El «vigilante», en un intento de pasar desapercibido, se sentó en la barra y, a través del espejo frente a él, procuró no quitarles ojo. No había mucho que vigilar, parecían tranquilos y, en cuanto les sirvieron, comenzaron a comer con normalidad. Pero órdenes eran órdenes, y no quería descuidar sus funciones. Además, al menos en un par de ocasiones, captó alguna mirada sospechosa; la primera procedía del tipo grande y luego del otro, del rubio que parecía un príncipe de puro elegante. Puede ser que fuera un paranoico, tal vez se trataba de legítima curiosidad, pues, eso era cierto, él no era ni mucho menos uno de los asiduos del local, pero por si acaso se recordó que no debía pecar de desconfiado.
Era lógico que los vigilados no se levantaran al menos hasta que hubiera transcurrido media hora, por lo que optó por ocupar su tiempo en algo práctico. Tras pedir un sandwich sencillo y una caña, sacó su libreta de notas dispuesto a repasarla, pero sin dejar de comprobar de vez en cuando la situación de sus vigilados a través del espejo.
Según las indicaciones recibidas directamente a través del jefe, tenía que pasar un informe diario de las actividades de todos ellos, pero en especial de las de la chica, y también, durante el tiempo que esta estuviera en el bufete, información exhaustiva sobre los clientes con los que se reunía. Consultó el cuadro de horarios y visitas que había trazado esa misma mañana y comprobó satisfecho que no había casi recuadros en blanco. Sonrió. Había sido un trabajo minucioso, y no sabía para qué cono servía, pero lo que estaba claro es que había cumplido. En cuanto a las citas que faltaban por cotejar, sus superiores tendrían que comprender que él, un hombre solo, no podía cubrir todos los flancos a la vez y el acceso de visitantes a través del garaje, por ejemplo, estaba fuera de su control.
Sí, recordó de pronto, así es como debió de entrar al edificio la cita de las once, pues a esa hora, si la memoria no le engañaba, un taxi entró al sótano del edificio y volvió a salir no menos de cinco minutos después sin clientes y con la luz verde, sinónimo de «taxi libre», encendida.
Trató de hacer memoria cerrando los ojos para verlo mejor dentro de su cabeza. Así pudo traer a su mente el contorno apenas entrevisto del pasajero que viajaba en el asiento trasero mientras el conductor solicitaba que le alzaran la barrera desde portería y le permitieran pasar. Era una mujer, de eso estaba completamente seguro, pero por desgracia no llegó a ver mucho más; apenas un perfil en la distancia que se le hizo vagamente familiar.
—Disculpe —la voz femenina, que claramente se dirigía a él, le pilló desavisado y le asustó—, pero creo que se le ha caído esto.
Se giró lentamente sobre el taburete atornillado a los pies de la barra y, procurando disimular su asombro tan buenamente como pudo, sin mirarla a los ojos para no delatarse pero sin mostrarse tan esquivo como para que ella sospechara, negó a la chica que el papel que le tendía le perteneciera.
—No es mío —susurró, y se alegró de que sus tres vigilados, y en concreto la chica, fueran tan inocentones e ineptos como para no percatarse de con quién estaban hablando. Con él, que llevaba ya dos días detrás de ellos.
—Perdón —le sonrió, con una sonrisa deliciosa, eso había que reconocerlo—. Siento mucho haberle molestado. —Y, sin más, dio media vuelta y se alejó.
El la contempló mientras volvía a acomodarse en su sitio, entre sus dos amigos, y se preguntó una vez más qué habrían hecho como para dar origen al encargo de seguirlos.
De pronto recordó que al sentarse había entreabierto su chaqueta y, alterado, de pronto se olvidó de los chicos para comprobar si había dejado al descubierto su pistola. Se palpó el pecho, reparó en sus ojos asustados mirándose a sí mismo en el espejo, y se calmó. No, no parecía que se pudiera ver a simple vista que iba armado, aunque tal vez ella, que se acercó lo suficiente, podría haber reparado en este hecho si se hubiera fijado.
Solo que no creía que, siquiera, le recordara ya. Y volvió a mirarla una vez más y su cara se quebró en una sonrisa involuntaria al comprobar que seguía con sus amigos y, divertida, disfrutaba y se deshacía en carcajadas con una risa francamente contagiosa.
«De verdad que no entiendo por qué los estoy vigilando, qué pérdida de tiempo», refunfuñó. Todavía le resultaba más incomprensible por qué habían insistido los que mandaban en que llevara pistola. «Por lo que pueda pasar». Los tres estaban en babia, no parecía que debieran dinero ni que, por tanto, merecieran algún correctivo y, en su despreocupación, ni se enteraban de la misa la media.
«Qué cojones haré yo aquí de niñera de estos tíos. Si son totalmente inofensivos».
A José Luis Martínez cada vez le daba más pereza empuñar el teléfono, pero era su esclavo, tenía que hacerlo.
