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Authors: Diane Duane

Tags: #Ciencia ficción

Por prescripción facultativa

BOOK: Por prescripción facultativa
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Los científicos de la
Enterprise
tratan de establecer las pautas de comunicación con las tres especies que componen la población de un planeta periférico. El capitán Kirk desciende a la superficie de éste y deja la nave a cargo del doctor McCoy; Kirk desaparece misteriosamente y el médico se ve obligado a enfrentarse a imprevistos —incluidas la búsqueda de Kirk y una amenaza klingon— ante los que su falta de preparación técnica y psicológica tiene que sustituirse por el alto sentido de la responsabilidad y el buen criterio.

Diane Duane

Por prescripción facultativa

Star Trek - 10

ePUB v.1.0

Huygens
22.04.12

«En el ancestral nombre de Apolo el Médico, y de Esculapio, y por Salud y Curación, sus hijas, yo hago este juramento, aunque principalmente por el que está en los cielos. Juro ejercer mi arte con el único fin de intentar preservar la vida inteligente en su miríada de formas, y para permitir que dicha vida acabe dignamente. Evitaré cualquier acto, y cualquier omisión, que ponga fin prematuramente a cualquier vida. Dondequiera que vaya para curar a los enfermos, mantendré las cosas que allí vea en un secreto tan absoluto como los ministerios sagrados. Juro no adoptar procedimiento alguno para el que no esté cualificado. Tampoco utilizaré mi posición como herramienta para seducir a ningún ser. Enseñaré mi arte, sin percibir honorarios ni obtener estipendio alguno, a otros discípulos que se vinculen a él mediante el juramento, si desean aprenderlo; trataré a aquellos que me lo han enseñado como a mi propia familia y les ayudaré en los momentos de necesidad si así me lo solicitan. Pido al Poder que oye los juramentos que me oiga proferir éste. Que, mientras lo mantenga, pueda contar legítimamente con el respeto de mis congéneres: pero que si lo rompo, sea mi suerte la contraria.»

—Juramento hipocrático, edición revisada

Desearía que la blasfemia, la ignorancia y la tiranía dejaran de existir entre los médicos, y que ellos fueran felices y yo alegre.

Nicholas CULPEPER

(especialista en medicina alternativa, fl. 1608)

1

—¿Se acuerda usted —preguntó Leonard McCoy— de cuando robé su cadáver?

El hombre de cabellos grises y elevada estatura que yacía en la otra tumbona se echó a reír.

—Desastre —dijo—. ¡Ay! ¡Asesinato, muy asqueroso, clamores y fervorosa agitación, robos, sodomía, baratería, incompleta difusión!

McCoy sospechó que Dieter intentaba decir algo más preciso, pero parecía haber entrado en estado de
shock
. Siempre era una actividad adivinatoria dilucidar lo que quería decir. El dominio que Dieter Clissman tenía del inglés siempre había sido poco menos que perfecto, pero a veces parecía que él quería hacerle dudar a uno al respecto.

McCoy se inclinó ligeramente hacia delante para hacerle una señal a uno de los camareros que miraba hacia la terraza del hotel.

—Bueno, no tiene importancia —le dijo al otro—, eso ya ha pasado. Necesito otro vaso de leche. Voy a pedírselo.

