mamá, algo confusa.

—No estamos jugando a las prendas, Pochito.

—¡Ezo lo diráz tú! De prenda, tienez que dar trez vueltaz al zalón cantando

«¿Dónde eztán laz llavez, Matarile, rile, rile, dónde eztán laz llavez, Matarile rilerón?

¡Chimpón!». Pero que no ze te olvide el «chimpón», que ez lo máz graciozo del mundo.

No me esperaba esta reacción en Mamá. Cuando creía que se iba a levantar para darle un sopapo a su primo, ha hecho todo lo contrario. Sin el más mínimo pudor, ha cumplido a rajatabla la prenda, remarcando el «chimpón» con una contundencia impropia de su edad. Y lo peor, no se ha sonrojado en ningún momento. Tío Pochito ha aplaudido con entusiasmo.

—Bravo Criztina, lo haz hecho de maravilla. ¿Dónde eztá mi Trinaranjuz?

—A punto de llegar, tío. Han ido a buscarlo al bar del pueblo.

—Ezpero que no haya para cenar pezcado. Me da mucho azco el pezcado.

—¿Qué hay para cenar, Florestán?

—De primero, una sopa de verduras, y de segundo, pescado.

—¡Puez que me hagan una tortilla de patataz con laz patataz bien churruzcaditaz!

¡Qué caza!

He pasado del deseo del sopapo a la necesidad del homicidio. Y a Mamá, se le cae la baba.

María, la adúltera arrepentida, entra a toda prisa con el Trinaranjus para el tío Pochito. Florestán se dispone a servirlo.

—¿Lo quiere con hielo, señor?

—¿El qué?

—El Trinaranjus.

—¡No me guzta el Trinaranjuz! ¡Quiero un Zchueppezz de limón!

—Basta ya, tío Pochito. Eres un caprichoso. O esto, o nada.

—Puez un whizky.

—Eso teníamos…

—Me guzta enredar.

—¡Eres genial, Pochito! —ha gritado Mamá en medio de nuestro asombro—.

Y que le hagan inmediatamente una tortilla de patatas con las patatas churruscaditas.

—Ezo, ezo, zí, zí. Y quiero cenar al lado de la mujer de Criztián, que eztá para comerze loz dedoz.

* * *

—Juan de Dios, te perdono.

—Ha sido una locura, Petra.

—Me exilia esta cama tan ancha.

—Acércate, mujer.

—Todavía no. Pero esta cama me destierra de ti.

—No te preocupes, mañana la cambiamos por la de siempre.

—Entonces, quizá.

—Buenas noches, mujer.

* * *

Hemos sentado a tío Pochito entre Mamá y don Crispín. Se ha enfadado de lo lindo. La tortilla de patatas churruscaditas no le ha gustado nada.

—Eztán crudaz laz patatitaz.

—Están crudas las patatas —ha confirmado Mamá—. Que le hagan otra tortilla.

Menos mal que los tontos son sinceros.

—No me guzta nada la tortilla. Haz picado otra vez. Tienez que pagar la prenda, Criztina.

A mi madre le empieza a cansar tío Pochito.

—Estamos cenando, Pochito. Más prendas, no, no y no.

—¡Ezo no vale, ezo ez trampa! ¡No zeaz trampoza! De prenda tienez que darle un cachete en el culo a don Crizpín.

El capellán, de guardia.

—Bajo ningún concepto, don Pochito.

Mamá, en plan de defensa.

—Sería pecado mortal.

Tío Pochito, incansable.

—Puez zi no le daz un cachete en el culo a don Crizpín, me voy y zantaz pazcuaz.

Mamá que titubea.

—Don Crispín…

Don Crispín que se resiste.

—No lo haga.

Marsa que anima.

—Tócale el culo a don Crispín, Cristina.

Tío Pochito que se entusiasma.

—Ahora mizmo, ahora mizmo, zí, zí.

Yo que intervengo.

—En el fondo, sólo es una pequeña travesura.

Mamá se levanta.

—Don Crispín, incorpórese.

Don Crispín que se incorpora.

—Quieto, padre.

Mamá que le da un cachete en el culo.

—¡Tome ya!

Don Crispín que se altera.

—Esto me parece humillante.

Tío Pochito que vocifera.

—¡Prenda cumplida! ¡Otro whizky!

Y lo peor, que Mamá sonríe. —Eres un tarambana, Pochito.

Marsa me mira, no puede comer, se ahoga de risa. La escena vivida, irrepetible.

Florestán sirve el postre. Tío Pochito no ha cenado nada. Está borracho. El momento precisa de un historiador.

—Criztina, noz vamoz a un hotel y echamoz un cazquete.

—¡Pochito, sinvergonzón!

Y lo terrible. Que a Mamá le ha hecho gracia.

