La prueba (24 page)

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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

BOOK: La prueba
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—¡Ven a casa,
amona!
—rugieron los niños sin darle opción a continuar.

—Tus nietos tienen razón —añadió Roberto —. Deberías venir, dormir en una cama como Dios manda y descansar. Ya me encargaré yo de quedarme en la habitación de Aitor toda la noche, por si tengo la suerte de que le dé por despertar en mi turno.

—Está bien —aceptó Lola a regañadientes.

En realidad se sentía agotada. Hasta ese instante y desde el mismo momento en que le comunicaron que su hijo había desaparecido, no había bajado la guardia, convencida, como presa de una extraña superstición, de que si se detenía a descansar, si desfallecía, algo malo le pasaría a Aitor. Los chicos, los amigos de Aitor, y Nacho, su hijo menor, y Jon y Nekane, sus nietos, no entendían el porqué de esa febril actividad y achacaban al shock sufrido su manía de no parar, de no salir del hospital desde el instante en que el helicóptero medicalizado lo llevó hasta allí, de no dormir pendiente de cualquiera de sus monitores y no cambiarse ni maquillarse y dejar de lado el trabajo, el resto de la familia, su higiene y su alimentación, todo…

Solo Thomas y tal vez los padres de Roberto, pendientes en todo momento a través del móvil del estado de Lola y su hijo, conocían el auténtico motivo de ese desvelo enfermizo. Pero, discretos, ninguno de ellos se atrevió a romper la intimidad de Lola revelándoselo a los chicos.

Sin embargo, ya no eran tan chicos, no en vano estaban plenamente instalados en la treintena y llevaban ya a sus espaldas una buena cantidad de historias, experiencias, buenos y malos rollos que recordar como para no darse cuenta de que los mayores, concretamente Thomas, sabían algo que ellos ignoraban y, comedidos, preferían mantenerlo en secreto.

Hay un refrán español que reza: a quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos, aunque sea postizos. Era lo que les había sucedido a Jimena, Roberto y el propio Jorge, que habían establecido por su cuenta turnos para pasar tiempo en casa de Lola con los niños, recogerlos del colegio para llevarlos a actividades extraescolares, dado que su madre no había regresado de sus vacaciones ni se había enterado de lo que le había sucedido a Aitor. Nadie había querido contárselo. Así que ellos tres ejercían de tíos, además de ocuparse de los asuntos más urgentes del bufete y, también, dejarse caer por el hospital y allí darse cuenta de que Thomas, habitualmente tan volcado en su labor médica, tan despreocupado de los demás desde que Jorge había crecido y se valía por sí mismo, se mostraba especialmente atento con Lola. Es más, lo habían llegado a comentar entre ellos, en los escasos momentos en que coincidían juntos los tres o cuando hablaban entre sí por teléfono contándose las últimas novedades, avisándose de algún cambio en el horario o recordándose temas pendientes imposibles de postergar del trabajo. A veces era una manta que le llevaba para arroparla y protegerla del aire acondicionado que asolaba la enorme sala de espera de acceso a la UCI; otras, un botellín de agua fría sacado de la sala de descanso de los médicos, o la mano especialmente cariñosa en un hombro, o una caricia en el pelo cuando ella, generalmente tan poco dada a demostrar sus sentimientos y sus afectos, tan vasca, se dejaba consolar. Y, sobre todo, la orden de dejarla en paz, de respetar sus deseos, de no insistir en sacarla de allí hasta que ella se quisiera ir.

Porque Thomas callaba, pero recordaba perfectamente la tarde en que murió Jon. Había llamado a casa para avisar que saldría tarde de unas instalaciones en Toledo que, por su cargo, había tenido que ir a revisar. Contestó el teléfono Lola, algo enfurruñada porque el día anterior había salido muy tarde del periódico —le tocaba guardia— y quería tumbarse un ralo.

—Si quieres te llamo más tarde, cuando ya esté a punto de entrar en Madrid. Así te aviso de que voy llegando —le propuso, tan atento y amable como acostumbraba a ser.

—No, déjalo —zanjó Lola—. Quiero echarme una pequeña siesta antes de que los niños vuelvan de sus clases. Ya nos vemos luego.

Aquella fue la última vez que hablaron.

Por eso Lola no quería irse del hospital. Por eso no quería perderse ni un segundo fuera de allí. Por eso se aferraba a los cables de su hijo con la vista fija en el goteo de suero y por eso, también, Thomas había exigido a todos que la dejaran en paz.

Pero ahora era distinto. Aitor ya estaba en planta. A salvo. Absolutamente fuera de peligro. Ahora sí podría descansar.

V
EINTINUEVE

Roberto salió de la casa de Lola hacia las ocho de la tarde para, tal y como había prometido a la madre de su amigo, hacer el turno de noche junto a la cabecera de Aitor. En el enorme piso de Lola quedaban Jimena, que jugaba a la Play Station con los niños, y la propia Lola, al fin plácidamente dormida. En el despacho, Jorge, todavía trabajando ahora que ya estaba más tranquilo respecto al estado de salud del náufrago.

