No era una enfermera, sino un enfermero o, tal vez, algún médico que no había visto hasta entonces y que abría la puerta del cuarto con cuidado. Molesto porque prefería seguir durmiendo y porque no le apetecía en absoluto entablar conversación con un extraño que para no variar le preguntaría por sus dolencias y le revisaría de arriba abajo, intentando encontrar alguna mejoría en su estado, cerró los párpados con presteza, procurando recuperar la placentera modorra en la que estaba tan a gusto instalado. Esperaba que lo comprendiera, los enfermos podían llegar a volverse unos tiranos egoístas, y hasta maleducados, pero un sanitario ya debería estar acostumbrado a esos malos gestos. Las estancias largas en los hospitales hacían que cada uno se buscara la intimidad como fuera y la suya, el simple gesto de fingir su sueño, era una argucia tan buena como otra cualquiera.
El hombre terminó de entrar en la habitación y tan cuidadosamente como había abierto cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a él. Aitor lo supo sin tener que mirar, tal y como se había propuesto, porque sintió el ruido de sus pasos aproximándose. Le sorprendió que no saludara, que no le dedicara un «hola, ¿qué tal?, ¿cómo te encuentras?» tuteándole, una costumbre habitual en todos los médicos, enfermeras, auxiliares, celadores, independientemente de la edad del paciente. No es que se preocuparan por su salud o su ánimo, era simplemente, ya se había percatado, una manera de garantizarse con educación que el enfermo se fuera espabilando para el reconocimiento. En cambio, si sólo querían comprobar la temperatura o el suero que quedaba en un gotero, optaban por no molestar y callaban y pisaban con cuidado. Debía de ser este el caso, se dijo Aitor, pero no logró relajarse. Había algo raro.
Al instante lo comprendió: sus pisadas hacían ruido, no llevaba calzado de hospital, como hacía el personal sanitario; ni tampoco brillantes zapatos ligeros y lustrosos, como los de algunos médicos y el propio Thomas, o incluso cómodas zapatillas de deporte, como los doctores más jóvenes, los internos y novatos. Esas pisadas, las que acababa de oír, eran recias y demasiado sonoras, como de botas de senderismo o algo parecido.
¿Había conocido en alguna ocasión a un médico que las usara en un hospital?. No, se respondió. Ni tampoco a ninguno con la barba descuidada y un aspecto tan desaseado.
Abrió los ojos absolutamente despierto, olvidada ya la modorra y sus anhelos de recuperar el sueño, dispuesto a preguntar, a inquirir o incluso a increparle si fuera necesario. Quería saber quién era, qué hacía allí, qué buscaba y por qué había entrado.
No pudo hacerlo. Una de las almohadas sobrantes, las que Roberto o Lola usaban para acomodarse en el sillón rompecaderas o torturador, como ellos lo llamaban, abandonada hasta entonces a los pies de la cama y ahora oprimida con fuerza sobrehumana contra su rostro, le impedía hablar, moverse siquiera y, por supuesto, respirar.
Manoteó en el aire durante unos cuantos segundos que le parecieron eternos. Quiso gritar, tirar algo, el vaso de cristal o la botella de agua que la enfermera, hacía apenas media hora, había dejado junto a él en la mesita auxiliar. Quería hacer ruido para alertar a alguien, a quien fuera; volvió a patalear, intentó erguirse, hizo acopio de todas sus fuerzas y cuando estaba a punto de desfallecer y protestando dentro de su cabeza porque no quería marcharse así, porque no había sufrido y aguantado tanto en alta mar como para darlo todo por acabado rindiéndose y permitiendo que le dejaran fuera de combate tan fácilmente, la presión se aflojó de golpe. El vaso cayó al fin al suelo y hasta pudo oír los pasos que huían y el ruido del agua al caer como telón de fondo al grito, al aullido de la enfermera que providencialmente acababa de entrar salvándole la vida.
Acababan de dar las diez de la noche y la casa, por lo habitual tan bulliciosa, permanecía en un denso silencio a pesar de estar llena de gente.
Los niños, generalmente los más folloneros, dormían esta noche en la sierra, con unos amigos, y sin ellos y sin sus gritos el piso de Lola parecía vacío.
Poco a poco fueron llegando todos, primero Jimena, que venía desde su casa; después Jorge, desde el despacho, y, finalmente, Roberto y Lola, desde el hospital. Nacho, el hermano de Aitor, había insistido en quedarse esa noche con él a pesar de que ese día el convaleciente, de eso no les cabía duda, estaría más seguro que nunca, pues no en vano la policía había instalado una pareja de agentes ante su puerta.
Lola se acercó a la cocina para traer algo de picar, Jorge se ofreció a ayudarle, tan servicial como siempre, y entre los dos dejaron sobre las diferentes mesas del salón varias bandejas con diversos alimentos fríos para picar. También había una botella de vino abierta y jarras de agua y limonada a su disposición, y un cubo con hielo. Pero nadie se levantó para servirse algo, ni siquiera hicieron ademán de ello.
Estaban todos noqueados, pese a que Aitor había resultado indemne del ataque.
