Agradecidas y también seducidas por su empuje, por su fuerza de voluntad y su empeño por sobreponerse a las condiciones adversas y labrarse sólo con su esfuerzo un destino diferente al que la suerte le había designado desde su nacimiento, las familias de Jorge, Aitor y Roberto acogieron sin reservas a Jimena en su seno. Hubo invitaciones a los chalés de la playa y de la sierra, a las cenas navideñas cuando ella, por las obligaciones de su trabajo de dependienta, no podía regresar a su pueblo con su familia y se veía obligada a pasar las fiestas en Madrid; a la piscina durante el verano y, por supuesto, a los cumpleaños y las celebraciones familiares de cada uno de ellos.
Era una más, pero había un pequeño detalle, sólo una mínima contrariedad, que hacía que de vez en cuando Lola y Gemina, las madres de Aitor y Roberto, fruncieran el ceño: no tenía novio.
Ella decía que no tenía tiempo, pero lo cierto es que ni se planteaba siquiera tontear con ninguno de los chicos que se le acercaban, y bien sabe Dios que tenía éxito entre ellos. No era guapísima, ni escultural, ni alta ni de facciones canónicamente bellas, pero tenía un no sé qué, un toque especial que la volvía irresistible. «Tal vez —reflexionó Lola ahora—, su encanto resida en su propia pequeñez». Era, como Audrey Hepburn, la esencia de un perfume en un frasco frágil y diminuto. No parecía espectacular a primera vista, pero algo en su mirada, en su expresión, denotaba toda la fuerza y la pasión que llevaba dentro y lo escuálido de su cuerpo contenía. Daban ganas de cuidarla, de protegerla, pero ninguno se atrevía porque de sus palabras y sus actos se desprendía con claridad que se bastaba perfectamente sola y, además, hubiera considerado una ofensa que alguien diera a entender que necesitaba esa protección; un cuidado que sin duda merecía, como una joya valiosa, un bien preciado y admirado.
Y, sin embargo, los moscones de la facultad y el trabajo se apartaban al verla rodeada de esos tres machotes que eran, cada uno a su manera, Roberto, Aitor y Jorge. No se atrevían más que a hacer pequeños intentos, leves acercamientos que la propia Jimena o ellos mismos abortaban en cuanto alguno de los tres amigos aparecía ante su vista.
Lo curioso, recordó, es que sin embargo ellos, los chicos, sí lograban y tenían sus pequeñas conquistas. A Lola y Gemma no se lo contaban, por supuesto, pero ellas lo sabían. De cuando en cuando, se daban cuenta de que hacían su propia vida y tenían sus aventuras a través de conversaciones perdidas, en frases adivinadas, en llamadas telefónicas o en el especial cuidado por arreglarse para salir a cenas o fiestas o cines cuando los demás no aparecían. Solo Jimena parecía permanecer a salvo de las tentaciones del flirteo y la pasión, y puede que por ello se permitiera el lujo de observar las idas y venidas de sus amigos con un punto de desdén, de divertimento suficiente e, incluso, de compasión, si ellos sufrían por sus penas de amor.
Y así pasaron los años, y terminaron la carrera. Jimena, con los más altos honores, sus amigos, más que notablemente. En la cena que organizaron para celebrar sus licenciaturas todos aparecieron con una novieta más o menos reciente menos ella, que con un delicado vestido negro y su orgullo por bandera llegó sola al restaurante de lujo que los padres decidieron pagar como premio a los esfuerzos de todos. Al ser preguntada por el ligero retraso que les obligó a demorar la cena hasta que ella hizo acto de presencia, confesó con sencillez que, pese a ir vestida de fiesta, había preferido tomar el metro y este, esa noche, había sufrido una avería.
