Martínez entendió con claridad el mensaje que contenía el texto y se dio por aludido, aunque él formaba parte de ese batallón de hipócritas poseedores de una admirable capacidad para auto justificar se y convencerse de que todo es lícito y legítimo para ser capaz de seguir así conviviendo con su absoluta falta de ética. No pudo evitar sentirse herido, y ridículo, y atacado en lo que tal vez más le dolía: su imagen pública. Vivía evitando tener que autoanalizarse, temeroso de ejercitar la autocrítica, pero ante el texto firmado por el que ya desde ese mismo instante era su enemigo no tuvo otro remedio que reconocerse a sí mismo tal como era.
Y eso era lo que no le perdonaba.
Roberto reparó en el semblante circunspecto de su amigo e hizo el intento de tranquilizarle.
—Oye, de verdad que no es necesario que te preocupes. El caso de Continente, S. A. todavía no va a salir, y, en caso de hacerlo, sabré ser lo suficientemente prudente. Después de tanto tiempo conociendo de sus malas prácticas, no voy a meter la pata, te lo garantizo. Tampoco voy a darle a Martínez la oportunidad de enzarzarse conmigo en una nueva batalla sin sentido. Seamos fríos y profesionales y hagamos de este concurso de acreedores uno más. No tiene por qué pasar nada en particular, en serio…
—Sí, por supuesto. —Aitor percibió en su voz un matiz de ansiedad inusual y, tras percatarse de que su discurso sobre Martínez había sido mucho más locuaz de lo habitual, comprendió que su amigo podría estar interpretando su preocupación como una falta de confianza en él. Decidió sacar a Roberto de su error de inmediato—. No es que dude ni por un momento de tu capacidad, es que Martínez es una serpiente, y ya que yo he sido tan imbécil como para enfrentarme a él, no quiero pasarte esta patata caliente a ti.
—Lo entiendo, chaval —contestó su viejo amigo con alivio—, pero te recuerdo que cuando teníamos quince años y había que pelearse por una chica, yo era el que se ponía delante a repartir tortas, y tú el flaco que se ocultaba detrás. Aunque al final la chica te la llevaras tú.
—No siempre. —Nada más decirlo se arrepintió. Roberto bajó los ojos, se mordió levemente el labio inferior, como le había visto hacer desde los cinco años, y ese gesto involuntario, incluso infantil, le hizo sentirse tan culpable que no le quedó más remedio que huir.
—Aitor… —comenzó Roberto.
—Tengo que irme, mira qué hora es, aún no me he despedido de Jimena y Lola ya debe de estar empezando con la cena. Como llegue tarde a mi «fiesta de despedida» con los niños, me va a capar… —Le tomó por el cuello y apresuradamente, como dos hermanos violentos porque a pesar de que son unos hombretones todavía se siguen dedicando arrumacos, le plantó un beso en la frente. Apresurado, sin volver a mirarle a los ojos, salió de su despacho como alma que lleva el diablo.
Se detuvo en el pasillo, fuera del alcance de la vista de su hermano-amigo. Paró unos segundos para recuperar el aliento y recomponer la máscara de afabilidad, desapasionada y jovial, con la que se vestía desde hacía unos meses el nuevo Aitor que pretendía ser. Ya repuesto, alzados los hombros, apartada la pena, el arrepentimiento y cualquier asomo de recuerdo de sus ojos, se encaminó hacia la última parada de ese personal vía crucis que estaba resultando su tarde de despedidas.
A por Jimena, se dijo. A por la superwoman.
—Niña —dijo para incordiar un poco.
Jimena estaba vuelta de espaldas a la puerta. Tal vez estuviera tomándose unos minutos de descanso, puede que para aliviar sus ojos de la luz inclemente de la pantalla de su ordenador, porque había alzado los brazos tras su cabeza y permanecía con la silla girada de cara a la ventana. Los estores alzados le permitían contemplar, sobre los tejados, cómo el ocaso rojo y rosado comenzaba a adueñarse de la ciudad.