El camarero miró a McCoy, asintió con la cabeza y se alejó. McCoy volvió a reclinarse en la tumbona, y contempló el paisaje por encima de la barandilla de la terraza. El viejo hotel se erguía sobre la loma más alta de la pequeña meseta en la que estaba la ciudad de Wengen, contra la Jungfrau, «la Doncella», montaña reina de los Alpes berneses. El cielo era de aquel luminoso azul claro perfecto del tardío verano alpino, el color de finales de julio, justo antes de que el otoño comenzara a manifestarse. Más abajo, entre los dispersos pinos de color verde oscuro, a medida que el día se retiraba hacia el ocaso y las casas emplazadas más al oeste caían bajo la sombra de la gigantesca Schilthorn, que estaba al otro lado del valle, empezaban a aparecer luces en las ventanas bajo los techos marrones a dos aguas. Un par de luces que se veían en la llanura, cerca de la Lauterbrunnen, señalaban la presencia de un tren que ascendía por la vieja vía dentada, cargado de turistas y de los viajeros diarios de Interlaken, Thun y Berna. Nada más se movía allí abajo, en las calles de la ciudad, excepto los peatones y los coches eléctricos y los de caballos; los vehículos de tierra más grandes y los aéreos no llegaban más arriba de Lauterbrunnen, una restricción que a McCoy le resultaba difícil criticar cuando el resultado era una quietud tan perfecta, rota sólo por los tintineos de los arneses de los caballos y de las campanillas de cabras y vacas que se hallaban en las verdes y elevadas laderas de la montaña. Por encima de todo, el afilado pico de la Doncella estaba semioculto entre velos de nubes, pero aquélla era una de las mejores noticias para McCoy. Las nubes al final del día en Wengen anunciaban puestas de sol de increíble belleza. Ésta era una de las razones por las que McCoy se encontraba en aquel lugar. La otra era su intención de ver a Dieter.

Había pasado mucho tiempo desde que ambos habían estado juntos en la Facultad de Medicina. Tras la graduación, ambos habían tomado caminos distintos. Por aquel entonces Dieter era el jefe del departamento de xenomedicina de la universidad de Berna, una auténtica leyenda entre los xenomédicos de la Federación; y McCoy… «Sólo el cielo sabe qué soy yo», pensó.

—¿Cuándo comenzará? —le preguntó a Dieter.

—Dentro de una hora, más o menos, diría yo —replicó Dieter mientras miraba hacia el valle. Tras un largo, largo trago, agregó—: ¿Y qué fue lo que te hizo robarme el cadáver?

McCoy rió suavemente al oír aquello y bebió otro sorbo de su jarabe de menta.

—Si no lo hubiera hecho yo, lo habría hecho otro —dijo—. Pensé que sería mejor que lo hiciera un amigo.

—Mmmmmm. Teníamos unos cuantos sinvergüenzas entre nosotros, ¿no?

McCoy asintió con la cabeza. Había habido personas que estudiaban xenomedicina en la misma clase que ellos y que resultaron no ser particularmente adecuadas para su práctica. «Bueno —pensó—, ha sido mejor que lo descubrieran mientras estudiaban que no practicando con los pacientes.» Pero algunos habían sido bastante menos que amables con aquel hombre trabajador y estudioso, que obtenía mejores notas que ellos y les hacía parecer menos competentes en el laboratorio y en las prácticas. Muchos de ellos intentaron hacer la vida de Dieter menos agradable de lo que podría haber sido. Aquello fastidiaba a McCoy. Le irritaba incluso en aquel momento, aunque había sucedido hacía mucho tiempo. Pero hay recuerdos que se niegan a echarse a dormir.

—Sirvergüenzas, sí —dijo—. Bueno, espero y confío en que todos se dediquen a otros oficios.

—Lo que no comprendo es qué te impulsó a meter el cadáver en la oficina de la decana —comentó Dieter mientras se reclinaba para mirar hacia donde las nubes que rodeaban Schilthorn, Morgenburghorn y Niesen, al oeste, comenzaban a adquirir un tono carmesí.

—Parecía una buena idea en aquel momento —replicó McCoy, una mirada alrededor mientras la terraza comenzaba a llenarse lentamente de turistas con cámaras fotográficas y magnetófonos. La mayoría de ellos llevaban puestos jerseys… buena idea; empezaba a refrescar, y McCoy se arrepentía de no haberse llevado una chaqueta—. Además, también me pareció que semejante gesto forzaría a la decana a interesarse de una manera más personal por lo que sucedía en nuestra clase. Parecía una buena idea.

—Pero tú suspendiste anatomía —le dijo Dieter.

McCoy se sonrojó. Aquél era un recuerdo con el que nunca había llegado a reconciliarse del todo.

—Eso concentró más la atención sobre ti —continuó Dieter, que hizo caso omiso del rubor de su amigo—. No fue nada bueno.

—Todo es relativo —murmuró McCoy—. Y al final todo acabó bien.