Buscó en su agenda personal y marcó él mismo el número del hombre con quien quería hablar. Cuando se trataba de su socio mayoritario, optaba por prescindir de las secretarias y se abstenía de ordenar a cualquiera de las dos que se pusiera en contacto y le pasara la llamada. No, eso era algo que, en este caso, prefería hacer él personalmente.
No tuvo que esperar ni dos tonos para que al otro lado del hilo respondiera alguien. Quien lo hizo actuaba igual que él, ya que quien halló al aparato no fue, tampoco, ningún empleado. Sonrió, envanecido, y se creció ligeramente al suponer que, del mismo modo, en justa reciprocidad, el otro también le tenía a él reservado el trato de «socio preferente» y, de alguna manera no necesariamente sexual, «amigo especial».
—¡Super-Pepe! —exclamó la voz al otro lado, excesivamente alegre, y Martínez temió que, dada la hora, su socio hubiera celebrado algún tipo de comida de trabajo de esas que terminan con whiskies y que ahora, en la sobremesa, estuviera excesivamente achispado como para mantener con él una conversación seria—. ¿Qué tal te fue con la compañía femenina que te proporcioné, lo pasaste bien?.
—Sí, claro, muchísimas gracias otra vez —respondió sin demasiado énfasis, cansado de volver al mismo tema de nuevo. Sospechó que si el otro le sacaba el tema no era por auténtico interés, sino para restregarle de nuevo en la cara su propia debilidad—. ¿Has recibido el fax que te envié?.
—Sí, claro, aquí lo tengo, sobre la mesa. —El tono serio de pronto, con leves matices metálicos, hizo comprender al abogado que había errado en su suposición inicial. Por supuesto que no estaba borracho, estaba tan sereno como siempre, con ese dominio de sí mismo difícil de emular—. Muy completo, gracias a todos los datos que aportas ya me hago una idea de quiénes son estos abogados. Ahora los tengo perfectamente controlados.
—Me extrañó mucho que te interesaras por este bufete precisamente ahora —reconoció Martínez—. Desde hace ya un cierto tiempo tenemos un caso abierto en el que uno de ellos representa a tus oponentes y no le has dado mayor importancia…
—¿Sí?. No me digas…
—¿No sabías que Aitor Castro era el representante de los trabajadores en el concurso de acreedores de Continental? —Martínez se sorprendió.
—No. Con la crisis encima estamos haciendo tal encaje de bolillos con las empresas que ya no controlo esos datos. Lo dejo todo en tus manos y me despreocupo de las gestiones. Soy un hombre muy ocupado. —Martínez advirtió el desagrado que le producía a su socio tener que dar todas esas explicaciones—. Si te preguntaba por ese Castro y sus compañeros, es por un asunto totalmente diferente. Algo personal.
—Ah, bueno.
Martínez dudó, albergaba la sospecha de que el asunto al que el otro aludía era peliagudo y no quiso parecer más interesado de la cuenta en ello, ni mucho menos indiscreto. ¡Bueno era su socio cuando se trataba de su vida privada! Estaba al tanto por Cardoso de que tenía la mano un poco o, mejor dicho, tremendamente larga y en su fuero interno agradeció que en lo relativo a estos temas, a novias, amantes queridas y prostitutas magulladas o directamente apaleadas, la cosa, afortunadamente, nunca llegara a los papeles. Bien es cierto que para ese tipo de demandas, que por supuesto casi ninguna mujer en su sano juicio se atrevería a presentar en su contra, contaba con un servicio legal diferente. Él sólo se ocupaba de lo financiero, de sus asuntos económicos. Su especialidad era fiscal y laboral, pero en su despacho se veían asuntos de todas las especialidades. No obstante, él tenía suficiente con las gestiones que debía hacer a fondo perdido como socio y la minuta que mensualmente le pasaba por llevar los procedimientos que generaban sus otras empresas.
—¿No se te ofrece nada más? —le oyó preguntar impaciente al otro lado. Él mismo se lo había dicho, era un hombre ocupado, y Martínez, perdido en sus propias reflexiones, había permanecido demasiado tiempo callado.
—No, únicamente quería informarte de que, en lo relativo a Continental, S. A., Aitor Castro está perfectamente controlado.
—Pero, por lo que sé, ese tal Aitor no está ahora mismo en la ciudad. Se ha ido de vacaciones a navegar, ¿no lo sabías?.
—Sí, veo que estás bien informado. Ha dejado el tema en manos de uno de sus socios.
—Oye, ¿y qué sabes de la chica?. ¿Es buena?.
—¿Jimena Beltrán?. Es la mejor. Menos mal que no le gusta laboral. Las pasaría putas si tuviera que vérmelas con ella. —Dudó antes de seguir hablando, pero supuso que el comentario le gustaría—. Y además es preciosa, aunque no sea, claro, el tipo de mujer espectacular que acostumbras a frecuentar. —«Tiene otra clase de belleza, menos llamativa, menos vulgar», pensó, pero por supuesto esto no se atrevió a decirlo.