—Jimena —insistió Aitor quedo y vacilante al comprobar que no respondía.
—Como tú o cualquiera de tus amiguitos vuelva a llamarme niña, se queda sin lengua, te lo advierto. —Y lentamente hizo que su silla recuperara su posición inicial hasta quedar frente a él, todavía con los brazos desnudos alzados, en una pose que, sin querer, le pareció desafiante e incitante.
Llevaba un vestido de color lavanda y finos tirantes, un modelo que parecía sacado de un patrón ampliado de ropa de niña. Era sencillísimo, sólo los tirantes, el cuerpo ajustado sin resultar excesivo ni marcar el cuerpo, el corte a la cintura y la falda fruncida. Instintivamente, sin pensar en lo que hacía, sintió una necesidad perentoria por comprobar qué llevaba en los pies: sandalias planas, color cuero, que se sujetaban al empeine mediante finas tiras de piel.
Tragó saliva. No sabía si lo había hecho aposta o no, pero Jimena, vestida de esa manera tan simple, había logrado aparentar una candidez sumamente atractiva. Solo le faltaban las coletas para parecer una adolescente, una pérfida y candida lolita en lugar de la mujer desafiante, peleona y segura que en realidad era.
—No sé por qué dices que no te gusta que te llamen niña si te vistes para parecerlo.
Ella se puso en guardia ante el matiz ronco de su voz. No era la primera vez que lo oía.
—Ya sabes lo que dicen: el problema está en los ojos del que mira.
—Y de la que se transforma… —Era su problema con Jimena. No sabía por qué, a pesar de cuánto la quería, era incapaz de callarse a tiempo por más que supiera que en caso de seguir hablando terminaría por enfadarla y ella sacaría a relucir su genio rápido y fácilmente inflamable. Quién sabe, puede que fuera precisamente eso lo que él pretendía.
—¿Has venido a despedirte? —rompió el hilo de sus pensamientos, sabedora de lo que pasaba por su mente.
—Sí, me voy. —Y entonces, también como siempre, fue con ella con quien saltaron las barreras anegando a su paso cualquier intento de contención—. ¿Alguna recomendación?. ¿Que no rompa el barco?. ¿Que no me rompa yo?. Ah, pero ¿es que iba en serio y me voy de verdad?. ¿Sabré tomar el camino de vuelta para regresar?.
—Simplemente me basta con que vuelvas.
Aitor se calmó de golpe y, algo azorado por haberse dejado llevar por su arranque, por soltar siempre con ella todo el lastre de sus frustraciones y verdades que con los otros se creía obligado a callar, comenzó un asomo de disculpa.
—Hay días en que me canso de ser tan buen chico, tan serio y responsable, el hijo mayor de la viuda que siempre se traga los sapos, ahora por el bufete y los compañeros y cuando era más pequeño, por mi madre.
—Por eso te vas, para liberarte.
—Sí, y para pensar y olvidar o asumir ya por fin muchas cosas.
—Me parece una sabia decisión, creo que lo necesitas. —Para no soportar el peso de su mirada, bajó al fin los brazos y se levantó para acercarse a Aitor y darle, también, su beso de despedida.
Él contuvo la respiración mientras Jimena se erguía sobre la punta de los pies y apoyaba una mano en cada hombro antes de depositar en su mejilla un beso casto y cálido, algo pegajoso, debido al calor.
—Jimena, yo…
Pero ella ya volvía a su sitio, a su realidad, a su lugar.
—Vete antes de que se enfade Lola. Te vas a ganar una buena colleja como la hagas esperar.
