—Y, a pesar de eso, le pareció excesivo.
—Sí. Y entonces, bien asesorado por sus amigos, me denunció por malos tratos. Fui lo suficientemente estúpida como para suponer que aquello no podría prosperar, de tan absurdo como sonaba. Pero ya lo dice el refrán: «Poderoso caballero es don Dinero»…
Antes de que pudiera seguir lamentándose, Jimena se levantó entonces y le propuso salir de su despacho para ir a conocer a sus otros compañeros. Pidió a la secretaria que los convocara a todos en la sala de reuniones y allí conoció a Aitor, un abogado alto y delgado con el pelo tempranamente cubierto de canas pese a su juventud; Roberto, cuya grandeza inspiraba una inmediata sensación de tranquilidad; y Jorge, guapísimo y ceñudo, que la miraba con una insistencia especial.
Tras las breves presentaciones y las muestras de apoyo que le dieron a entender que Jimena los había puesto al tanto de sus vicisitudes, todos se sentaron alrededor de la mesa de juntas. Todos tenían delante un cuaderno de notas por si era preciso apuntar algo. Jimena les explicó brevemente el caso, con los datos más importantes entresacados del relato que Paloma le había hecho y que la letrada recordaba perfectamente, sin necesidad de haber tomado ningún apunte ni nota. Fue entonces, después de que ella concluyera, cuando comenzó la lluvia de preguntas encaminadas a definir una estrategia legal.
«¿Crees que los amigos que estaban en tu casa el día que pegaste a tu hija se prestarían a declarar acerca de lo que sucedió?».
«¿Consideras que ahora, después del tiempo transcurrido, alguno de ellos podría ser considerado un testigo hostil?».
«¿Y qué nos dices respecto a tu abogado por aquel entonces?. ¿Se prestaría a colaborar?».
«¿Por qué no presentó una defensa mejor cuando vio cómo se desencadenaban los acontecimientos relativos a la denuncia de malos tratos?. ¿Podría ser que tu ex marido le hubiera presionado de algún modo?».
A todas respondía con sinceridad y concisión: «Sí, mis amigos declararían»; «ninguno es hostil, sigo manteniendo buenísimo trato con todos ellos, darían hasta un riñón por mí»; «mi abogado era un tipo joven y educado, amigo de mi ex, que hizo todo lo que pudo en el caso de separación hasta que la cosa se puso difícil cuando a eso se sumó la denuncia por malos tratos y Joaquín le amenazó».
Hasta que llegó la pregunta más temida, esa pregunta que le asustaba contestar:
«También tendríamos que recabar información sobre él, por supuesto. Me refiero a tu ex marido. ¿Podrías darnos más datos acerca de sus actividades, relaciones…?. Me refiero no ya a su nombre completo, sino a sus empresas y negocios, a esos amigos poderosos que, por lo que he podido entender, dices que frecuenta… En fin, todo lo que se te ocurra que podamos investigar nos sería de mucha utilidad».
Paloma entendía la solicitud de Jimena, por supuesto, y no se le escapaba que esa información era fundamental. Sin embargo, algo la frenó a la hora de hablar: el miedo, un enemigo que consideraba vencido y que ahora, sin embargo, cuando menos se lo esperaba volvía a atacar.
No logró articular más que un par de palabras: Joaquín Wiren. Todo lo demás, las frases que hablaban de su origen, de su escalada vertiginosa en el mundo de los negocios, de sus relaciones con Rusia y el petróleo y varios embajadores y ministros sudamericanos…, murieron en su interior antes siquiera de que ella hubiera pensado que lo podría llegar a decir. Se paralizaron ahogadas por el pavor, anuladas por el pánico y el espanto de pensar siquiera en que él llegara a enterarse de todo lo que ella podría contar.
Ellos, los abogados, advirtieron su palidez y su nerviosismo, por supuesto. En cambio, ahora, sentada en el suelo, con los pies descalzos sobre él, el chal cubriendo sus hombros y el temblor adueñándose todavía de sus manos, Paloma no era capaz de recordar si llegaron a darse cuenta de la causa que la llevó, sin ningún aparente motivo, a comenzar a revolverse en su silla, incómoda de pronto, asustada hasta el punto de, tras pedir disculpas a Jimena de manera atolondrada, levantarse con premura y abandonar sin más la sala no sin dejar de prometer, con escasa convicción, que la llamaría en breve.
Pero habían pasado quince días y en ningún momento de esas dos semanas se le pasó por la cabeza hacerlo. Solo podía pensar en Joaquín y en si sabría lo que había hecho, si conocería ese paso que se atrevió a dar y del que se había arrepentido tanto, temerosa de que ese arranque transitorio de libertad y decisión le valiera el castigo de no ver a su hija nunca más.
«Y ahora Joaquín ya lo sabe —pensó —. Y qué».
Acababa de pasar ese momento que ella tanto había temido y se dijo con franqueza que tampoco había sido para tanto.
Nada nuevo. Lo de siempre. Te mataré. Acabaré contigo. Te hundiré y te dejaré sin nada. Tendrás que prostituirte para comer.