Luego llegó un verano de celebración y libertad, sin asignaturas pendientes que estudiar, sin los agobios de saber que en septiembre habría que empezar un nuevo curso. La vida se abría ante ellos y todos, poco a poco, fueron tomando sus propias decisiones. Jorge, cada día más decidido a especializarse en temas de emigración, resolvió comenzar un master en Derechos y Relaciones Internacionales; Roberto, atraído por el Derecho Penal, comenzó a informarse sobre cursos relativos a Criminología y, también, entró en contacto con organizaciones de ayuda a presos que prestaban servicio en diversas cárceles. Aitor, en cambio, tras obtener la doble licenciatura en Derecho y Empresariales, estaba decidido a cursar un master del Instituto de Empresa. Jimena, por su parte, dado su brillante expediente, había recibido ya varias ofertas de despachos especializados sobre todo en Derecho de Familia y Civil, que era la rama que más le interesaba, y no terminaba de decidirse por ninguna de ellas. Pero qué más daba. Tenían todo un verano por delante, y estaban dispuestos a disfrutarlo sabedores de que, cuando terminara, ya no serían estudiantes, sino adultos, enfrentados a sus propias decisiones, a la vida. Al futuro.
Fue entonces cuando ella, por fin relajada, parecía que podía permitirse un respiro y estaba ya segura de lo que sería y de que viviría mejor y podría abandonar su piso compartido y su trabajo como semiesclava; cuando todos, aguzado su instinto por saberla con la guardia baja, decidieron poner en movimiento su ejército, adelantar sus fichas, mover al fin su pieza.
Todos no. Jorge había desistido hacía tiempo y no porque no le gustara, sino porque sabía que no tenía nada que hacer. No era su tipo, era demasiado rico, demasiado perfecto.
Roberto y Aitor, en cambio, sin hablar entre ellos, sin pisarse ni picarse, parecían gatos en celo. No atacaron frontalmente, claro; no eran tontos. La conocían demasiado bien, y además se tenían un mutuo respeto, pero era más que evidente que la querían, que la deseaban, que se morían por ella.
Y Jimena, por primera vez en su vida, parecía dispuesta a dejarse querer.
Ganó Aitor.
Roberto siempre había sido mucho más tímido, más sutil, más cuidadoso y, por decirlo de algún modo, respetuoso. Era el típico chico que seducía hablando en plan tranquilo, llevando a una chica a ver un amanecer, haciendo regalos delicados que nada tenían de espectaculares, pero sí mostraban su vena sensible, detallista, poco dada a alharacas pero meditada y atenta.
Aitor, en cambio, era mucho más espectacular, sonrió Lola orgullosa. Un hombre de acción, un conquistador nato que sólo necesitaba de su enorme encanto para triunfar. Tenía un don, ni siquiera necesitaba, como Jorge, preocuparse en exceso por su físico, ni hacer grandes regalos, ni maquinar planes románticos ni mostrarse zalamero o galante o cariñoso de un modo especial. Le bastaba con ser él mismo.
Hasta el propio Roberto lo comprendió y supo, cuando vio perdida la batalla, mantenerse en un discreto segundo plano mientras Jimena y su amigo comenzaban un romance tan arrollador, tan perfecto como el de las películas, pero que estaba destinado a fracasar, aunque ninguno de los tres lo supiera entonces.
Por su culpa, se dolió Lola. Y cerró los ojos y se apoyó dolorida, como si las piernas le fallaran, en la mesa de la cocina.
Tenía que hacerlo. «No pensé en las consecuencias, sólo en el bien de mi hijo, en lo mejor para su carrera», se dijo. Aun así, con el aval de todos esos buenos argumentos, no encontró consuelo.
«Aitor, hijo, ¿no se te ha ocurrido que podrías hacer el master en Estados Unidos?».