En el coche, al tiempo que intentaba maniobrar por el tráfico sorprendentemente denso, en una tarde de finales de julio como aquella, en la que se suponía que media ciudad estaba vacía, Aitor se sorprendió a sí mismo preguntándose qué demonios estaba haciendo con su vida y por qué iniciaba aquel dichoso viaje. Llevaba meses diciéndose cada día que lo necesitaba para encontrar su propio yo, la dirección a tomar tras su ruptura con Maika, el merecido descanso después de un año especialmente abrupto en lo laboral que había terminado por dejarlo exhausto y, sobre todo, por un cierto tipo de fe, de reconocimiento de la belleza y, por tanto, de la esperanza, en el fondo del mar.
Ahora, sin embargo, cuando se topaba con sus ojos fugitivos en el espejo retrovisor, no era capaz de dejar de repetirse una posible nueva verdad que acababa de descubrir, o tal vez no, y que atosigaba como una letanía.
«¿Es una huida, Aitor, quizá sea sólo una huida?», se preguntó a sí mismo.
Saskia se sentía mal, como le ocurría todos los días antes de ponerse a trabajar. Eran las siete de la tarde y no le apetecía levantarse de la cama, pese a lo cual lo hizo, aunque con desgana.
Qué triste era su vida, pensó, y no debería ser así. Nadie tendría que despertarse sin ilusión, comenzar su día con miedo y recelo, con aprensión por lo que le podría ocurrir en vez de con ganas de sonreír y vivir y ponerse en pie con esperanza por lo que pudiera depararle el porvenir.
Aunque fueran las 7 p. m., las 19.00 en formato de 24 horas, el día debería empezar como sucedía en las películas norteamericanas que tanto le gustaba ver por televisión, con pájaros cantando, un amable chaval pasando en bicicleta y arrojando con un golpe seco el periódico ante tu puerta y algún vecino cortando el césped mientras ella tomaba una buena, humeante, enorme taza de café. Con magdalenas.
Pero en lugar de esos banales, ínfimos placeres, se arrastraba a un baño no demasiado limpio lleno de potingues y maquillajes y luego se obligaba a elegir algo sutilmente sexy que ponerse del armario que ella y sus compañeras llamaban «común»; ese que todas solían dejar, para enfado de la jefa, revuelto y descuidado. Solo entonces, medianamente presentable, al menos según los parámetros que le forzaban a seguir, se sentaba ante la mesa de la cocina para tomar lo que para ella era el desayuno a las siete de la tarde: una buena taza de cacao con galletas. De esta manera recordaba esos tiempos no tan lejanos, cuando era niña en Rumania, y su madre todavía estaba ahí para acariciarle la cabeza y peinarle la larga melena en dos trenzas rubias. Un peinado que ya nunca usaba; como mucho, una coleta de caballo, y eso si no estaba trabajando. Debía parecer mayor para evitar problemas con algún cliente al que de repente le surgiera un arrebato de decencia y se le ocurriera denunciar ante la policía que en determinado club podía haber menores de edad ejerciendo la prostitución. Sintió que se ruborizaba llevada por los recuerdos. Qué pensaría su madre ahora si supiera lo que hacía, si la viera con su pelo rubio encima de cualquier viejo. Por eso, era por eso por lo que no se atrevía a mirarse al espejo cuando se vestía y peinaba para trabajar, mucho menos si llevaba el pelo recogido. Y por eso también ahora esquivó su propia mirada y salió del baño sin pararse a contemplar su rostro.
Todavía seguía algo sonrojada cuando llegó a la cocina, donde Noemí, según su costumbre, se servía un buen trago de ginebra para desayunar.
—No sé si te queda cola-cao, niña —le dijo sin más, sin saludarla, ni una sonrisa ni mucho menos un «buenos días, querida, ¿qué tal has dormido hoy?». De esos que, en las películas norteamericanas, las madres dedican a sus hijas, casi tan rubias como ella.
—No importa, tomaré la leche sin nada.
Noemí sonrió, pero no con una sonrisa amable, de comedia romántica norteamericana, sino como la desalmada madame que cada día escudriñaba la mercancía que tenía para vender; con la expresión de una fiera, falsamente risueña, con la misma expresión que la de los animales que aparecían en algunos documentales que a veces, si no daban ninguna película, Saskia acostumbraba a ver en la sobremesa cuando se levantaba lo suficientemente pronto como para comer a una hora normal.