* * *

Terminamos a las tantas de la madrugada. Menos mal que no bebí. Tomás se recluyó en sus aposentos para estar en forma también. Mamá ha amanecido sonriente. El tío Pochito se resistió y no quería marcharse. Karmel lo tuvo que empujar hasta el coche, literalmente. Don Crispín se siente herido, y con motivo sobrado para ello. Y María ya no lleva en su rostro la marca del terror y la mala conciencia. Me entrenaré por la tarde, que hoy por la mañana tengo trabajo, y de los gordos.

Firma de la nómina, revisión de obras pendientes y visita a lo que fue El Acebuchal, el campo de tío Juan José que heredé a su muerte, y que he arrendado en una parte. Tiempo hace que no voy por allí. Me recordará tiempos buenos y divertidos. Tío Juan de Dios fue, a sus noventa y muchos años, el gran amor de Elena, que hoy cuida a mis hijos como si fuera su madre.

El Acebuchal es punta de La Jaralera. Hoy forman un conjunto que ha hecho más grande mi imperio. El tío Juan José se casó, ya viejísimo, con Paquita
la Atunera,
una cantaora de Barbate, con la que tuvo un hijo que no era suyo. Se demostró, y todo el campo lo heredé yo. Repartió en su testamento muchos millones de las antiguas pesetas entre Elena, Tomás, don Ignacio, el anterior capellán, Ramona, la cocinera y actual pareja de hecho o compañera sentimental de don Ignacio, Pepillo, Flora y Manolo, el chófer, que falleció en el mismo accidente que Marisol, mi primera mujer.

Mamá odiaba a tío Juan José, y éste le correspondía en su desafecto. Me tenía terminantemente prohibido ir a visitarle, pero yo me saltaba la prohibición con frecuencia. En su casa siempre había lío, e intentó en mil ocasiones que yo me estrenara como hombre con alguna de sus invitadas, pero siempre me dio susto.

Cuando cumplí cincuenta años con plena inocencia sexual, mi tío me advirtió que de no tener hijos no heredaría ni un chavo de su inmensa fortuna. Aquello me aligeró los pensamientos, y me abrió ventanales en las esperanzas. Pero no fui hombre hasta que conocí en Cascais a Marsa, y cuando se lo conté, me dio un abrazo que duró una eternidad. Un gran tipo, antagónico a Mamá, lo cual no puede sorprender porque era primo de mi padre, por quien sentía un fraternal cariño.

—Tu padre fue un santo con esa mujer a su lado —solía decirme. La grandeza que tendría ese hombre, que hoy, cuatro años después de su muerte, Elena, cincuenta años más joven, sigue guardándole tristeza de viuda inconsolable, y ha renunciado al amor de los hombres en beneficio del amor por mis hijos. Cuando murió, las acciones de los laboratorios que fabrican el Viagra bajaron tres enteros en la Bolsa de Nueva York.

La mitad de lo que era El Acebuchal de tío Juan José (q.s.g.h.), el gran y queridísimo putero de la familia, hoy tierra añadida a La Jaralera, se lo he arrendado a un ganadero de bravo cuyo campo se le ha quedado pequeño. Me paga una buena renta y se hace cargo de todos los gastos. Hasta el abuelo, hubo reses bravas en La Jaralera y El Acebuchal, pero mi padre era más jinete que taurino, y vendió lo poco, y malo, que nos quedaba. Además, daba un susto horrible pasar por aquellos cercados con toros que miraban de tan malísima manera. Me dice Modesto, el guarda mayor, que ya han llegado las primeras reses, y hasta ahí me he ido con la esperanza de distraerme.

Con las olas polares, la primavera que estallaba se ha adormecido un poco, pero en dos o tres días volverá el campo a recuperar su fuerza, y el aire, la luz transparente. Ahí están los toros. Al fondo se dibuja la figura de un mayoral a caballo. No entiendo mucho, pero para mí que los toros del primer cercado están apartados y preparados para darles boleto a la primera de cambio. El mayoral, a un paso con vocación de trote, se ha acercado a nosotros.

—Buenos días. No se les ocurra saltar la cerca, que ésos no saben de cortesías y alguno tiene muy pésima educación.

—No se preocupe, soy el marqués de Sotoancho, el propietario del campo, y sólo quería ver los toros.

—Pues aquí los tiene, señor marqués, en un mes los encajonamos para llevarlos a Madrid.

—¿A San Isidro?

—A Las Ventas, exactamente. Cuarta de abono.

Ya me parecían grandes. Sumo nueve en total. Allí en Madrid les divierte mucho cambiar los toros y que salgan los cabestros. El público de Madrid es muy chillón, y los presidentes sacan el pañuelo verde a la primera de cambio. Uno de los toros nos mira demasiado. Se lo advierto a Modesto.

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