La prueba (8 page)

Read La prueba Online

Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

BOOK: La prueba
7.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nada más entrar en la habitación, amplia, sencilla y con mucha luz natural, aunque tal vez, al menos para el gusto extremadamente perfeccionista de Paloma, un tanto desordenada, Jimena la invitó amablemente a sentarse en la silla ubicada frente a ella ante una mesa redonda de cristal, situada cerca de la ventana en una esquina de la estancia. No pudo evitar pensar que cualquiera de los abogados amigotes de su marido, para hacerse el importante, la habría sentado tras el escritorio, rodeados de voluminosos libros de leyes encuadernados en piel, títulos, orlas y fotos en marcos de plata con políticos o reyes o los famosos de turno.

—Así estaremos más cerca y de igual a igual —le dijo con un guiño de complicidad, y Paloma empezó a sentirse confortada y segura de la decisión tomada. Desde luego, aquella era la persona adecuada, no esos señorones que había conocido a través de Joaquín, mayores, crecidos, pagados de sí mismos y completamente seguros de que nunca podrían verse envueltos en cualquiera de las situaciones que preocupaban a sus clientes. Incapaces, por tanto, de comprenderles.

Mientras la abogada se levantaba un momento para pedir por el interfono a una tal Merche —supuso que se trataba de la secretaria —dos vasos de agua y «¿Qué más?», le preguntó mirándola, «¿Qué te apetece tomar?. ¿Un café?». Paloma aprovechó, después de asentir y agradecerle nuevamente el detalle, para echar un vistazo al resto del despacho, que no estaba tan revuelto como le había parecido en un principio. Es verdad que su escritorio, presidido por el ordenador, con los bordes de su pantalla plana repletos de notas, estaba lleno de papeles, pero estos no estaban amontonados de cualquier modo, había allí una cierta racionalidad inherente, aunque totalmente particular, de modo que, dependiendo de quién la observara, aquella mesa podía parecer relativamente ordenada o ligeramente desordenada. Había también varios archivadores de acero modernos, elegantes y funcionales; una librería y un pequeño armario que, además de muchos más libros y carpetas, albergaba, según pudo adivinar a través de sus puertas de cristal semitransparente, una chaqueta y un bolso. De las paredes, pintadas con un color verde musgo muy pálido, pendían láminas sencillamente enmarcadas, alguna fotografía y varios folios manuscritos, como si se tratara de reproducciones de algún libro. Pero ningún título, ni mucho menos una orla acorralada por un grueso marco de madera oscura y dorado. Con todo, el detalle que más le gustó fue el de las flores frescas, muy sencillas, un jarrón transparente y barrigudo con no más de dos o tres pequeños girasoles, pero que bastaba para dar color y sensación de pureza, de una cierta familiaridad, a aquel entorno tan fríamente profesional. Gracias a ellos, una podía creer que Jimena, más que trabajar, se realizaba, vivía en cierto modo allí, y creía en lo que hacía. Y le gustaba.

La abogada al fin se sentó frente a ella, las dos con sus respectivos vasos de agua y sus cafés, algo más relajadas tras el pasatiempo banal y levemente irónico que les supuso preguntar cuánto azúcar querían.

—No, gracias, prefiero sacarina.

—Yo también, me cuesta cuidar la línea, lo que me faltaba en mi situación era, además de todo, engordar.

—Se te ve muy entera dada tu situación —la alabó Jimena para así dar comienzo a la verdadera conversación.

—Gracias, pero por dentro estoy destrozada. Lo que ocurre es que no me gusta salir de casa con los ojos enrojecidos y hundidos de tanto llorar. No va conmigo.

—Eso te honra, pero en tu caso sería lo más normal.