Fue una pregunta tan sencilla como bienintencionada, se repitió. Le pareció una idea genial en su momento; podría completar sus estudios y perfeccionaría el inglés, tan importante en el mercado laboral. Ella siempre había sido una firme defensora de la necesidad de aprender varios idiomas y, ya que Aitor iba a perder un año especializándose, esa era la oportunidad perfecta para practicar una lengua extranjera, obtener su MBA en una prestigiosa escuela de negocios norteamericana y adquirir, además, una cierta dosis de mundología, la experiencia de vivir un año fuera de casa, en un país diferente. Una coyuntura que, posiblemente, tras regresar y establecerse en Madrid, no tendría la opción de repetir.
—Pero ¿y Jimena? —preguntó él desarmado.
—¿No sois tan felices juntos?. Acabáis de empezar, tenéis todo el tiempo del mundo por delante. Te esperará —le contestó con firmeza, rogándole con los ojos que se fiara de su experiencia de madre—. Si te quiere de verdad, ella sabrá entender que esta es una oportunidad que no puedes rechazar.
Y Aitor, el buen hijo, el hermano mayor y responsable, el hombre de la casa desde que faltaba el
aitá
(papá en euskera), atendió a razones, y antepuso la lógica a los sentimientos. En una sentida cena habló con Jimena y le expuso el cambio de planes y le prometió que la llamaría, y que la querría siempre, y que nada cambiaría y estarían juntos a su vuelta. «Solo es un año —le dijo—; sólo tienes que esperar».
Solo que las cosas no siempre salen como uno desea. A veces, qué bien lo sabía Lola, el Destino se empeña en jugar a los dados con la vida de uno, y una curva mal tomada se alía con placas de hielo en la carretera y dos niños se quedan sin padre y una mujer sola debe acostumbrarse a vivir sin marido y a sacar adelante a su familia haciendo equilibrios por no renunciar a su carrera. Del mismo modo, dos jóvenes amantes, que se quieren, que se merecen, ven cómo la distancia les puede, y las llamadas no bastan, y la pena y el dolor del alejamiento y la incomunicación termina con una historia feliz, con un amor como de cuento cuyo recuerdo no basta para mantener la ilusión en una pareja.
Ella no paraba de darle vueltas a por qué se había ido y la había dejado, y aunque lo comprendía, no terminaba de asumir cómo sin dudar él había elegido su carrera después de que al fin, tras tantos años de conocerse, de mirarse en silencio, lo suyo había florecido en un amor tan bonito. Pese a ello, él lo apartaba a un lado convencido de que lo que acababa de nacer seguiría exactamente igual a su vuelta.
Él, por su parte, no lograba encontrar tiempo para llamar, para mantener viva la llama a pesar de la distancia. Se sentía absorbido por la vorágine de Nueva York, por las mil cosas que ver, por los compañeros tan interesantes de los que tanto aprendía, por los actos que no debía perderse, por las mil posibilidades que le brindaba la gran ciudad.
Y, también, adivinó Lola ahora, tristísima y sola en su cocina, tantos años después, porque le podía la culpabilidad de haberla dejado. Por eso no llamaba, por eso buscaba mil excusas para encontrar el momento de hablar con ella, y lo retrasaba un día tras otro hasta que Jimena terminó por sentirse abandonada.
Menos mal que contaba con su amigo Jorge para que la consolara. Y también, claro, con Roberto.
Luego, cuando al cabo de un año Aitor regresó, comprendió su error, que ya era tarde y que a la larga no había vencido él, sino, para su sorpresa, su mejor amigo. Entonces, todo fueron ganas de salir, y prisas por ponerse a trabajar, por conocer a nuevas chicas con las que ligar, por encontrar él también a alguien. Y nada de rencor. Eso no, le confesó en una ocasión a Lola. «La culpa es sólo mía», le dijo. Pero ella sabía que no, que no podía excluirse, que también debía asumir su parte de error, un error que no vio en un principio, con Aitor tan contento con su primer trabajo en el prestigioso bufete Duran y Asociados y tantas chicas estupendas llamándole a casa y rifándoselo, porque era un gran partido, de eso no cabía duda. Mientras tanto, Jimena y Roberto, que a pesar de todo seguía siendo su mejor amigo, comenzaban poco a poco a adquirir experiencia en sus respectivos puestos y, empeñados en lograrlo todo por sí mismos, sin ayuda de los más que pudientes familiares de Roberto, alquilaban un ático ruinoso en un edificio del centro.
