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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (19 page)

BOOK: La prueba
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—Lo comprendo, no hace falta que te disculpes. —Y, una vez más, su educación le jugó una mala pasada y le obligó de nuevo a hablar—. Aun así, háblame de lo que te preocupa y te asesoraré según esté en mi mano.

—Pues verás, me preguntaba si… —dudó, pero de pronto se arrancó a hablar con una decisión inusual, o al menos en lo que él conocía de ella—, si uno encuentra un tesoro en el fondo del mar, y se lo queda, qué le puede pasar.

Jorge se demoró unos segundos más de la cuenta en responder. Estaba sorprendido por esa cuestión inesperada. Podía pensar, y probablemente predecir, muchos de los temas que preocuparían a Camila, pero jamás pensó que la soberanía sobre los bienes hallados en el fondo del mar pudiera ser uno de ellos.

—Jorgito —inquirió ella—, ¿estás ahí?.

—Sí, perdona, me he quedado algo anonadado por tu interés en los tesoros, ¿es que has encontrado uno?.

—¿Yo?. ¡No, qué va! —respondió Camila atropelladamente—. No, es sólo una consulta que me ha enviado Rodri por e-mail. Tú ya sabes que es un amante de los deportes de riesgo y al parecer a un buzo amigo suyo le han ofrecido un puesto de trabajo en una de esas empresas estadounidenses…

—Ya, ya —cortó Jorge. La explicación que Camila le estaba dando le parecía totalmente increíble y peregrina, pero el caso es que tampoco le interesaba ni le apetecía ir más allá. Lo único que quería era quitársela pronto de encima—. Verás, según la ley española, los tesoros hallados en suelo o territorio español sin dueño conocido corresponderían en partes iguales al autor del hallazgo y al Estado.

—Sí, pero ¿qué ocurre con los tesoros que se encuentran en el mar?. ¿Qué pasa con los de los buques hundidos?.

—Es un asunto complicado. Si el barco está hundido en territorio marítimo español, rige la misma norma. Pero si está fuera de nuestras aguas, se aplica la jurisprudencia internacional, por la cual hay que atender al pabellón, es decir, a la bandera del barco hundido para determinar qué país tiene soberanía y, por tanto, derechos sobre él.

—Vaya, cuánto sabes —exclamó ella asombrada—. Y yo, que creía que no podías ayudarme.

—Es un tema que me pilla muy de refilón, pero como últimamente han aparecido bastantes noticias en la prensa relacionadas con los litigios que enfrentan al gobierno español con empresas cazatesoros, algo se me ha refrescado.

—Sí, ya veo. Lo que no termino de entender… Quiero decir que lo que no termina de entender el amigo de mi hijo es qué pasa con estas empresas que encuentran tesoros. Si se lo queda todo el Estado, ¿qué sentido tiene que ellos hagan esos enormes gastos en maquinaria y empleados para rastrear el fondo marino?. ¿Y la inversión que hacen y que nadie más haría?.

—A ver cómo te lo explico, existe una sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos que, si no me equivoco, es del 2000, o del 2001, que en su momento respaldó la posición del gobierno español en lo referente a sus derechos de soberanía sobre los barcos hundidos bajo pabellón español. Concretamente estableció que las fragatas
El Juno
y
La Galga
pertenecían a España junto con toda su carga, pese a que están hundidas frente a las costas de Virginia desde hace más de doscientos años con un supuesto tesoro en su interior valorado en quinientos millones de dólares. Este derecho es defendido también por otros países digamos… del Primer Mundo, como Francia, Estados Unidos, Alemania, Rusia, Japón y Reino Unido, y tiene como objetivo evitar que sin autorización las empresas cazatesoros como Odyssey, que seguro que te suena, extraigan del fondo del mar el contenido de buques hundidos. Pero esta decisión del Supremo de los Estados Unidos no es gratuita, su preocupación principal radicaba en proteger los miles de barcos, buques y aviones cuyos restos están sumergidos en los mares del mundo en los que Estados Unidos ha mantenido contiendas, lo que pasa es que al final, de rebote, al mismo tiempo que salvaguarda sus intereses, ampara a los navíos propiedad del gobierno de cualquier otro país en similares circunstancias, pero no los del resto de los países, o no los de países que bastante tienen con sus problemas como para vigilar sus aguas o si empresas cazatesoros hacen búsquedas en ellas, y de qué barcos. El océano es muy grande, Camila, y no siempre se sabe lo que se hace o extrae de él.

—¿Quieres decir que, si los pillan, declaran los tesoros y, si no, si nadie pregunta o no los descubren, se van con todo?.

—Más o menos. En lugares como África, por ejemplo, los gobiernos no suelen estar pendientes de estos asuntos, o su legislación está llena de lagunas, o muchos funcionarios están dispuestos a hacer la vista gorda ante el saqueo si existe un buen soborno por el medio.

—Pero ¿y en Europa?.

