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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (26 page)

BOOK: La prueba
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—Tienes que dormir, has de descansar. Y yo también —exclamó al consultar su reloj—. Mañana va a ser un día movidito para los dos. Duerme. No tengas miedo. No me moveré de aquí y en cuanto sea una hora razonable avisaré a todos de que estás bien. Me alegro mucho de verte. De verdad.

—Yo también —reconoció Aitor. Y, como los niños pequeños que quieren mantenerse despiertos hasta el final del cuento sin llegar a lograrlo, terminó por cerrar los ojos, aun a su pesar, y abandonarse al sueño.

Entonces, sólo entonces, Roberto volvió a su lugar en el sillón.

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REINTA

Al fin parecía que la cosa se animaba, y ya iba siendo hora, sonrió el vigilante antes de cerrar la puerta y marchar en dirección a su nueva misión, a su nuevo destino.

Al amanecer del miércoles día 18, cuando todavía dormitaba en la buhardilla destartalada, cuando aún no se había acicalado ni vestido para salir en dirección al despacho de los abogados que todavía seguía vigilando, sonó su móvil, siempre encendido.

—Hay un hombre que no debería estar vivo. Ocúpate de él cuanto antes. Ahora mismo te envío un SMS con la dirección y todos los detalles. No te olvides de llamar cuando acabes.

Y nada más. El jefe colgó porque no había nada más que decir, sin dar las gracias ni recordarle que la empresa estaba en deuda con él por sus esfuerzos, sin darle recuerdos del máximo capo ni parabienes ni memeces por el estilo. Pero sí paga extra. Aquello, su negocio, funcionaba más o menos como las películas del antiguo Oeste, se daban recompensas, como las que prometían a los sheriffs si cazaban a más o menos forajidos. Y muchas de estas se pagaban en base al número de cabezas cortadas, más o menos como solían hacer los indios.

Contento, convencido de que ya iba por fin a dejar el secano, de que pronto volvería a estar en lo suyo, en lo que de verdad le gustaba, en medio del sonido de las balas, se dispuso a componerse la ropa mal que bien, sin pararse a ducharse, para salir cuanto antes a cumplir su cometido. Iba cargado de ilusión, sonriente como un niño, feliz por dejar atrás la vigilancia de los abogados que desde hacía más de una semana, concretamente desde que recibieron aquella llamada que les informaba del naufragio de su amigo, apenas pasaban por su casa o el despacho. Permanecían todo el día en el hospital y apenas le daban trabajo y mucho menos alegrías en forma de cuerpos desnudos que contemplar. A él le gustaba más el de Roberto, porque a él le gustaban los hombres mucho más que las mujeres.

Cuando estaba a punto de salir y cerrar la puerta a sus espaldas sonó en su teléfono móvil la alarma que daba cuenta de un mensaje recibido. Abrió el aparato y leyó con atención los datos que su jefe le enviaba. Tomó nota mentalmente del nombre y apellido de su futura víctima y del lugar donde se encontraba y emitió por lo bajo una risilla cínica y un tanto sorprendida: nunca dejaría de asombrarse de cómo la vida le descolocaba, o no, con sus coincidencias.

Al fin cerró la puerta y despacio, canturreando, bajó sin prisa por las escaleras.

Mientras, en el ático que le habían encomendado vigilar, al otro lado de la calle, una pareja al fin descansaba más o menos tranquila y ahora, aunque todavía era miércoles, aunque faltaba mucho para el fin de semana, se permitía, por primera vez en mucho tiempo, remolonear en la cama.

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NO

Se podía escuchar música de fondo, algo de bossa nova. Dos altavoces viejos, robustos, de madera, de los antiguos, reposaban sobre el parqué. El volumen al que sonaban casi lograba silenciar el sonido como lluvia del agua de la ducha. El ático, como siempre, estaba desordenado. Los discos y los libros se apilaban por todas partes; había, incluso, librerías abarrotadas de volúmenes a todo lo largo del pasillo. Y, detrás de las puertas, muchas de las cuales ya no se podían abrir completamente, decenas de estanterías modulares llenas de CD que conformaban una pared artificial de colores poblada por una amplísima colección de todo tipo de géneros y estilos musicales.

El olor a café trazaba un recorrido que llevaba desde la cocina al dormitorio. En la cama Roberto, con el torso desnudo, acababa de abandonar una taza vacía sobre una bandeja que reposaba en precario equilibrio a un lado del lecho. Recostado sobre su almohada doblada, leía en su ordenador portátil las noticias de los diarios de la mañana mientras saboreaba una magdalena; desde los pies del mueble, un rastro de miguitas a lo Hansel y Gretel recorría el suelo del dormitorio, descendía el escalón de unos treinta y cinco centímetros que salvaba la elevación que guardaba la alcoba respecto al resto de la casa y terminaba en el cuarto de baño. Dentro de la ducha, se oía canturrear a Jimena.