—Podrías acompañarme, me siento muy sola cuando desayuno mi cóctel especial.
—No, gracias, de verdad. —Intentó no parecer demasiado esquiva al decirlo. Pero su compañera, que no amiga, se dio perfecta cuenta de la lástima que implicaba su negativa.
Dio un bufido, rabiosa, y con inusitada agilidad se levantó de un salto para salir sin despedirse de la cocina. La dejó confusa y lastimada, aunque no a punto de echarse a llorar, como le ocurría al principio de convivir con ella, aunque sí lo bastante sorprendida todavía como para encarar el desayuno con ganas o un mínimo atisbo de ilusión o, no digamos ya, de alegría.
Tras unos instantes, pensó que debía de estar empezando a acostumbrarse a sus salidas de tono, porque no tardó en encogerse de hombros y proseguir con su rutina pensando, una vez más, si no sería mejor hacer como Noemí; si no sería más fácil escapar de todo, de esto, y comenzar cada jornada con lo que ella llamaba su desayuno especial: una mezcla explosiva de alcohol y cocaína que la mantenía despierta y alerta, falsamente feliz y lo suficientemente drogada como para ver su asquerosa vida de otro color, cualquiera que fuera menos negro, qué más daría.
A lo lejos, oyó el sonido del teléfono repiqueteando incansable. Será para Noemí, pensó, y en cierto modo justificó sus más que cuestionables hábitos. Su compañera, que en realidad se llamaba Naluya y provenía de Sudán, era con toda certeza la más solicitada, la que más éxito tenía entre todas ellas. Y no era de extrañar porque su aspecto físico era impactante: alta, esbelta, musculosa y de una piel con un color similar al marrón, parecido al más oscuro chocolate con leche. Asimismo era poseedora de unos rasgos exóticos y llamativos, puede que exageradamente marcados, pero poderosos y atractivos. Por eso todos la llamaban Noemí, porque le encajaba como un guante el sobrenombre de la diosa de ébano con que la prensa había calificado a la otra Naomi, la modelo, no mucho más bella que ella, pero con mejor suerte en la vida. Eso desde luego.
—Saskia, es para ti —la reclamó una voz al final del pasillo.
Fastidiada y hastiada, apuró de un trago el fondo de su taza de leche fría y se levantó con más calma de la necesaria. Tampoco había que acelerarse, se dijo, aún está empezando el día y quien me reclama, por fortuna, no es la jefa, sino otra compañera, Eva, la más amable de todas; una buena chica.
—Sí, ¿diga? —preguntó nada más tomar el auricular.
—Saskia, soy yo —dijo la jefa. Ya le parecía raro no haber tenido hasta ahora noticias de ella—. Prepárate. Tengo un cliente especial. Pasará un coche a recogerte en una hora.
—¿Qué me pongo? —preguntó sin alterarse. Para la jefa la mayoría de los clientes eran especiales. Para ella, en cambio, todos eran iguales.
—Ropa europea y elegante. De primera. Y cuida en especial el cabello, ha recalcado que le interesa especialmente una chica rubia. Y dulce.
—¿Saldremos primero?.
No era infrecuente que numerosos asistentes y jefes de protocolo solicitaran de las chicas servicios adicionales a los que por definición debían prestarse, dada la categoría a la que pertenecía el negocio. La jefa, con mucho celo, había conseguido crear, primero con su cuerpo y luego con su cerebro, una de las casas más prestigiosas de la ya de por sí selecta ciudad. En numerosas ocasiones Saskia, de una belleza serena y elegante, era solicitada como chica de compañía, como geisha destinada a acompañar y lucir hermosa junto a un varón destacado en una cena, una fiesta o cualquier otro tipo de acto social.