En la cafetería uno de los camareros, todo amabilidad, le indicó también dónde recabar información sobre el tráfico de buques y barcos del puerto. Se trataba de un edificio oficial que regulaba la actividad comercial del puerto deportivo no muy lejano en el que un amable empleado se avino a buscar en el registro si hubo alguna vez un barco que alquilara allí su amarre y que respondiera al nombre de
Olimpo
.
Para su decepción, le informaron de que en la actualidad no existía ninguno con ese nombre anclado en Gibraltar, aunque, ante su insistencia, sí llegaron a comprobar gracias a sus registros informáticos que en efecto hubo un
Olimpo
perteneciente a un tal José Cardoso cuya licencia se había cancelado hacía cuatro años.
Jimena se sintió frustrada y algo ridícula, allí, ante el empleado, con la sensación absurda de que había hecho un viaje inútil por el que se había enfrentado a casi todo su entorno para que concluyera, nada más empezar, en menos de una hora desde que había llegado allí, en un callejón sin salida. En un primer momento tuvo la intención de agradecer al funcionario su colaboración, dar media vuelta y volver por donde había venido, primero al aeropuerto y después a Madrid. Pero una luz en su cabeza se encendió y se dijo que, como abogada, estaba acostumbrada a analizar desde muy diversos puntos de vista un caso, a veces incluso desde el extremo opuesto, el del contrincante, para ver por dónde enfocarlo.
¿Y si el tal Cardoso fuera el cabo del que tirar?.
¿Qué pasó con el
Olimpo
?. ¿Sería posible que vendiera el barco, que lo desguazara o que aprovechara sus piezas para otra nave también de su propiedad?.
En primer lugar, decidió, tenía que enterarse de quién era ese hombre. Y, también, asegurarse de si seguía allí, si tenía otro barco.
Regresó de nuevo a la ventanilla y preguntó si era posible conseguir la información inversa: saber si José Cardoso tenía algún barco atracado allí aunque no fuera el
Olimpo
.
—
Yes
—sonrió el funcionario después de teclear un rato—. El
Wallstreet
.
—
¿Wallstreet
? —repitió Jimena incrédula. No sabía por qué, pero el nombre prometía.
En cuanto pisó de nuevo la calle, volvió sobre sus pasos a la acogedora cafetería en que había estado antes. Tenía mesas amplias y conexión wi-fi, de modo que pidió otro café y se instaló en una de ellas, en la que abrió su portátil. La primera información que obtuvo sobre Cardoso procedía de una breve nota biográfica de un periódico provincial malagueño que, varios años atrás, daba cuenta de que Cardoso era un diplomático en excedencia residente en Estepona, donde, con otros socios a los que no se mencionaba, tenía una empresa de importación y exportación constituida en Gibraltar.
¿Gibraltar?. Vaya, qué coincidencia, pensó con ironía segura de que, en este caso, las coincidencias no existían. Por pura curiosidad, ya que en el aspecto biográfico no parecía que fuera a encontrar mucho más, buscó en Google imágenes del sujeto. Halló, para su sorpresa, más de las que esperaba: eran instantáneas tomadas en fiestas de la jet que visitaba en verano Mallorca y la Costa del Sol; de esas fotos de grupo que los periodistas del corazón tomaban a los famosos de turno en el
photocall
de cualquier sarao y luego aparecían en los medios con un pie donde simplemente se enumeraba la lista eterna de nombres de los retratados, la mayoría con apellidos compuestos y alguno, incluso, con título nobiliario adosado. Al parecer, Cardoso, un tipo bajito, medio calvo y con gafas, era todo un asiduo, y su señora, de acuerdo con lo que mostraba la foto, un buen ejemplar de rubia recauchutada a punto de reventar por la silicona.
Sí, pensó Jimena, lo cierto es que a la luz de esas imágenes, le encajaba perfectamente el nombre de su barco. Y de pronto decidió que quería echarle un vistazo al
Wallstreet
.
Le costó un rato acceder al puerto y poder encontrar aparcamiento cerca, pero en no más de media hora ya estaba recorriendo las pasarelas de madera y comprobando con ojo clínico cuál sería el barco que llevara inscrito, en letras presumiblemente doradas, el nombre de
Wallstreet
. Cuando por fin lo encontró no le sorprendió ver que era una de las naves más grandes y ostentosas. No parecía haber nadie en cubierta ni trabajando en él limpiándolo u ocupándose del mantenimiento, pero aun así, daba la sensación de que era usado con frecuencia. Todo él relucía. Sobre la cubierta, bien sujetos a la barandilla, pudo distinguir el contorno de dos salvavidas. Uno era blanco con rayas rojas, el otro, algo más ajado a simple vista, con detalles azules. Quiso fijarse en si tenían algún nombre escrito, el del barco o cualquier otro, pero para ello tendría que acercarse más, incluso atravesar la escalerilla que daba acceso al barco desde la pasarela. Si alguien la veía podía resultar un gesto sospechoso, pero decidió arriesgarse. Sacó su teléfono móvil del bolso, lo manipuló hasta ponerlo en función de cámara fotográfica y, con él en la mano, después de echar un vistazo a uno y otro lado sin ver a nadie cerca, cruzó la tambaleante escalerilla, bien sujeta a su barandilla de cuerda, hasta llegar justo a la altura de la cubierta de su objetivo. Con sólo dar un pequeño salto podría subir a él sin problemas y pasearse a sus anchas rebuscando a su antojo, pero se abstuvo muy mucho de hacerlo. Era abogada, sabía perfectamente que eso supondría allanar una propiedad privada.