Después de las buenas noticias no habían tardado nada en reorganizarse y cada uno tenía para esa noche ya clara su función. Sonrió y agradeció, creía que por primera vez en su vida, esa manía de Jorge tan abominable para él, consistente en elaborar a todas horas tablitas con calendarios, fechas de vencimiento de los recursos, turnos para tomarse las vacaciones y, por supuesto, horarios. ¡Quién se lo iba a decir! Pero reconoció que, en esta ocasión, su afán organizativo les había venido muy bien, sobre todo si se tenía en cuenta que no eran demasiadas las personas con las que se podía contar, ya que muchos de sus amigos comunes estaban fuera de Madrid debido a las vacaciones; otros, como Nacho, el hermano de Aitor, intentaban como podían compaginar su apretado horario de trabajo como controlador aéreo con la asistencia a los niños y su madre; y con Nekane y Jon, claro, no se podía contar, ellos eran niños pequeños, daban alegría y ánimos, les habían obligado a disimular su preocupación en todos aquellos días especialmente intensos. Y la verdad, casi estaba agradecido por ello, pues había sido un modo tan bueno como otro cualquiera de contenerse, y, finalmente, con Maika no se podía contar por motivos obvios.

La maldijo mascullando una buena sarta de insultos. Una vez más prevalecieron los prejuicios que tenían hacia ella y ni siquiera la avisaron convencidos de que se hubiera mostrado tan egoísta, tan ajena a todo, que ni siquiera se habría molestado en fingir que, si se la necesitaba en Madrid, podía cancelar sus vacaciones. La creían tan egoísta y egocéntrica que, no ya por su ex marido, sino por sus hijos, ni siquiera se hubiera molestado en ofrecer su ayuda. «Aunque por otro lado mejor —se dijo Roberto—. Que la confunda un rayo y que se quede por esos mundos de Dios un buen tiempo. Aquí sólo serviría para dar más la lata y, al final, tenernos a todos atacados». Entró en la recién ocupada habitación 307, en la que dormía su sueño narcótico su descalabrado amigo y buscó un lugar donde acomodarse para pasar la noche junto a su lecho en una postura mínimamente soportable.

En una esquina, junto al cabecero, le esperaba un sillón que, en cuanto se sentó en él, calificó de torturador. Con todo, se arrellanó y se acomodó como pudo y, al cabo de un rato contemplando la respiración suave y pausada de su amigo, de su hermano, tomó la decisión de no encender la lamparilla que reposaba sobre la mesita metálica, entre él y la cama. No importaba que tuviera un montón de documentos atrasados del trabajo para leer allí. «Que les den morcilla», pensó, y decidió que siguieran durmiendo en su maletín. Lo mejor era dejar el cuarto en penumbra, así divisaría el perfil durmiente de su amigo sin molestarle con resplandores innecesarios.

Pero a quién quería engañar, se dijo una vez transcurridos tres o cuatro minutos contemplativos. «Lo que no quieres, cobarde, es tener que verlo en ese estado, con la piel lacerada por las quemaduras, los párpados tan hinchados todavía que no sabes, si se despierta, cómo podrá abrirlos; el rostro abotargado y macilento y los labios totalmente despellejados por el sol, un sol impenitente que lo abrasó durante varios días de verano sin que pudiera cubrirse, sin que tuviera nada con que protegerse; solo y perdido por culpa de quién sabe quién, piratas, asesinos, ladrones o narcotraficantes o, sencillamente, desalmados».

Roberto, tan tranquilo por norma habitual, sintió que la sangre le hervía. Tenía ganas de abalanzarse sobre Aitor y despertarlo, suavemente o a bofetones si fuera necesario, sólo para preguntarle quiénes y por qué le habían hecho eso. Necesitaba saberlo. Él, el fortachón de los amigos, quería vengarlo.

En ese momento, apareció providencialmente el médico de guardia que, a no ser que se presentara una urgencia, hacía como de costumbre la última ronda del día. Roberto tuvo la deferencia de salir de la habitación para que pudiera examinar al enfermo con tranquilidad. Con diez o quince minutos de espera por delante, según el doctor le había informado, decidió aprovechar ese rato para llamar a Jimena.

La echaba de menos, necesitaba hablar con ella. Con tanto ajetreo y tantas prisas no disfrutaba de su compañía, de su cercanía, de su presencia tanto como él quería. Apenas si coincidían en casa a la misma hora. Por las mañanas ambos se levantaban corriendo y cada uno se marchaba a toda prisa a cumplir con las obligaciones asignadas para ese día. Ella madrugaba ahora como el que más, se había acabado el remolonear en la cama, compartir desayuno o pelearse por el turno en la ducha. Ya ni siquiera existían las confidencias en la cama de los sábados y los domingos por la mañana, cuando ninguno de los dos tenía prisa por madrugar y podían haraganear a gusto, incluso desayunar allí, con las sábanas llenas de migas, las piernas entrelazadas y la agradable conversación de dos amantes que se conocen desde hace tanto tiempo, que actúan como un matrimonio veterano, poniéndose al día de sus novedades y de los cambios en el trabajo, en los hijos; de las vicisitudes cotidianas y los recordatorios y recados pendientes que deben hacer durante el fin de semana.