Roberto dejó caer la magdalena sobre las sábanas, hechas un asco ya, petrificado por lo que acababa de leer. El titular, en enormes letras negras, ocupaba buena parte de la portada de aquel diario digital: «Aparece el barco del abogado español rescatado en extrañas circunstancias en el Atlántico, cerca de la costa portuguesa». Comprobó que ese no era el único diario que daba cuenta del accidente de Aitor y de la aparición de su barco. La mayoría señalaba que se barajaban varias hipótesis para justificar lo ocurrido, citaba una breve reseña biográfica y laboral de Aitor, aludía a su parentesco con Lola y mencionaba, también, el nombre de sus compañeros de despacho. Luego relataba sucintamente los hechos de su aparición y su hospitalización y hasta añadía que el náufrago estaba en pleno proceso de satisfactoria recuperación. Pero lo grave era lo relativo a la aparición del barco, la víspera, lo que sin duda había disparado el interés por el caso, hasta ahora ignorado por la prensa. Al parecer, la Taylor fue encontrada en la costa, a la deriva, y tras un registro exhaustivo en ella se hallaron restos de cocaína. Por lo demás, el velero estaba en buenas condiciones pero inexplicablemente sucio, apestoso, con basura desparramada por doquier y algún harapo abandonado… Las especulaciones de los artículos en los diarios sugerían, precisamente por esta circunstancia, que tal vez podría haber tenido algo que ver con el transporte de inmigrantes ilegales, dada la cercanía de todo lo sucedido a Aitor y el hallazgo del barco cerca del Estrecho. Los restos de cocaína, por otra parte, también se relacionaban con el narcotráfico, pero en algo todos estaban de acuerdo: ninguna explicación lógica parecía cuadrar. Un abogado de éxito y prestigio flotando a la deriva en alta mar, su barco con restos de droga, harapos, suciedad… ¿Por qué haría alguien algo así?.

Tan abstraído estaba en el ordenador y las páginas web que no escuchó el chirriar de un grifo ni las últimas lágrimas que caían de la alcachofa. Jimena, desnuda, se asomó al cuarto extrañada. Roberto acostumbraba a estar pendiente de cuándo finalizaba su ducha y siempre que estaban juntos en casa se asomaba, toalla en mano, para abrazarla y secarla con mimo. Era un ritual de fin de semana que solía llevarlos a asuntos mayores y que ninguno de los dos procuraba romper. Iba a preguntarle qué sucedía, si algo malo había pasado en el hospital, cuando él alzó la cabeza y, comprendiendo el motivo de su consternación, se apresuró a calmarla.

—Aitor está bien, pero esto no te va a gustar. Anda, ven y lee.

—Hay que llamar a Lola —decidió Jimena al terminar. —No va a gustarle nada —vaticinó Roberto. —Mejor que lo sepa por nosotros.

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Hacía tiempo que Lola, a quien las circunstancias de la vida habían convertido en «opinadora», no se dedicaba al periodismo de investigación; pero aun así conservaba una magnífica agenda de la que estaba dispuesta a tirar, rogando, suplicando o incluso amenazando, para ayudar a su hijo.

—No entiendo cómo ha podido publicarse una noticia tan disparatada —les explicaba a Roberto y Jimena desde su móvil arrasada por una mezcla de sentimientos que cruzaban la ira, la confusión y la sensación de haber sido traicionada por sus propios compañeros—. No tiene ningún sentido, es como si alguien quisiera echar por tierra su prestigio y, de paso, el vuestro…

—Yo creo que deberíamos averiguar a través de la policía y de todos los medios que estuvieran a nuestra disposición qué se sabe en concreto sobre su barco y su hallazgo, y también sobre los objetos que se encontraron en el bote cuando él fue rescatado. Ya sabéis que me habló de una moneda guardada en el bolsillo interior de su traje de neopreno y…

—Hemos estado tan ensimismados ocupándonos de él y de su estado que nos hemos olvidado de todo lo demás, y ahora nos salta esto en la cara y las preguntas se amontonan —añadió Jimena, que, en una especie de llamada a tres, hablaba desde otro de los teléfonos de la casa.

—Está claro que Aitor ha tenido la mala suerte de haber estado en el momento inoportuno en el sitio inadecuado, pero no es justo que pague por eso y se le crucifique. No pienso consentirlo —zanjó Lola—. Voy a remover cielo y tierra hasta aclarar qué le ha pasado.

—Lo primero que podrías hacer —interrumpió Roberto con cautela— tendría que ser tal vez, mientras todo esto se aclara, hablar con los responsables de los medios de comunicación y pedirles que rectifiquen todas las informaciones inexactas que están publicando. Así rebajaríamos la presión para investigar por nuestra cuenta todos estos cabos sueltos que no nos cuadran en el hallazgo de su barco y, de paso, nos aseguramos de que mientras este embrollo se resuelve y él está fuera de juego, su prestigio y buen nombre no queden dañados.