—En Europa todo está mucho más vigilado. Me temo que de pillar a algún particular o una empresa que hubiera obtenido un pecio y no lo hubiera declarado, las autoridades no tendrían más remedio que considerar que esa persona o entidad estaría robando.

V
EINTIUNO

Había pasado una semana exacta desde su cita con Jorge y ahí tenía el resultado, se felicitó Lola. Ante ella estaba el periódico y en él, en un lugar destacado, su artículo sobre los CIÉ. Lo repasó y se sintió bastante satisfecha del resultado, sobre todo dado su perfeccionismo y su alto nivel de exigencia. Se sonrió levemente al pensar que sin duda iba a levantar algunas ampollas, pero ella anteponía su coherencia y su honestidad como periodista a cualquier compromiso en nombre de una antigua amistad con hombres y mujeres conocidos desde hace tiempo, incluso compañeros de facultad. Algunos de ellos, lo que son las cosas, habían terminado convirtiéndose en importantes políticos con cargos de responsabilidad e, incluso, quién se lo iba a decir, ministros.

De pronto recordó que no sabía si Jorge había tenido la oportunidad de ver el resultado final del trabajo y resolvió enviárselo. Dejó a un lado la edición impresa, abrió su portátil siempre conectado a Internet y buscó en la edición digital del periódico su propio texto. Con orgullo reparó en el detalle de los muchos comentarios que había suscitado entre los internautas y se entretuvo unos minutos en leer algunos de ellos y no precisamente los más entusiastas ni los que más apoyo mostraban a los inmigrantes presos en los CIÉ o a ella como valiente articulista, que mostraba una realidad social hasta ahora desconocida. Se entretuvo en revisar, justamente, aquellos que más críticos resultaban con ella y con lo escrito. Era su modo de ser y no podía evitarlo; siempre prefería el debate y el cuestionamiento a la alabanza. Creía que podía sacar más en limpio de los disidentes que de los entregados y, en cierto modo, era una manera de mantenerse a salvo, de preservar su individualidad y su criterio, de no creerse la portavoz de nada ni de nadie y no desviarse de su camino; siempre en busca de la objetividad y la información por encima de orgullos y egos.

«Pero basta ya de perder el tiempo», se dijo, y consultó en la esquina inferior de la pantalla la hora, casi las dos de la tarde. «Como no se lo envíe ya, Jorge se irá a comer sin haberlo leído», y sin más escribió unas concisas líneas de agradecimiento, adjuntó el PDF con el artículo y pulsó la tecla de «enviar».

No menos de cuatro o cinco minutos después, justo cuando iba a dirigirse a la cocina para preparar la comida de sus nietos, oyó el aviso sonoro del ordenador programado para advertir cuando un correo era recibido.

Era un mensaje de Jorge. Por lo visto, aún no había bajado al Sensaciones. Lo leyó:

Sensacional, como siempre. Me alegra haber podido colaborar en algo, aunque sea en una mínima parte, a otro más de tus éxitos.

«Qué adulador», pensó. Lola no era de las personas que escatimaban el reconocimiento de los méritos ajenos y mucho menos de las que afirmaban haber llegado a conseguir todo lo que tenía sin ayuda, incluyendo su prestigio o sus logros profesionales. De inmediato respondió al correo de Jorge con un par de frases breves en las que reconocía que había sido indispensable a la hora de redactar el texto la claridad que demostró en su exposición de los datos. Volvió a darle a la tecla para enviar el mensaje y, como una quinceañera boba, se quedó a la espera de la respuesta, sin hacer nada más que aguardar ante la pantalla. «Estoy tonta», se dijo, y cuando ya iba a levantarse, la alerta de un nuevo mensaje la sobresaltó.

¿Qué se sabe de Aitor?

Suspiró aliviada; durante una fracción de segundo, dado lo formal y bienqueda que era Jorge, había temido que se enzarzaran ella y él en una cadena de mensajes de agradecimiento y lamida mutua de lomos sin final. Esas situaciones absurdas en las que se había visto envuelta en más de una ocasión y de las que era imposible salir sin mostrarse maleducada. Esos diálogos del tipo: «El mérito es tuyo». «No, tuyo». «No, de verdad que tuyo, sin tus hábiles explicaciones nada habría salido bien». «No, en realidad es que tú eres tan inteligente que lo entiendes todo a la primera»… Por fortuna, la confianza entre ellos era tanta que no precisaba de halagos vanos y les permitía poder ir sin tonterías al meollo de las cuestiones, de modo que, en el mismo estilo directo, respondió:

Todo bien. Usa el teléfono por satélite para hablar cada dos días con los niños. Sigue sin problemas el itinerario previsto y, por lo que cuenta, está disfrutando como un loco. Sospecho que es, básicamente, porque está solo. Va a ser verdad que el muy traidor tenía ganas de librarse de nosotros…

Casi al minuto de enviarlo recibió la nueva respuesta de Jorge:

Tu hijo es un capullo, pero merece estos días de descanso. Gracias por la información, ahora se lo contaré a Roberto y Jimena, que me esperan para comer, y estoy seguro de que se quedarán, y yo también, mucho más tranquilos.