—Estoy desesperada —reconoció Paloma —no lo puedo negar. Lo que ocurre es que prefiero pensar en positivo, creer que todavía me queda una salida para recuperar a Naia. A estas alturas, aún me cuesta admitir que una sentencia me haya convertido en la primera mujer de este país condenada y alejada de su hija por haberle propinado un tortazo y que por ese juicio más que dudoso vaya a tener que vivir obligada a no verla, ni poder acariciarla o darle un beso. Y lo que es peor, si cabe, privarla a ella del amor de su madre y permitir que crezca con dudas sobre el afecto que le profeso.

—Podríamos intentar lograr una revocación de la sentencia, o un indulto que termine con esta tortura —la informó Jimena —, pero todo depende de hasta qué punto estés dispuesta a implicarte, de lo que decidas, y puedas, aguantar. El proceso sería muy duro emocionalmente, y prefiero que lo sepas antes de empezar.

—Lo sé —aceptó —. Durante todo este tiempo no he tenido fuerza para enfrentarme a mi ex marido. Me ha paralizado el miedo, no sólo a él, sino al poder que sé que tiene y que exhibió durante todo el proceso. Pero ahora he decidido luchar, no ya por mí, sino también por la niña. No es justo que sufra el castigo de tener que vivir sin madre y, lo peor, creyendo que soy una bruja que no la quiere, que es lo que le dice Joaquín para enfrentarla a mí —reveló con la voz a punto de quebrarse.

—Tranquila, de verdad que haremos todo lo que sea por vosotras, pero antes debemos empezar por el principio. Cuéntame con tus palabras, de la manera más sencilla que puedas, cómo habéis llegado a esta situación —solicitó Jimena, y se recostó en su silla dispuesta a escuchar con atención en tanto Paloma tomaba un sorbo de su vaso de agua y, algo más serena, se disponía a comenzar su relato.

—Tomé la decisión de abandonar a mi marido porque no podía soportar más los malos tratos físicos y psíquicos que sufría y porque, a medida que la niña crecía, comencé a temer que se diera cuenta de lo que sucedía. Estaba tan deprimida que creía que la situación no tendría jamás un final para mí, pero con una argucia logré salir del pozo: le dije a Joaquín que iba a clases de yoga cuando, en realidad, acudía a la consulta de un psicólogo. Gracias a su ayuda entendí que sólo lejos de él podría salir adelante, preocuparme por mí y por mi hija y lograr que las dos viviéramos en un entorno feliz.

—Y entonces presentaste la demanda de separación.

—Sí. A pesar de que él es un hombre rico, con muchísimo patrimonio, no le pedí nada, lo único que quería era marcharme con Naia. Por supuesto, él podría verla cuando quisiera y además se quedaría con todo: la casa de La Moraleja, el chalé de Marbella, los coches, el barco, las acciones, las empresas, las cuentas bancarias… No me interesaba nada material, sólo recuperar mi vida y rehacerme.

—¿Nadie te advirtió de que hombres con la personalidad de tu marido…

—Ex marido —interrumpió Paloma.

—…de tu ex marido —se corrigió Jimena —no suelen tolerar con facilidad la humillación de que su mujer los abandone.

—No pensé que lo tomaría tan a la tremenda porque yo fui de frente, con buena intención, sin querer hacerle daño e intentando que me entendiera. En cambio, él reaccionó dándome un hachazo donde más daño podía hacerme, en mi único punto débil: la niña, a la que no puedo ver porque un juez me ha prohibido acercarme a ella y porque a raíz de esa sentencia ahora él tiene su custodia.

—Hay un cierto tipo de maltratador que procura por todos los medios mostrarse como un triunfador. Son hombres con dinero, fama y poder, también con estudios en muchas ocasiones; una clase refinada de castigadores a los que lo que más les molesta es que alguien les plante cara, y mucho más si ese alguien es del entorno familiar y, al hacerlo, puede llegar a revelar a los demás sus miserias. En estas circunstancias, esos maltratadores no dudan en utilizar todas sus armas, que no son pocas, para destruir a quien le ha agraviado; y en este caso la víctima eres tú. Y Naia. Claro que, por otra parte, en algo tuvo que basarse el juez para dictar esa sentencia, porque aunque sea desproporcionada, ha de tener un origen.

