Intriga, acción, corrupción, malos tratos, abogados al límite de la ley. Pistas y pruebas que van desentrañando un enredo que sorprende en cada capítulo. A la altura de los grandes del género americano, una autora española, Carmen Gurruchaga, se adentra en el thriller judicial para demostrar que nuestra realidad puede ser tan apasionante o más que la de fuera de nuestras fronteras. Personajes de carne y hueso, un puzzle de casos que encajan a la perfección y que denuncia muchas de las situaciones que vivimos y leemos cada día.
Un debut literario brillante, una autora conocida por su afilada pluma. Una novela que no dejará indiferente a nadie.
Carmen Gurruchaga
La prueba
ePUB v1.0
natg11.07.12
Título original:
La prueba
Carmen Gurruchaga, 2010.
Editor original: natg (v1.0)
ePub base v2.0
«No existe un solo modelo de democracia, o de los derechos humanos, o de la expresión cultural para todo el mundo. Pero para todo el mundo, tiene que haber democracia, derechos humanos y una libre expresión cultural»
.
K
OFI
A
NNAN
A mi padre, que
siempre estará en mi cabeza
y en mi corazón.
Antes de la hora del desayuno, Jimena Beltrán siempre seguía la misma rutina. Primero aporreaba el despertador; luego, cuando comprobaba que era incapaz de volverse a dormir por más que lo intentara, por muchas vueltas que diera tratando de buscar la postura más cómoda para recuperar el sueño que acababa de escapársele, se desperezaba lentamente, estirando despacio cada uno de sus miembros, buscando en las esquinas de la cama ese espacio entre las sábanas que conservaba restos de frío y, finalmente, sólo porque no le quedaba más remedio, terminaba por levantarse.
Se encaminaba a la ducha refunfuñando y arrastrando los pies; salía fresca y renovada, pero más enfadada todavía, rumiando improperios contra el mundo, el horario laboral y la necesidad de madrugar, y se maquillaba y vestía mientras terminaba de hacerse el café. Se lo bebía rápido, sin apenas saborearlo, y pocos minutos después ya estaba en la calle. En su boca se mezclaba su sabor con el de la pasta de dientes y, justo antes de salir, volvía a escupir unas cuantas maldiciones más que, invariablemente, morían en cuanto el ascensor llegaba al portal. Antes de empujar con fuerza la pesada puerta de metal inspiraba profundamente y, cuando terminaba de abrirla, ya era la Jimena de siempre, la que todos conocían, la que se deshacía en sonrisas con la señora Julia, la portera, y dedicaba un par de bromas subidas de tono a Susana, la propietaria de la tienda que ocupaba la planta baja de su edificio y que a esas horas solía encontrarse fuera, abriendo la reja metálica, limpiando el coqueto escaparate o sacudiendo el felpudo ante su puerta.
A medida que bajaba la calle, estimulada por los saludos y las sonrisas, Jimena comenzaba a animarse, sus tacones se arrancaban a repiquetear cuesta abajo y, movida por la alegría de sus propios pasos, las nubes terminaban por despejarse. Entonces buscaba, casi de manera instintiva a fuerza de repetir una y otra vez la costumbre, su cartera dentro del bolso y, pocos metros antes de toparse con el primer mendigo tirado en la acera, ya llevaba las monedas en las manos. Siempre procuraba hacerse con cambio suficiente antes de terminar el día, eso le evitaba tener que recurrir por las mañanas a los billetes y, también, la primera bronca de la jornada, la que le echaría Roberto en cuanto llegara a la oficina al enterarse de que, de nuevo, se había dejado más de cinco euros en limosnas.
Pero ella no tenía la culpa de ser generosa, ni de que fuera la suya una vía tan concurrida, ni tampoco de que cada vez hubiera más necesitados y pedigüeños en Madrid, ni mucho menos de que el límite marcado por sus compañeros fuera tan exiguo.
Definitivamente, no tendría que haberles permitido fijárselo. Ya era mayorcita y responsable y no necesitaba que nadie le impusiera normas ni restricciones. Mucho menos ellos. Qué sabrían esos hijos de la abundancia, con su educación y los desahogos a los que desde niños estaban acostumbrados, lo que era necesitar de la caridad de los demás.
No. No eran quienes para medirla ni controlarla. Ni siquiera el ser la más dormilona, la última en llegar, les daba ese derecho sobre ella, pensó. Por eso les mentiría, como por otra parte hacía todos los días. Y con una sonrisa triunfal encaró la cuesta de Moyano.
—¿Hoy también te has pasado? —preguntó Merche aferrada a su segunda taza de té.
—Claro —respondió mientras abría la puerta de su despacho.
—Ya verás Roberto —le gritó la secretaria desde su asiento.
Pero había dejado de escucharla. Con el ceño fruncido, aún sin sentarse, sin siquiera quitarse la ligera chaqueta de lino, Jimena consultó las citas marcadas en la agenda abierta sobre la mesa para ese lunes 26 de julio y comprobó en los asuntos pendientes que, un día más, Paloma Blázquez seguía sin llamarla.
No podía ser, debería hacer algo, pero todavía no tenía claro qué, pensó mientras colgaba la prenda en el pequeño armario tras la puerta y echaba un vistazo al jarrón sobre la mesa redonda que solía usar para conversar de un modo más cercano con sus clientes. Le faltaba agua, como siempre. Y suspirando y armada de paciencia se dispuso a rellenarlo una vez más y a repetirle de nuevo a Merche, como todos los días, que era tarea suya encargarse de que a la señora de la limpieza le entrara en la cabeza que todas las tardes, a última hora, tenía que ocuparse de las flores.
«Si no, no durarán nada», se dijo para sus adentros, y ella debía,
necesitaba
ver flores frescas en su despacho.