—Sí, ya la he visto. Pequeñita y elegante. No, gracias, de mujeres refinadas ya tuve una y me originó bastante que hacer. Ahora prefiero las hembras digamos… más básicas. —Y su voz se cargó de tintes oscuros, de recuerdos negros que, dedujo Martínez, prefirió borrar de un plumazo cayendo en la frivolidad—. Oye, y ahora que hablamos de mujeres básicas, no quiero que se me olvide decirte que, ya sabes, puedes contar con el servicio de las nuestras cuando quieras, ¿eh?. Pero directamente, sin necesidad de llamarme ni nada, que porque yo sea el socio mayoritario no tienes que pasar por mí, que tú levantas el teléfono y…
—Sí, gracias —cortó Martínez incómodo. Lo había entendido perfectamente—. No dudes que volveré a hacerlo, más pronto de lo que piensas.
—¿Y eso? —Tuvo que reprimir un bufido de fastidio, esa vena cotilla de su socio, siempre pendiente de las debilidades de los demás para luego poder utilizarlas, le exasperaba—. ¿Ha vuelto a dejarte tirado la novia?.
—No es una novia, es…
—¿Se ha buscado otro más joven que tú?.
—No, se ha ido a la costa unos días.
—Claro, como todas; aquí hace calor y los hombres están ocupados, y en la playa hay tíos cachas, musculosos y bronceados… Ni que fuera tonta. Tú lo que tienes que hacer es tomarte unos días e irte también, cuando estés allí llamas a una de nuestras chicas en la zona y te preocupas de pasársela bien por las narices. Una bien joven y bien mona… Ya verás cómo se pone. Además, tampoco está de sobra que te pases de vez en cuando a ver cómo funcionan nuestros negocios por allí…
Antes de que ese pensamiento peregrino se concretara en una orden expresa y le tocara tomar el primer avión a Málaga, Martínez se apresuró a quitarle la idea de la cabeza:
—Sí, por supuesto. —Era mejor, por prudencia, no negarle nunca nada, no fuera que saltara su genio. Pero sí resultaba conveniente poner de inmediato mil excusas que le dejaran satisfecho—. Después de que se solucione lo de Continental…
—Tú siempre tan responsable, Pepito. ¿No se te ofrece nada más?.
Y antes de que fuera a impacientarse, de enrollarse en mil bromas estúpidas y ya que la pregunta clave, la que marcaba el principio del fin había sido pronunciada, Martínez se apresuró a despedirse y colgar y se mantuvo un rato absorto dándole vueltas en su mente al último tema tratado, a la quiebra de Continental, S. A.
No parecía complicado, pero había argumentos, cifras y un montón de datos con los que defender las razones por las que su jefe había presentado voluntariamente en el Juzgado de lo Mercantil un concurso de acreedores. El procedimiento se encontraba en la fase común y, en un principio, el magistrado del Juzgado de lo Mercantil al que le había caído el asunto lo había analizado aceptando el concurso. Como se hacía habitualmente, pidieron papeles y más papeles hasta que elaboraron un dictamen según el cual la empresa carecía de liquidez. Hasta aquí todo bien. Sin embargo, uno de los acreedores, en desacuerdo con este dictamen, planteó un incidente concursal. Ahora, en cuanto el juez lo resolviera, Continental, S. A. tendría que presentar un convenio con el que conseguir llegar a un acuerdo con los acreedores o, en caso contrario, plantear la fase de liquidación. En cualquier caso, quedaba por recorrer un camino complicado y Martínez, aunque sabía que no tenía a la Fiscalía en contra, no las tenía todas consigo; temía que el magistrado dictaminara al concurso de acreedores como culpable porque el propietario y administrador de la empresa, bien lo sabía él, habían realizado operaciones sin justificar, beneficiándose de los bienes de la compañía durante los últimos dos años. La Ley prohíbe expresamente este tipo de operaciones, que califica de mala gestión, y sabía que a un hacha como Aitor Castro difícilmente este punto se le podría haber pasado por alto.
El gorila tuvo la sensación de que esa noche de jueves, tras una jornada sumamente aburrida de vigilancia e igual de tediosa que las tres anteriores, se lo iba a pasar por fin en grande. Estaba en la buhardilla de un edificio no lejano al del ático en que vivían la pareja de abogados, el tipo grandote y la que parecía una niña picara y pequeña, y al parecer frente a él las cosas se estaban poniendo al rojo.
Solía ocurrir con relativa frecuencia que los inquilinos o propietarios que vivían en los pisos más altos de un inmueble y también, claro, los moradores de áticos y buhardillas, no acostumbraran a echar las cortinas o bajar las persianas, y menos ahora, en verano. No tenía ni idea de a qué se debía esta costumbre, ni si era sólo española o también se practicaba de fronteras para afuera. Sospechaba que todo obedecía a una sensación de impunidad por estar arriba de todo, un «quién nos va a ver, boba, si estamos más altos que los demás». El caso es que se congratuló al comprobar que la parejita que tenía enfrente, perfectamente visible desde sus prismáticos, empezaba a entregarse a su faena particular, sin acordarse de cerrar puertas o ventanas o bajar estores o, al menos, apagar la luz.