Jimena descolgó y, nada más intercambiar un par de breves frases con él, Roberto ya se dio cuenta de que estaba agotada. La puso al tanto de las pequeñas novedades acaecidas: ha venido el médico, le están examinando, no se ha despertado, pero tampoco tiene el sueño agitado…, y, cuando quiso darse cuenta, comenzaron a divagar, entre largos silencios, a hablar de nada, sólo por el placer de escucharla, de sentirse juntos a pesar de las distancias y preguntarse por qué debían estar así, qué es lo que había pasado.

—Hay demasiadas lagunas que no terminan de encajar en lo que le ha ocurrido a Aitor —constató ella—. No termino de entender qué ha pasado…

—Ni tú ni nadie. Solo sabemos que desapareció, no hubo señales de él durante varios días, Lola se alarmó y nos llamó y, tras poner la denuncia pertinente, comenzó la búsqueda, totalmente infructuosa a pesar de que Lola tenía copia del itinerario que pensaba seguir en su travesía.

—Menos mal que pudo activar la alerta de su radiobaliza.

—Sí, porque los dispositivos de búsqueda hubieran tardado demasiado tiempo en localizarlo. Cuando llegó la alarma con la situación del bote de Aitor, se pudo comprobar que estaba muy alejado del punto en el que, supuestamente, se le debía encontrar. Había ido a la deriva demasiado tiempo, con el rumbo totalmente perdido. Y le estaban buscando en el lugar equivocado —le explicó Roberto.

Este había mantenido un estrecho contacto con las autoridades responsables de la búsqueda de Aitor en representación de Lola, ausente siempre, siempre en el hospital. Por eso estaba al tanto de todos los datos mientras Jimena se ocupaba de los niños, de dar las indicaciones necesarias a la interna de Lola para que aquel hogar siguiera funcionando y proporcionara la cobertura necesaria en ropa y comida a todos ellos. La mayoría de los días ella se acababa quedando a dormir en esa casa o hacían de ella un punto de encuentro en el que cada uno comía a su deshora particular, cuando podía o sus mil actividades y tareas pendientes, del trabajo a la casa, de esta al hospital, les permitían parar.

—Ya, pero… ¿No ha aparecido nada?. ¿El traje?. ¿Las botellas?. ¿La consola?.

—Nada. Aitor estaba en el interior del
txintxorro
(bote) de su Taylor, sin ningún utensilio ni instrumento de navegación ni nada. El traje de neopreno estaba medio puesto medio tirado de cualquier modo sobre el suelo de la embarcación y había también un salvavidas que no pertenecía a su barco, un cubo con víveres y otro con agua y una toalla húmeda para que este pudiera refrescarse y cubrirse la cabeza.

—No soporto que estemos así, sin hacer nada, cuando él ha estado a punto de morir… —se exasperó Jimena.

—No tendríamos ni idea de por dónde empezar a investigar, pero tampoco hubiéramos podido —razonó pausado Roberto por más que en un millar de ocasiones, a solas, él se hubiera sentido reconcomido por la misma incertidumbre, por los mismos motivos—. Desde que tuvimos constancia de su desaparición ninguno hemos parado. Estamos agotados, y todavía nos queda una buena temporada de visitas al hospital.

—Nada de eso es obstáculo para hacer algo productivo que nos alivie de esa incertidumbre. Tenemos que averiguar qué pasó en alta mar y por qué. Debería ser primordial para nosotros saber si Aitor es un daño colateral de lo que sea que ocurriera o si, por el contrario, estaba en el punto de mira y era él el principal objetivo. Estamos obligados a averiguar si nuestro socio se juega el tipo por el motivo que sea y cubrirlo como es debido. Puede que todo esto tenga que ver con el bufete y, sin saberlo, nos la estemos jugando por culpa de algún cliente vengativo al que le pudimos llevar el caso en el pasado…

—O no, qué más da —resolvió Roberto—. Lo importante es que debemos averiguarlo por su bien, y por su integridad.

—Si fuéramos capaces de encontrar el cabo del que tirar y desenmarañar la madeja…

—Tengo que dejarte, el médico acaba de salir de la habitación y me reclama la enfermera.

—Llámame si pasa algo, lo que sea; o si se despierta —suplicó Jimena.

—Tranquila, lo haré.

Roberto entró en la habitación despacio, procurando no hacer ruido pese a lo improbable que era que, en su primera noche sin sedación, su amigo se despertara. Se quedó un rato al pie de la cama contemplándolo y pensando. Ahí estaba, ese era el hombre al que le había arrebatado a Jimena, pero ella no podía dormir a causa de la preocupación que sentía por él, le podía la ansiedad de saber si se encontraba bien o mal, casi ni reía desde que todo había ocurrido.

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