—Joaquín y yo ya estábamos en trámites de separación —retomó Paloma su relato, consciente de que debía afrontar los hechos más dolorosos para ella, los que la llevaron a la separación de su hija—. La niña vivía conmigo, pero cuando él se la llevaba volvía siempre muy confusa. Tenía por aquel entonces seis años, los suficientes para entender muchas cosas, para percibir el odio en él y el temor en mí, pero demasiados pocos para aceptar los cambios con madurez. Yo la notaba insegura, nerviosa… Nunca me perdonaré no haber sido más comprensiva, tendría que haberme dado cuenta de lo mucho que ella también sufría, no pensar que yo era la única que lo pasaba mal, sólo por ser adulta y entender la situación. Ahora ya es tarde…

—Todavía no —cortó Jimena con firmeza, intentando evitar que el llanto volviera a sus ojos y desviara su atención del punto fundamental de la conversación: la sentencia.

—Tienes razón. Debo ser fuerte, debo contártelo todo, sólo así podrás entender lo que pasó y ayudarme. —Y tomó aire de nuevo para retomar la narración. —Era viernes por la tarde, Naia se encontraba conmigo en casa, pero ese fin de semana iba a pasarlo con su padre. Fui a la cocina a preparar algo para picar y al volver al salón noté un ambiente raro. Al fin supe que la niña había insultado sin ningún motivo a uno de mis amigos, supongo que en aquel momento me quería toda para ella y estaba celosa porque creía que yo no le prestaba la suficiente atención mientras desde su punto de vista me desvivía con las visitas. La reprendí y se encaró conmigo de muy malas formas. Se pilló una rabieta y comenzó a gritar una serie de insultos que no encajaba en su boca ni en su vocabulario. Eran frases repetidas, escuchadas a su padre.

—¿Qué te dijo concretamente?.

—Que estaba loca, que había que encerrarme, que era una ladrona y que quería quedarme con todo, que mis amigos eran todos unos maricones y mis amigas unas putas, como yo…

—¿Es normal ese vocabulario en tu hija?.

—¡Por supuesto que no! —se indignó Paloma—. No sé si tú tienes hijos, pero los niños de seis años, si insultan, no pasan de llamarse tontos, idiotas, malos y cosas así. Si usan otro tipo de palabras más fuertes, es porque las han oído en casa o en su entorno, porque repiten el lenguaje de los mayores. Por eso me indigné tanto. Yo tengo amigas separadas y divorciadas, otras que tienen profesiones liberales y algunas que son muy modernas, muy avanzadas en sus ideas… A Joaquín nunca le gustaron. Y tampoco algunos de mis amigos, entre ellos una pareja homosexual que siempre me ha mostrado su apoyo. Ellos fueron los que me dieron el nombre del psicólogo al que acudía…

—Entiendo. —Jimena ataba cabos con rapidez—. ;De ahí la manía de tu ex, y el encono al insultarlos.

—Sí, y mi indignación al ver que la niña repetía sus palabras. Para mí fue un acto reflejo el de propinarle un sopapo; no podía seguir escuchando las barbaridades que decía. Me parecía cruel y despiadado comerle la cabeza con esas ideas tan ruines y mezquinas, y hacer que las repitiera, y meterle todos esos conceptos asquerosos dentro… Solo le di una torta, para que se callara, pero ni siquiera fue fuerte o desproporcionada. Lo único que quería era que callara porque me resultaba insufrible oír en sus labios de seis años todas esas palabras que sabía salidas de la boca de su padre…

—¿Le dejaste algún tipo de marca?. ¿Se cayó al suelo o llegó a perder el equilibrio?. Sé que estas preguntas son duras de responder, pero tengo que hacerlas, es mi trabajo.