Sí, desde ahí tenía una mejor perspectiva de los dos salvavidas. Los enfocó con la cámara del móvil y disparó un par de veces rogando para que el resultado, al pasarlo al ordenador, le proporcionara un par de tomas más o menos aceptables, y fue entonces cuando oyó una voz airada a sus espaldas.
—¡Oiga! —le gritó un hombre joven vestido con camiseta raída y vaqueros remangados—. ¿Me puede decir qué hace?.
—Perdón, no sabía que no podía… —farfulló Jimena nerviosa—. Es que es un barco tan bonito… En Puerto Banús se fotografían todos y nadie protesta… —alegó, pretendiendo con esta frase hacerse pasar por una turista cualquiera.
—¡Precisamente por eso venimos aquí! —gruñó el hombre—, ¡para alejarnos de cotillas como usted!
Era muy malencarado, en una mano traía un cubo, pudo fijarse Jimena, y en la otra un cepillo de madera. Buenas armas, sobre todo esta última, si venía con ganas de pelea. Jimena se alarmó, su tono, sus palabras, guardaban un matiz ciertamente agresivo, de modo que retrocedió hasta la pasarela principal y, todavía excusándose, comenzó a desandar sus pasos hasta volver a las dependencias portuarias, llenas de gente entre la que, en un momento dado, pudiera sentirse protegida.
Cuando llegó hasta allí, se permitió volver la vista atrás: el hombre seguía plantado con las piernas bien abiertas y el rostro malencarado mirando hacia ella a pesar de la distancia. Lanzando un suspiro de alivio, Jimena apuró el paso hasta llegar a su coche y ya en él, intentó tranquilizarse tras asegurarse de que el cierre centralizado estaba activado. Luego regresó a Main Street, a todas luces la vía principal del centro de Gibraltar, y preguntó, en un puesto de información turística, por la dirección del Registro Mercantil Gibraltareño. Se trasladó hasta él y allí, otro simpático funcionario le indicó amablemente la ventanilla a la que debía acudir para obtener la información que necesitaba. En cuanto estuvo ante ella, comprobó que no había colas, ni empleados enfurruñados, ni trabas ni formularios que rellenar. «Esto es que son ingleses», pensó, y expuso con claridad su interés en comprobar cuántas empresas o sociedades aparecían en las que fuera titular único o societario José Cardoso. La mujer que le atendió tardó un buen rato en dar con toda la información.
«Normal —la justificó Jimena—, Gibraltar es un paraíso fiscal, un lugar opaco, inaccesible e impenetrable en la lucha contra el dinero sucio». Desde luego, no colaboraba con España en ninguna de las operaciones de blanqueo de dinero descubiertas en la Costa del Sol o en las islas Baleares. Habitualmente, las pesquisas de los expertos en lucha contra el lavado de dinero solían chocar contra un muro infranqueable al llegar a la Roca, convertida en los últimos años en una de las sedes favoritas, por ejemplo, de las principales compañías mundiales de apuestas por Internet. Aparentemente, las principales fuentes de ingresos del lugar eran el transporte marítimo y el turismo, pero la realidad era que las actividades financieras suponían su mayor negocio. Amparado en su condición de territorio exento de IVA y al margen de la unión aduanera, había desarrollado una legislación fiscal que la convertía en un activo centro financiero
offshore
, con ventajosas condiciones fiscales; además de la no existencia de control de cambios para las personas físicas o jurídicas allí residentes.
Jimena había oído comentar a Aitor en más de una ocasión la paradoja de que Gibraltar contara con una población de apenas veintiocho mil personas y, en cambio, tuviera registradas más de treinta mil compañías. Era, pues, un lugar óptimo para ocultar las operaciones de la delincuencia económica internacional y el blanqueo de dinero procedente de actividades ilícitas.
—Aquí tiene —le dijo entonces la funcionaría, sacándola de sus pensamientos—. Disculpe la tardanza, pero…
—Sí, ya sé —respondió Jimena con una sonrisa interrumpiéndola—, tienen ustedes más de treinta mil compañías registradas: es mucho buscar, lo sé. Mil gracias.
Y salió apresuradamente, con las páginas impresas en su mano, en parte porque sabía que la oficina estaba ya a punto de cerrar y, también, porque comenzaba a tener hambre. Entre unas cosas y otras, se le había ido la mañana.