¿Y estaba muerta?. ¿Prostituida?. ¿Muerta de hambre?. ¿Acabada?.
No. Solo atemorizada.
Y Naia también.
Eso fue lo que la indignó esa noche. Saber, como sabía por las madres de sus amigas del colegio, que se compadecían de la niña y que seguían llamándola para contarle cómo se encontraba, que su hija tenía miedo de su padre, con el que vivía, y que se portaba razonablemente bien solo porque él la tenía amenazada con el daño que podría hacerle a su madre si no actuaba como era debido. También le enviaban por e-mail fotos de la última función en el colegio. Estas madres conocían por sus hijas que Naia casi no se atrevía a dirigirle la palabra a su padre en las escasas ocasiones en que estaba con ella en casa, y que era mucho más feliz, o al menos estaba mucho más tranquila, cuando él se iba de viaje y sus negocios le mantenían alejado y ella se quedaba a cargo del servicio y de la tutora académica que su padre le había asignado.
Apretó los puños. Se mordió los labios con tanta fuerza que tardó en percatarse de que de ellos brotaban rojísimas gotas de sangre que teñían el chal.
«No puede ser —se dijo —, no puedo seguir así.
«No puedo consentir que mi hija sufra, que después de tanto sacrificio, de tanto valor como necesité para tomar la decisión de separarme, él siga ganando, la haya alejado de mí, y ahora estemos separadas y asustadas las dos.
«Si ya sabe que he ido a un abogado, si me tiene vigilada, si sabe dónde vivo y si sus hombres siguen mis pasos y todavía sigo aquí, sólo puede significar una cosa, que me cree cobarde, que me subestima.
«Y ha tardado casi quince días en averiguar que fui a consultar a una abogada», se percató de pronto, y sonrió triunfal. Comprendió que no podía seguir encogida, atemorizada, escondida en su propia casa. Y se levantó, y encendió la luz, y con ella encendida se acercó a la terraza y salió al balcón y abrió los brazos, y casi tuvo ganas de gritar, y si se contuvo fue únicamente por no despertar a los vecinos; no por Joaquín y sus chicos, que la creerían más loca todavía por ese gesto que estaba haciendo y que sabía que tarde o temprano comentarían para reírse de ella.
«Que rían —les retó sin que ellos lo supieran, y hasta se sintió tan valiente y generosa como para dedicarles una sonrisa —. Que rían y me crean loca, porque yo volveré a luchar, plantaré cara de nuevo y ganaré. No saben que tengo fuerzas para levantarme del suelo y pelear contra él para recuperar a mi hija.
«Que se rían de mí o me maten, porque hagan lo que hagan, no tengo nada más que perder». En ese momento se acordó de Escarlata O'Hara y sentenció: «Juro por mi libertad que no volverá a atenazarme el miedo».
La mañana de aquel caluroso martes 27 de julio, no tan temprano como hubiera querido, Camila emprendió el camino a Cádiz. Iba algo resacosa después de una noche de fábula en la que el único contratiempo fue tener que esquivar las preguntas del Negro relativas a su partida. Como sabía que no soportaba a sus hijos, con los que —por más que todos se empeñaban en ignorarse tan civilizada como enconadamente— ya había tenido algún encontronazo, procuró mostrarse lo más despreocupada posible y echarles la culpa a ellos: «Unas gestiones, mi vida, relativas al papeleo de la expropiación del caserón que Adolfo y Rodri no entregaron a tiempo», le explicó indiferente, mientras, zalamera y juguetona, enredaba uno de sus dedos en el vello furiosamente negro e hisurto del pecho de su amor. «Ahora, como ellos ya están de vacaciones, uno en Nueva York con su novia y el otro haciendo trekking en el Tíbet, he de ser yo la que me acerque hasta allí para solucionarlo».
El rostro de su querido se contrajo, le vio dar varias caladas rápidas y nerviosas a su cigarrillo y supo, cuando notó cómo su pecho se elevaba para tomar aire, que de inmediato iba a comenzar a despotricar contra aquellos niñatos vagos y diletantes que tantas molestias causaban a su madre. Para evitarlo, porque no quería tener que pararle los pies en lo relativo a sus niños ni recordarle que no era del todo adecuado que se refiriera a ellos así cuando no sacaba más que cuatro o cinco años al mayor de ellos, se tumbó sobre él estirándose como una gata lánguida y melosa y le besó con pasión y deleitación, no porque tuviera ganas de sexo, después de haber estado un buen rato encamados, sino porque, realmente, no le apetecía dejarle hablar.
Ahora, algunas horas después, se lamentaba de los excesos cometidos y del poco tiempo dedicado al sueño. Lo pasó muy bien, pero tras tantos kilómetros sentada en el asiento del coche, sin parar más que para tomar un café en un barucho cualquiera de carretera, le dolía todo el cuerpo, tenía agujetas, sueño… y no podía parar de nuevo porque tenía que llegar a su destino. Puso la música del coche alta y se dedicó a comer «chuches», frutos secos y toda clase de comistrajos para que no la pudiera el sueño. «Tanta liposucción, tanta gimnasia y tantos cuidados para acabar perdiendo la línea con estas porquerías», pensó.