—No lo entiendo —dijo Jimena al fin—. No se me ocurre quién puede querer asesinar a Aitor…
—He pensado —carraspeó Lola— que tal vez alguien pueda querer ensañarse con él para atacarme a mí. En mis artículos de opinión me meto con mucha gente, piso más callos de los necesarios y…
—Creo que esa hipótesis no tiene sentido —la cortó Jorge antes de que siguiera reconcomiéndose e inculpándose. Lola no podía cargar con ese peso. Era demasiado incluso para ella—. Dudo que cuando noquearon a Aitor en alta mar y lo abandonaron a su suerte supieran de quién se trataba.
—Estoy contigo —intervino Roberto—. Ya lo hemos hablado esta mañana. Da la sensación de que Aitor, de alguna manera, tuvo la mala suerte de estar allí en el momento más inoportuno. Debió de ser testigo de algo que no recuerda debido a la traumática experiencia sufrida o al golpe recibido y ahora, los que le atacaron en el mar, han vuelto a por él para rematar la faena.
Jimena se estremeció al oírle hablar en esos términos, pero asintió con la cabeza dando a entender que estaba de acuerdo con esa teoría.
—Pero, aun así, hay algo que no encaja —razonó Lola—. ¿Por qué iban a querer matarlo ahora los mismos que abandonaron a Aitor en alta mar si, cuando lo hicieron, se aseguraron de que tuviera unas mínimas oportunidades de sobrevivir dejándole un cubo con agua y víveres?.
Todos asintieron y, tras pensar un momento, Jorge y Roberto comenzaron a hablar al mismo tiempo, pisándose las frases sin querer. Tras una mirada y varias disculpas, se pusieron de acuerdo para exponer sus argumentos. El primero comenzó:
—Puede que las órdenes no fueran dejarle agua y alimentos a su alcance. Puede que hubiera un jefe que, por las razones que fuera, ordenara dejarle a la deriva en alta mar y alguien de los suyos se apiadara de Aitor en el último momento y a escondidas dejara ese cubo y la comida.
—O porque, desde que todo sucedió y encontramos a Aitor, sea quien sea se ha dado cuenta de que él con vida supone demasiado peligro, por lo que pueda recordar, por lo que pueda saber aun sin ser consciente de que lo sabe… —aventuró Roberto.
—¿A qué te refieres? —Por primera vez, Jimena se puso alerta, repentinamente interesada.
—Bueno… —Roberto vaciló antes de empezar, odiaba hablar sin haber aclarado antes sus propias ideas—. Como sabéis, Aitor me contó nada más despertar todo lo que recordaba. Habló de un buque sumergido, de lo que parecía una fábrica bajo el fondo del mar, y también de una moneda que encontró semienterrada en la arena.
—Y todo eso, ¿dónde está? —quiso saber Jimena poniéndose en pie, como movida por un acceso repentino de hiperactividad.
—Supongo que en poder de las autoridades que encontraron a Aitor —contestó Roberto—. Él presentaba contusiones en nuca y espalda, y todo parece indicar que existió un ataque. El traje de neopreno, la moneda, si es que existe y no es todo una alucinación suya; y los demás objetos que pudiera contener el bote tienen que ser, por fuerza, pruebas de la investigación.
—¿Podéis esperar un momento? —pidió Lola levantándose de pronto—. Tengo que hacer una llamada.
Todos pensaron que seguiría pendiente del estado de Aitor y querría llamar a Nacho para preguntarle por él, por lo que la excusaron de inmediato, faltaría más, estando además en su propia casa.
Al salir del salón, Lola observó cómo Roberto se acercaba cariñoso a Jimena, dispuesto a abrazarla y confortarla y ella, quién sabía si porque no lo había visto venir o por el deseo de estar sola, se levantaba ignorándolo y salía al balcón a contemplar las luces de la ciudad. Seria y tristísima, preocupada y sola.
—Juanjo —dijo Lola nada más oír cómo su viejo amigo descolgaba el aparato—, soy Lola Zelaya y sé que no son horas y que es un abuso llamarte a tu móvil personal, pero te juro que si no lo necesitara no lo haría. ¿Sabes lo de mi hijo?.
—Sí, por supuesto, dime lo que sea, no lo dudes, te ayudaré en todo lo que esté en mi mano…
—Perdonad por la tardanza —pidió Lola a los chicos nada más volver al salón—. He estado hablando con un viejo amigo y nos hemos liado.
Jorge, Jimena y Roberto la miraron con curiosidad: ¿con un viejo amigo?. ¿No había ido a llamar a Nacho?.
Lola parecía más animada, lo que aumentó en mayor grado su confusión. Cruzó la estancia con pasos firmes y rápidos en dirección a Roberto y, cuando estuvo ante él, como una niña que muestra un trofeo le tendió un trozo de papel con varios números de teléfono y nombres apuntados.
—No entiendo… —acertó el abogado a balbucear algo aturullado: parecía que Lola lo había tomado como el líder natural en aquella reunión y temía que tanto Jimena como Jorge se hubieran molestado.
—Son los teléfonos de Emilio Alfaro…
—El director de la Guardia Civil —la interrumpió él, asombrado.