—Sí, lo sé —Paloma cerró los ojos, como para recordar bien lo que pasó aquella tarde ya tan lejana. Tras unos segundos, respondió con seguridad—. No, ni siquiera llegué a dejarle la piel enrojecida… Entiéndeme, —y la miró a los ojos con insistencia, como queriendo demostrarle así que le decía toda la verdad —le pegué porque no pude controlarme, porque todo me parecía un ataque y quería que se callara, pero no para hacerle daño, porque nunca, jamás, le haría daño.

—Pero ella se lo contó a su padre…

—Sí, él vino a buscarla a la mañana siguiente y, con sólo saludada, ya se dio cuenta de que algo pasaba. Al parecer, nada más meterse los dos en el coche se lo preguntó y la niña se lo contó. Estaba muy dolida, pero no por la fuerza del golpe, sino porque hasta ese día yo jamás había recurrido a la violencia física.

—O sea, que le dolía más el orgullo que el tortazo.

—Exacto. Joaquín, mucho más dado a comprender y justificar esos arrebatos, sobre todo porque él mismo acostumbra a tenerlos, restó importancia al asunto. Se dio cuenta de que yo estaba dolida y preocupada cuando subió a devolverme a la niña la noche del domingo, y aunque apenas solíamos hablarnos por ese entonces, pues él no me perdonaba el haber tomado la iniciativa de la separación, se mostró muy comprensivo esa vez. Con una actitud totalmente inusual, al fijarse en que tenía los ojos rojos de haber estado llorando todo el fin de semana y que parecía agobiada, me dijo que no me preocupara, que a veces valía más un bofetón a tiempo que criar toda una vida a una niña maleducada. En el fondo se le veía encantado porque Naia y yo hubiéramos tenido un encontronazo, pero yo, idiota de mí, pensé que era de agradecer el gesto de mostrarme su apoyo como padre.

—Entonces, ¿cuándo se dio cuenta de que podía usar ese bofetón como arma arrojadiza?.

—Cuando vio que el reparto de bienes se le hacía cuesta arriba. Ya te he dicho que yo no le pedí nada, pero sí me empeñé en solicitar una pensión para Naia. Quería que mantuviera el mismo nivel de vida al que estaba acostumbrada, porque bastantes cambios iban a aparecer en su vida. Por este motivo y porque así me lo aconsejó un psicólogo infantil, intenté que su vida y sus costumbres se resintieran lo menos posible. La llevábamos a un colegio muy caro y no estaba segura de encontrar trabajo tan pronto como para poder pagarlo yo sola.

—¿Es muy indiscreto que te pregunte por tu situación económica?.

—No, en absoluto. —Paloma dirigió a la abogada una sonrisa. —Soy huérfana; mis padres, al morir, me dejaron un poco de dinero además del piso en el que ahora vivo, que está francamente bien. No tengo apuros, mi posición es cómoda, pero estoy intentando encontrar trabajo pese a que me resulta muy difícil tras el parón de más de cinco años en los que me dediqué exclusivamente a atender a Joaquín y Naia. Y ahora, después de que se ha hecho público todo lo relativo a la sentencia, me está resultando especialmente difícil. Por eso no quiero malgastar ni un solo euro. Por eso —sonrió —, y porque sé que tendré que pagar una buena defensa para recuperar a mi hija.

—No te preocupes ahora por ese aspecto —la tranquilizó Jimena—, sigue con tu historia, por favor.

—Poco más hay que contar: yo tenía un abogado que conocía a través de él, pero que, a pesar de todo, intentó hacer bien su trabajo asegurándose de que Naia y yo pudiéramos vivir en el chalé que era nuestra vivienda familiar hasta el momento de la separación y, también, que Joaquín pagara a la niña una pensión suficiente como para poder seguir en el mismo colegio. Yo no pedí ninguna pensión para mí. No quería nada de él.

Other books

Send Me No Flowers by Gabriel, Kristin
One Fearful Yellow Eye by John D. MacDonald
The Rush by Ben Hopkin, Carolyn McCray
The Piccadilly Plot by Susanna Gregory
Games We Play by Ruthie Robinson