—Tienes toda la razón —aceptó Lola—. Voy a ponerme a ello ahora mismo. El desmentido tiene que aparecer cuanto antes en todos los medios que sugieren, sin atrever a confirmarlo, que Aitor pueda tener algo que ver con asuntos turbios.

—Como mucho, publicarán la rectificación en la sección de «Cartas al director» —opinó Jimena, curtida en estos temas a raíz de su participación como letrada en muchos casos de malos tratos en los que se vulneraba el derecho a la intimidad de algún menor involucrado.

—De ninguna manera. Tienen la obligación de publicar el desmentido y no en la sección de «Cartas al director». Si no lo hacen, les demandaremos —afirmó Roberto tajante, perdiendo por primera vez su calma habitual y alzando levemente la voz.

—Intentemos hacerlo por las buenas. Ya os contaré qué voy consiguiendo dentro de un rato —medió Lola, ya recuperado el dominio de su genio—. Creo que sabré cómo manejar el asunto.

Y, en cuanto colgó, se puso en efecto manos a la obra. Tenía mucho que hacer y Aitor parecía dormir tranquilo, comprobó volviendo sobre sus pasos por el pasillo y asomándose silenciosa a su habitación. «Desde la cafetería hablaré mejor —pensó—, no pasará nada si me alejo un rato».

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Habían transcurrido poco más de veinticuatro horas desde que Aitor despertara, pero su recuperación estaba siendo asombrosamente rápida. Puede que se debiera a que Thomas le había advertido que no le daría permiso para ver a sus hijos hasta que estuviera en mejor estado, pero el caso es que ya podía hablar, levantarse con cierta dificultad para ir al baño, comer alimentos triturados y, de alguna manera precaria, intentar seguir una cierta normalidad en sus hábitos y horarios. Hospitalarios, claro está.

Durante ese tiempo, unos y otros se turnaban para acompañarlo, aunque esa mañana, arrebatados todos por las noticias sobre él, recién aparecidas en algunos medios de comunicación, lo habían dejado solo con la seguridad de que estaría mucho mejor que bien porque Thomas, uno de los cirujanos más importantes y prestigiosos del hospital, se había encargado de decirles personalmente a todos los responsables de la planta que Aitor era como un hijo para él.

Por supuesto, nadie mencionó al enfermo lo sucedido, ni el propio Thomas cuando pasó a primera hora su ronda de reconocimiento diaria, ni Lola, a la que había correspondido quedarse toda la noche con él. Acababa de subir de desayunar un mal café en el bar del hospital y se hallaba refunfuñando sobre lo malo que estaba al pie de su cama cuando, de pronto, sonó su móvil.

—Sí, hola, Roberto… Sí, aquí, muy bien… Roberto te envía saludos, hijo, dice que luego pasará a verte… ¿Qué?. Sí, un momento… Oye, Aitor, voy a salir al pasillo, en cualquier momento va a venir una enfermera a echarme la bronca por molestarte y no sé qué quiere contarme Roberto sobre llevar a los niños a la piscina que no termino de entender…

Y, sin más, salió. Al principio Aitor se mosqueó porque le hubiera dejado solo, pero pronto comprendió que se estaba enfurruñando como un niño mimado. Su madre había permanecido en el hospital noche y día hasta que él despertó y no tenía derecho a pedirle dedicación exclusiva. Su vida estaba muy llena y lo había abandonado todo por él. Su trabajo, sus artículos de opinión y sus intervenciones como comentarista, más escasas en agosto, debido a la suspensión de la programación habitual en muchos medios a causa del verano. Hasta a Nekane y Jon los había dejado en manos de sus amigos para estar con él.

Se abroncó a sí mismo, se obligó a mostrarse paciente y, cuando ella entró y le contó no sé qué de un problema relativo a los planes de los niños, a los que tenía que recoger en coche para llevarlos a no recordaba dónde, la excusó con una sonrisa y la tranquilizó diciéndole que se fuera tranquila; de verdad, estaría bien. Es más, tenía ganas de dormir un poco y aprovecharía que se quedaba solo para echar una cabezadita.

—No tardaré, te lo prometo —le aseguró con el rostro levemente tenso por la prisa o por la preocupación, pensó sin querer. Y nada más hacerlo Aitor se advirtió a sí mismo de que, desde el naufragio, le daba demasiada importancia a todo, a cualquier gesto, y a este paso iba a terminar por volverse un paranoico.

Le besó en la frente y se despidió de él procurando parecer alegre, aunque lo cierto es que se la veía cansada. En cuanto se cerró la puerta de la habitación, Aitor se acomodó en su cama y se propuso dormir un poco, procurando no recordar el azul del mar bajo el agua, ni reparar en el ruido de su respiración, tan similar a lo que oía dentro de su cabeza cuando estaba sumergido y se produjo el apagón que le había llevado hasta allí.

Oyó el ruido de unos pasos y abrió los ojos, no mucho; sólo una rendija para ver de quién se trataba, si de su madre que regresaba o de Roberto, Jorge o Jimena o, tal vez, de alguna nueva enfermera pesada de tan atenta.

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