Un bip, bip la sobresaltó. Desvió un momento la vista de la autopista y comprobó que se trataba de su teléfono móvil de ultimísima generación; al parecer, acababa de recibir un mensaje. Se fijó en el nombre de quien se lo enviaba: «Negro», rezaba la pequeña pantalla, y aun a sabiendas de que cometía una infracción, no pudo evitar rescatar el teléfono del asiento del copiloto, donde lo había dejado al lado de su bolso entreabierto. Lo cogió con una mano para poder leerlo, mientras con la otra sujetaba el volante. «Lo de anoche me encantó. Espero no haberte agotado con nuestros juegos, aunque tampoco lo lamento. Me excito con sólo recordarlo».
Logró llegar a su destino poco antes de las dos, después de todo el trayecto pisando a fondo el acelerador. Pensó ir directamente al Ventorrillo del Chato y saborear una excelente ración de lenguado relleno de carabineros antes de ponerse manos a la obra. Sabía que José Manuel, el maître, daría orden de que la atendieran incluso sin haber hecho previamente una reserva, porque allí su apellido todavía seguía abriendo muchas puertas. Pronto desechó la idea. Se había dado la paliza de ir a la ciudad para recuperar una serie de documentos y objetos de valor de la casona antes de que arrasaran con todo los del ayuntamiento y no iba a dar con sus planes al traste ahora sólo por el capricho pasajero de llenarse la barriga con taquitos de ijada de atún en aceite y canutillos rellenos de chocolate. Terminada su misión, tendría tiempo de hacerlo, no se iba a morir por esperar un par de horas y pasar entretanto un poco de hambre, algo a lo que estaba más que acostumbrada. Total, casi toda su vida había transcurrido entre dieta y dieta.
El caserón del abuelo, otrora gloria de la familia, se veía desde fuera algo abandonado y mugriento. A Rodri, el más bohemio de sus hijos, un loquito empeñado en estudiar Filosofía, adepto al budismo y aficionado a todo lo antiguo, le encantaba por ser precisamente así, «decadente y onírico», como decía él. A ella, en cambio, le parecía que necesitaba un buen lavado de cara, pero ahora los presupuestos públicos asignarían una dotación para adecentarla. Estaba en contra de que el ayuntamiento lo convirtiera en parte del patrimonio nacional, aunque ella tuviera que gastar dinero y más dinero para mantenerlo.
Además, pensó, para hacer efectiva la conversión en museo no hacía falta tanta visita del arquitecto municipal, tanta rehabilitación ni tanto niño muerto. Todo eso era, estaba convencida, una simple excusa para llenarse los bolsillos a costa de una obra más. Si de verdad quisieran que el pueblo de Cádiz lo disfrutara cuanto antes, no tenían más que tapar algunas goteras, rellenar un par de agujeros, pulir los suelos de nuevo y colgar, bien visible en la puerta, un letrero que rezara: «MUSEO».
Pero si deseaban perder el tiempo, hacerse los interesantes, dar una conferencia de prensa explicando dentro de un par de años cuánto les había costado habilitar la casa y hacer que luciera prácticamente igual, iban a hacerlo. Para eso les asistían las leyes.
En cualquier caso, y con esta batalla más que perdida ya, a ella le bastaba con comprobar que su llave seguía encajando en el viejo cerrojo de la cancela de hierro que se abría al jardín delantero y que por el momento todo seguía igual, más allá de la maleza que asomaba por entre las junturas del camino de losetas y baldosas que la llevaba a la puerta principal, o el polvo posado en los cristales de las ventanas.
Sin perder el tiempo en sensiblerías inútiles sobre el esplendor pasado, la memoria de su padre y demás zarandajas, se dirigió con premura a la biblioteca guiada por el resplandor de un sol de verano que se colaba por entre las contraventanas mal cerradas. Allí, al fondo, tal y como sabía, pegado junto al ventanal cuyas persianas de madera casi no dejaban pasar más que débiles rayos de luz, estaba el escritorio, con sus cuatro cajones y, bajo el último de ellos, su doble fondo.
Se preguntó cómo nadie que no fuera de la familia podría dejar de reparar en esa oquedad pretendidamente oculta, pues su tamaño era tal, tan evidente el espacio cubierto por la madera sin cajones ni compartimentos a la vista, que lo más fácil resultaba suponer que, precisamente, había allí un doble fondo que nadie desconocía. Pero, al parecer, la evidencia destacaba sólo a los ojos que estuvieran al tanto de ella, pues al ir a abrir el compartimento, debido a la fuerza que usó para tirar de la tapa que lo separaba de la parte visible del cajón, una densa nube de polvo la envolvió y la hizo estornudar.
Después de maldecir, sacudirse e intentar calmarse durante un buen rato, al fin pudo agacharse ante el viejo mueble para comprobar que, tal y como le contaran primero su padre y después su abuelo, aquella gaveta estaba llena de legajos y fajos de documentos.