Eran ya las tres de la tarde y a Jimena la cabeza le daba mil vueltas. Se había quedado bastante harta de deambular Main Street arriba, Main Street abajo, por Gibraltar durante aquella larga mañana. Por ello, nada más salir del Registro Mercantil pensó abandonar el Peñón. Convencida de que allí no había nada más por indagar, decidió coger el coche para salir de la Roca en dirección a Estepona. Gracias a la noticia que había leído en Internet sobre José Cardoso sabía que este residía allí y, aunque por la tarde buena parte de las instituciones públicas estaban ya cerradas, pensó que siempre podría enterarse de algo más sobre él en su ciudad y, de paso, encontrar un hotel seguramente mucho más agradable que cualquiera de los de Gibraltar.
A eso de las siete de la tarde entró en Estepona por la autovía del Mediterráneo y en la primera gasolinera en que se detuvo preguntó por un buen hotel donde descansar; le recomendaron uno relativamente cerca de allí. Se trataba de un hotel pequeño, uno de esos «con encanto», agradable y dotado de personalidad propia.
Hotel Albero, se llamaba, y aunque no parecía que contara con muchas habitaciones, y a pesar de que estaban en plena temporada alta, tuvo la suerte de conseguir la última que quedaba libre de las quince con que contaba el edificio.
Fue la propia dueña del negocio, una chica más o menos de su edad llamada Myriam, la que la guió hasta la habitación. Por el camino, le fue explicando que ella misma había decorado personalmente cada una de las estancias de un modo diferente y que todas respondían, por su nombre y temática, a una ciudad especialmente evocadora a la que, a través de los objetos que dotaban de personalidad a cada cuarto, se invitaba de algún modo a viajar. A Jimena le tocó la llamada Fez, y nada más entrar percibió, en efecto, la sensación de sentirse en Marruecos. La habitación estaba pintada de color ocre y la cama, más baja de lo normal, ocupaba una parte importante del cuarto; unos cojines cuidadosamente distribuidos por un rincón, con una llamativa lámpara dorada en el centro, conformaban el lugar destinado a la lectura; de la pared, en vez de cuadros, pendían unos tapices que hacían juego con el color de la colcha; el resto del muro estaba decorado con caligrafía árabe.
Jimena, tras dejar sus cosas sobre la cama y despedirse agradecida de Myriam, fue directa al baño, donde, en la medida de lo posible, continuaba la ficción marroquí: el lavamanos simulaba una fuente con azulejos de estilo mozárabe que culminaban con un arco de forma ojival al igual que el espejo y junto a la amplia bañera, que contaba con hidromasaje y era evidentemente moderna, una repisa encastrada en la pared y adornada con los mismos azulejos lucía una amplia colección de vasijas de cristal de colores llenas de velas, sales y jabones.
«Era justo lo que necesitaba», sonrió, y sin pensar la llenó y se dio un largo, relajante baño.
Al salir no había nadie con una toalla esperándola y dispuesta a abrazarla, y sintió una punzada de remordimiento por todo lo que le había dicho a Roberto.
Pero tenía cosas que hacer. Bien envuelta en un maravilloso y amplio albornoz, se sentó en la cama a leer el fajo de papeles impresos que había obtenido en el Registro de Gibraltar.
En el trasiego de nombres y empresas que manejaba y de los inmuebles asociados a ellas coincidían, de manera recurrente, dos nombres: Cardoso y un tal Puertoareas. A ellos se atribuía en exclusiva, sin intervención de otros socios, dos sociedades creadas en Gibraltar.
«¿Quién es este Puertoareas?», se preguntó Jimena. Y sin pararse a vestirse se sentó ante el ordenador para teclear un par de e-mails, brevísimos, a Lola y Jorge. A Roberto no, decidió tras meditarlo un instante.
En ellos les informaba de sus investigaciones y de que iba a pasar la noche en Estepona y dónde. Al final, les hacía, en idénticos términos, la misma petición: «Buscad toda la información que aparezca sobre Ignacio Puertoareas y las empresas en las que tenga alguna participación, por pequeña que sea».
Luego, acomodándose sobre los cojines, en la zona de lectura, siguió enfrascada en el estudio de los papeles del Registro sobre las actividades mercantiles de Cardoso. Un nombre, de los muchos accionistas con que contaban sus negocios, llamó su atención: Joaquín Wiren. «El marido de Paloma —pensó—, otra vez vuelvo a encontrarme con este desalmado». Y reparó de nuevo en las coincidencias y en cómo unos nombres volvían a llevar a otros.
Ahora, a las siete, no podía con aquel dolor de cabeza. Notó que el albornoz, aún húmedo, estaba enfriando su piel y decidió vestirse y salir. No había comido desde su segundo desayuno gibraltareño más que un mal sandwich envasado al vacío comprado en la gasolinera que medio mordisqueó en el trayecto en coche hasta Estepona y estaba muerta de hambre. Se vestiría y saldría a cenar, pensó, se daría un homenaje, que bien se lo merecía.