Besos a ti y a los niños.

Jorge.

Ahora sí que permitió que una amplia sonrisa iluminara de verdad su cara. Una de esas sonrisas que las madres se regalan y muestran sin pudor porque no son para ellas, sino para sus retoños; era verdad que Aitor era un capullo, pero un capullo con suerte, rodeado de amigos que se preocupaban por él y le querían.

Se acordó de que debía guardar los correos sin borrarlos, y todos aquellos mensajes que fueran llegando de sus amigos y conocidos interesándose por él. Así se convencería de que había mucha más gente que le valoraba de la que él pensaba. De que no estaba solo, de que no valía la pena huir, de que todos le apreciaban, y ansiaban su bienestar, y le esperaban.

V
EINTIDÓS

El hombre que había recibido la orden de vigilar a los abogados se quedó sorprendido del encargo. Normalmente, su jefe no acostumbraba a reclamarle para trabajos tan tranquilos como parecía ese. Por un momento, se planteó si no habría caído en desgracia. Ya se sabía cómo funcionaban los curros como el suyo: si te reclaman para descerrajarle un tiro en la boca a alguien, es que eres apreciado en el escalafón. Si por el contrario te dan unos prismáticos, te sientan en una silla incómoda en un apartamento vacío y te ordenan que espíes entre los visillos a una pareja de amantes o algo por el estilo, es que has metido la gamba y, como los policías cuando los plantan ante la puerta de comisaría o los ponen a dirigir el tráfico, o la has cagado, o te has hecho viejo.

En su caso, no era así, o al menos eso le aseguraron en cuanto pilló por banda a su jefe directo y le hizo partícipe de su mosqueo. El encargo venía directamente de arriba, de la misma cúpula, del mismo puto amo en persona, y era urgente.

—Ya sé que parece un trabajillo de nada —había admitido hacía sólo un día, el domingo, cuando le pidió que se vieran en un lugar tranquilo, paseando por el jardín botánico, para confesarle su confusión. Al ver que no sacaba nada en limpio, decidió acorralarlo un poquito—, pero tienes que creerme, esos tipos le importan mucho, y la chica también. El mismo jueves tomó la decisión y ya ves, no ha tardado ni dos días en colocarte sobre ellos para saber qué es lo que hacen en cada momento, quién va a su bufete, quién entra y sale… Tú ya me entiendes.

Pero no, no lo entendía en absoluto.

Se había pasado todo el fin de semana tomando datos, recabando información, apuntando nombres y horarios. Y ese mismo día, un lunes por la mañana, como un asqueroso funcionario, ahí estaba, plantado desde las nueve ante el edificio de su bufete, intentando adivinar cuáles eran sus ventanas. Ahora acababan de salir a la calle y no le quedaba más remedio que ir tras ellos, con evidente desgana mientras murmuraba de nuevo que no lo entendía, que no tenían nada de particular.

Volvió a observarlos: dos hombres jóvenes y aparentemente sanos, y la chica, pequeñita, poca cosa, del tipo delicado como las muñequitas. ¿Qué tenían de particular?.

Por su propia experiencia como guardaespaldas y cancerbero bien sabía que su trabajo tendría sentido si ella fuera una de esas señoras hembras, una mujer de bandera, de rompe y rasga, tan llamativa y espectacular como las que habitualmente llevaba su jefe para lucirlas; una de esas de las que uno se siente orgulloso de enseñar y con las que el patrón acostumbraba a relacionarse. En ese caso hubiera comprendido y entendido también el porqué de la vigilancia, porque como te despistes un segundo de semejantes monumentos no tarda alguien en levantártela, y también cabía la posibilidad de que echaran a volar ellas sólitas o, de tan descocadas como eran, de tan mujeres que con un sólo varón no les bastaba, tal vez incluso metieran a algún otro pájaro en su jaula.

Pero la abogada, definitivamente, no parecía encajar en las preferencias del jefe. Para nada. Era demasiado fina, poca cosa, sencilla y, en una palabra, elegante.

Además, pese al poco tiempo que llevaba encima de ella y sus compañeros, ya se había fijado en que con uno de los dos abogados, con el más corpulento, tenía algo, y no era el patrón hombre de compartir plato, desde luego que no.

Meneando la cabeza, les siguió con cierta prudencia mientras caminaban por la calle, ella en el medio de los dos hombres, cogida, o más bien colgada, del brazo de cada uno. Caminaban los tres contentos y dicharacheros como viejos camaradas. No anduvieron demasiado, entraron en uno de los restaurantes de su misma calle y se sentaron en una mesa al fondo, sin que ninguno de ellos diera la espalda a la puerta. «Quién lo diría», se asombró. Si no fuera porque estaba seguro de que eran tres lerdos, cualquiera pensaría que sabían lo que hacían, que se fingían relajados y cómodos, pero que en el fondo estaban alerta y cuidaban sus espaldas con tanto celo como si realmente estuvieran al tanto de su vigilancia, ciertamente no muy atenta, francamente despreocupada.

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