Era su manía, y en comparación con los gastos y tonterías de los otros, sus flores no suponían un presupuesto excepcional. No quería rosas ni orquídeas. No necesitaba flores caras, pero sí frescas. De la misma manera que a Aitor no podía faltarle la foto de sus hijos sobre la mesa del despacho, a Jorge un par de cigarros y a Roberto la escapadita diaria a la hora de la comida para jugar al squash.
—¿Ya estamos refunfuñando?
Levantó la cabeza. Era Jorge asomando junto al marco de la puerta su hermosa cabeza de príncipe heredero.
—Sí. Las flores, como siempre. Nunca les ponen agua.
—Y tú, como siempre, gruñes por lo mismo. Anda, vamos, llena el jarrón de una vez y déjalo en su sitio, mientras voy llamando el ascensor. —Y sin esperar respuesta dio media vuelta y se encaminó hacia el recibidor sabiendo que ella no tardaría en seguirle.
—¿Y los demás? —le dio tiempo a preguntarle mientras él se alejaba.
—Aitor aún no ha llegado y Roberto está hablando por teléfono; dice que ahora baja.
«Bien —pensó Jimena—, con un poco de suerte, si la llamada le abstrae lo suficiente, se olvidará de preguntarme cuánto me he gastado ya». Y, contenta, se dispuso a seguir a su compañero y amigo desde hacía tanto tiempo. Y, por fin y como Dios manda, sentada ante la decrépita pero acogedora barra del Sensaciones, a desayunar.
A Camila no le había sentado nada bien el desayuno, pero peor le había sentado la llamada de su Negro informándole de que hoy tampoco podría comer con ella. «Empieza ya a aburrirse, seguro, y por eso me da esquinazo», se dijo rabiosa. Pero luego se preocupó cuando se dio cuenta de que tenía toda la hora de la comida y la tarde libre por delante y apenas amigas en la ciudad con las que salir.
Todas estaban fuera, huyendo de los calores veraniegos cada vez más intensos de un Madrid asolado por el efecto invernadero. Se habían ido a descansar a sus casas de la sierra o de la playa mientras ella se asaba, mano sobre mano, esperando que su «novio» se dignase hacerle un hueco en su agenda.
Aunque tampoco podría decirse que se tratara de un novio al uso. Más bien era un amante, sonrió saboreando ese pensamiento. Sí, decidió, ese era el término más adecuado, ya que, a fin de cuentas, el suyo era un romance prácticamente secreto; no tanto como oculto porque ninguno de los dos tomaba tantas precauciones semejantes a las que se adoptan cuando se está cometiendo adulterio, pero sí llevado con la discreción suficiente como para que sus hijos y personas allegadas no pusieran el grito en el cielo. Y es que quién podría pensar que una señora digna como ella, de tan alta cuna y de tan arraigado apellido, se metía en la cama día sí y noche también —no tantas como ella quisiera, eso era cierto, pero sí muchas más de las que cualquier mujer de su edad aspiraba a disfrutar en su rutina habitual—, con un hombre bastante más joven que ella, más próximo a la edad de sus hijos que a la suya.
Por esta relación, sólo por ella, se dijo, valía la pena pasar calor y dejarse morir al borde de la piscina a la espera de que él decidiera visitarla. Se había colgado hasta tal punto con este jovencito que hacía caso omiso de las llamadas de las compañeras de bridge que la reclamaban en Sotogrande y que no se cansaban de repetirle por teléfono cuánto la echaban de menos.
Que se fastidien, se dijo, y levantó la mano en un gesto imperativo para indicar al mayordomo que la atendiera. Necesitaba que le acercara el teléfono y otro gin tonic; debía efectuar unas cuantas llamadas para entretener la tarde y hacer fructífera la espera. Primero a la masajista, luego a la peluquería y, finalmente, a ese nuevo ZENtro de masajes asiáticos en el que la última vez le hicieron sentirse en el cielo. Se había marchado con ganas de probar un nuevo tratamiento, ese en el que te embadurnan el cuerpo con chocolate; y también el de la vinoterapia.
«Que tenga su comida de trabajo en paz —se dijo—. Que charle con sus amigotes y decidan entre todos el futuro del país, de las finanzas y de un buen puñado de empresas. Que trabaje y charle y coma y se fume su buen par de puros. Que se prepare porque todavía el Negro no sabe que si me he quedado en Madrid es para disfrutar de él y no para estar sola. ¡Se va a enterar esta noche!», pensó.
A José Luis Martínez la comida de trabajo se le estaba haciendo eterna. Primero tuvo que esperar a sus socios, que se retrasaron más de media hora y llegaron, con su cachaza habitual, sin preocuparse por pedir disculpas, y, después, soportar su charla estúpida sobre fútbol, coches de lujo y mantenidas. Ya le estaban tocando las narices. Aquello no era serio. Puede que ellos fueran empresarios forrados de pasta acostumbrados a ese tipo de informalidades, pero él no. Él era un letrado, había estudiado una carrera, sacado el doctorado y hecho algunos posgrados; tenía su propio bufete y, al parecer, un diferente concepto de los compromisos. Pero, sobre todo, mucho respeto al tiempo de los demás.
Los otros, en cambio, en ese momento, sólo tenían cabeza para las vacaciones que se aproximaban. Hablaban sin cesar, como dos viejas cotorras, de los yates que uno tenía en propiedad y el otro pensaba alquilar, de la vidorra padre que se pegarían los dos próximos meses y de las escapadas que procurarían hacer para dar esquinazo a sus familias y largarse por ahí con alguna «buena mala chica».
«Dos meses. Qué cabrones», pensó Martínez.
No sabía si sentir envidia o asco. ¿Cuánto tiempo hacía que él no se tomaba dos meses seguidos de descanso?.