En realidad así fue, aunque había supuesto que la decana le controlara los estudios y la vida al milímetro durante los tres meses siguientes. Había aprobado medicina con una nota más que respetable, la decana le estrechó la mano y le dijo que no quería volver a verle en toda su vida.

—Esto se está abarrotando un poco, ¿no te parece? —comentó McCoy mientras contemplaba a los turistas que comenzaban a reunirse junto a la barandilla de la terraza.

—Me niego a que cambies de tema para distraerme —le dijo Dieter—. Te metiste en muchos problemas por mi bien. Nunca lo he olvidado.

—Sí, bueno. ¿Qué hay de aquella vez en que…? —McCoy se detuvo a mitad de la frase. «¿Qué tiene de malo dejar que a uno le den las gracias?», pensó—. No tiene importancia —continuó tras uno o dos segundos—. Me alegré de poder ayudarte.

—Y a mí me alegró que lo hicieras. Lo cual constituye una de las razones por las que quería verte antes de que vuelvas a partir. En el último par de cartas que me enviaste… había muchas quejas contra la burocracia de la Flota Estelar.

McCoy rió entre dientes.

—¿Estás reclutando personal, Dieter?

—No bromees. A ti no te afectan mis recortes presupuestarios. Sólo quería saber si estabas bien.

McCoy suspiró mientras miraba hacia el valle que se hacía cada vez más oscuro.

—Bueno, el bien siempre consigue triunfar sobre la burocracia, al menos últimamente. Pero el bien tiene que ser muy, muy cuidadoso. Eso puede acabar por cansarte.

Dieter no replicó nada, se limitó a beber otro sorbo.

—Esta misión que te impide quedarte a cenar —le dijo—, ¿te mantendrá alejado durante mucho tiempo? Me gustaría que vinieras a dar una conferencia, si dispones de las energías necesarias cuando tengas otro permiso. Tus últimos artículos han dejado a los otros jefes de departamento sedientos de tu sangre. Especialmente el que versa sobre la
gastroenteritis denebiis
. El viejo Kreuznauer amenazó con hacértelo comer sin tubo gastrointestinal.

McCoy rió entre dientes.

—No lo sé —respondió mirando en dirección a la puesta de sol.

Se había convertido en algo magnífico; el atardecer parecía casi preparado ex profeso para el esplendor: había nubes altas en un cielo por lo demás limpio; el reflejo carmesí de la luz del sol que ya se había ocultado se demoraba sobre los más altos picos cubiertos de nieve y los hacía resplandecer con un color naranja rosáceo contra el cielo azul oscuro, como si el fuego los iluminara por dentro.

—Oficialmente es un reconocimiento posreconocimiento. La gente encargada del primer contacto ya ha estado en la superficie del planeta en cuestión y contado las especies que hay en él. Aparentemente, ya tienen algunos conocimientos de viaje espacial. Ese equipo de reconocimiento ha hecho el análisis del idioma y demás. Ahora nosotros debemos intervenir y realizar comprobaciones más afinadas para el Traductor Universal… y evaluar si tienen madera de Federación. Y si quieren pertenecer a ella. —Se encogió de hombros—. Es un trabajo que ya hemos hecho antes. Estaré ocupado… hay mucha xenopsicología implicada en el asunto, como podrás imaginarte. Además de eso… reconocimientos biológicos de la flora y la fauna, especialmente de los gérmenes… análisis anatómicos y médicos de las especies en cuestión…

—Espera un momento. ¿Especies, en plural? —inquirió Dieter con sorpresa—. ¿Más de una?

McCoy asintió con la cabeza.

—Es insólito —replicó—. Y no son trasplantadas… no las llevó hasta allí otra especie viajera del espacio, en algún momento anterior de la historia. Hay tres especies en ese planeta, todas de auténtica evolución convergente. La Flota Estelar se muere por averiguar a qué se debe… pues nunca se ha encontrado antes un planeta de estas características. La
Enterprise
fue asignada en principio a otra misión, pero esta de ahora ha hecho que la primera pasara a un segundo término. Así pues… partiremos esta misma noche, y no la semana que viene, como yo creía. De lo contrario, habría dado complacido esa conferencia que me pides. No hay forma de saber cuántos años estaré ausente esta vez. Ya sabes cómo van esas cosas.

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