—Sí, un viejo amigo, Juanjo, me los ha facilitado.
—¿Así, sin más?. Sí que debe de ser poderoso tu amigo… —ironizó Jorge.
—Es el ministro del Interior, pero hubiera preferido no tener que explicároslo —admitió Lola dejándolos con la boca abierta—. En fin, dejémoslo. Después de hablar con él, me he puesto en contacto también con Alfaro, aunque a este no le conocía de nada —aclaró por si acaso—. Le he preguntado por los objetos hallados en el bote, como queríais, y me ha explicado que los portugueses, que fueron los primeros en dar con Aitor, amablemente se los han entregado para que sigan ellos la investigación.
—¿Y tienen la moneda?.
—En efecto, y se trata de un doblón español antiguo, de hace más de doscientos años. En cuanto a las otras pruebas, hay dos especialmente que les han llamado la atención: una es la toalla que Aitor usaba para refrescarse en el bote. Procede de un hotel cercano al puerto de Cádiz; el otro es un salvavidas muy envejecido. Al parecer, y hasta que mi hijo se recupere y le tomen declaración, han hecho indagaciones por su cuenta y, ya que ha aparecido la Taylor, han podido cotejar que no se trata del salvavidas reglamentario del barco…
—No puede ser, si no viene de la Taylor —se preguntó Jorge extrañado—, ¿de dónde ha salido?.
—La Unidad de Investigación destinada al caso supone que, como el cubo y los alimentos, proviene de los que le abandonaron… Les aclaré que la toalla no puede pertenecer a Aitor porque él no paró en ningún hotel. Del AVE se fue directo al barco, donde durmió.
—¿Y en el salvavidas no consta el nombre del barco al que pertenece? —siguió preguntando Jorge, mucho más aficionado que Roberto y Jimena a la navegación.
—A medias —aclaró críptica Lola—. Resulta que había un nombre, pero el salvavidas estaba en tan mal estado que apenas podía leerse. Al fin, después de una ardua tarea de restauración, su equipo ha podido identificar la palabra «Olimpo».
—Y ese es el nombre del barco —supuso Roberto.
—No, y aquí viene el problema: no existe un barco registrado con ese nombre en ningún puerto andaluz, pues la Guardia Civil ya lo ha contrastado. Sí anclaba de cuando en cuando, en La Línea, un velero llamado así con bandera inglesa, por lo que se da por supuesto que su puerto de atraque es el de Gibraltar…
—Hay que ir a Gibraltar —decidió Jimena.
—¿Qué?. ¿Tú estás loca? —saltó Roberto—. ¿Porque sí, sin más?.
—Tú no puedes ir, eres demasiado llamativo, no podrías hacer indagaciones y pasar desapercibido… Lola y Nacho tienen que estar aquí, con Aitor, y además Lola podría darme cobertura en el tema de la documentación y la búsqueda de datos a medida que yo, desde allí, los vaya necesitando…
—¿Y yo? —se ofreció Jorge.
—Tú tampoco pasarías desapercibido —le descartó Jimena—: Eres demasiado guapo. Además —añadió—, bastante tienes con todo el trabajo acumulado del despacho.
—Me parece buena idea —la apoyó Lola—. Está claro que no podemos quedarnos de brazos cruzados, y Jimena es un lince sonsacando a la gente…
—Puede ser peligroso —la cortó Roberto, enojado y hablando cada vez más alto—. Bastante tenemos ya con la vida de Aitor bajo amenaza.
—No lo será, sé defenderme sola perfectamente. Acaba de demostrarse que, si queremos entender todo este lío, y tenemos que hacerlo para proteger a Aitor, no podemos contar con las autoridades. Hace días que saben lo de las pruebas halladas en el bote y lo tienen todo parado. Y ni siquiera se les había pasado por la cabeza poner un par de escoltas para proteger a Aitor o adoptar cualquier otra medida similar pese a que, como dice Lola, desde el principio tenían claro que había sido un ataque y no un accidente ni un naufragio fortuito.
—Podrías esperar unos días a que nos quitáramos algún trabajo de encima y, después, ya sabes que los dos te acompañaríamos encantados —propuso Jorge.
—No —Jimena se obcecaba—, hay que ir ya, empezar a investigar y atar cabos cuanto antes. El tiempo corre en contra nuestra. Pueden volver a por Aitor cuando menos lo esperemos y está claro que no podemos fiarnos de que la policía y la Guardia Civil vayan a protegerlo como es debido.
—No irás —dijo entonces Roberto, firme y serio, con voz de trueno.
—Lo haré —alzó el tono Jimena—. Nadie puede impedírmelo ni decirme qué hacer o qué no. Ni siquiera tú. —Y acercándose le arrebató de la mano el papel con los datos de Alfaro que Lola había entregado a Roberto.
—Jimena, escucha… —Roberto, contenido su enfado, se mostraba ahora más dulce y hasta doliente sabiendo que cuando Jimena se empeñaba en algo era mejor convencerla con argumentos y evitar a toda costa discutir y enfadarla más de lo que, con toda certeza, ya estaba.