Eran felices a su manera, modesta y simple, y Aitor también parecía serlo. Conoció a Maika, una estudiante de primero de Periodismo que todavía no había cumplido los dieciocho, y no fue capaz de sustraerse al hechizo de su juventud y al reflejo que ella le devolvía de él mismo, guapo y mundano, inteligente y triunfador. ¿Cómo sustraerse al encanto de esa imagen que todos percibían de ellos, a ese idilio que fomentaron sin querer cuantos les rodeaban?. ¿No eran al fin y al cabo una pareja ideal?. En Aitor influyó la admiración de Maika por él, su arrobamiento y entrega absoluta y las enhorabuenas de los demás, de sus compañeros y sus propias familias, encantadas de que ambos se hubieran encontrado. Al fin y al cabo, eran una pareja encantadora cuyo destino estaba abocado a terminar juntos. Sin embargo —todo sucedió antes de lo previsto y con prisas, como si quisiera huir de algo, como si se le acabara el tiempo—, Aitor propuso a Maika matrimonio.
Ella aceptó. Estaba deslumbrada ante un «señor» que había concluido una carrera universitaria de doble titulación, que tenía un master en una prestigiosa universidad norteamericana y que no sólo le llevaba siete años cronológicos, sino kilómetros interminables de experiencia. Aitor, por su parte, era consciente de que en la facultad Maika frecuentaría a muchas personas interesantes, de que todo un mundo de oportunidades aparecería ante ella y temía ser aparcado otra vez más, abandonado de nuevo.
Cuando se casaron él tenía veintiséis años y ella, dieciocho. Roberto fue el padrino. Los jóvenes esposos querían formar una gran familia, él parecía ir a comerse el mundo y ella, se comprometió con su padre a terminar la carrera, pese al casorio. Y lo cumplió, aunque al mismo tiempo trató de convertirse en la esposa ideal, siempre impecable y perfecta, como recién salida de la peluquería con su maravillosa melena. Qué duda cabe de que intentaba imitar a su suegra, aunque con escaso éxito. Para ello, le faltaban años y experiencia, y, probablemente, ese fue su error. No ser ella misma. Ahora Lola y todos los demás lo veían claro, pero en aquellos días lejanos nadie pareció darse cuenta de la presión a la que sometían a una niña de diecinueve años.
La única que se dio cuenta desde el principio, rememoró Lola, fue Jimena. Ella advirtió a los demás sobre la joven novia y nadie pareció querer hacerle caso. Jorge y Roberto la llamaron paranoica, Aitor no quiso escucharla y hubo quien, incluso, llegó a hablar de despecho.
Y poco a poco el tiempo fue pasando, y llegaron los niños, y la disparidad de intereses, y el apoyo de él a las causas perdidas, Maika fue madurando al mismo tiempo en que iba desapareciendo la ilusión y el encandilamiento de Aitor por ella, pese a que ella le apoyó cuando él decidió dejar Duran y Asociados, donde ganaba un pasión, y establecerse con sus amigos por su cuenta. El peligro y el riesgo se instalaron en medio del matrimonio desde el momento en que Aitor volvió a ver día tras día a Jimena en brazos de otro, de su mejor amigo. «Y ahora tengo un hijo que no acaba de encontrar la estabilidad emocional», concluyó Lola en esa noche de despedida. «Me temo que inicia un viaje para huir de él mismo y de nosotros, y no sé qué hacer, cómo pedir perdón por todos los consejos que le di con la mejor intención y él siguió; cómo volver atrás y dotarle de nuevo de ilusión por vivir, darle de nuevo la oportunidad de elegir entre la preparación y el amor y obligarle a elegir la segunda opción. Cómo recomponer su destrozado corazón».