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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (2 page)

BOOK: La prueba
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Ya se veía que lo de sus compañeros de mesa no era el trabajo duro, ya, sino la pura especulación; hacer dinero rápido y de la manera más fácil posible, sin pensar demasiado, ni mucho menos sudar, y luego, eso sí, apurarse a repartir los beneficios. Si en el horizonte aparecía cualquier tipo de riesgo, no dudaban en abandonar el barco.

Si lo pensaba con detenimiento, no sabía por qué estaba con ellos.

Mentira, por supuesto que lo sabía: por el dinero.

Mientras tomaba el puro que el camarero le ofrecía los miró en silencio. Reían y se daban palmadas en los hombros como si acabaran de ganar un partido, pero lo único que jaleaban era la enésima broma de mal gusto que uno de ellos, cualquiera, acababa de contar. No le había escuchado, pero compuso una sonrisa de circunstancias que le sacara del paso. Pronto dejaron de prestarle atención para volver a sus chanzas, al recuento de conquistas y a las exageraciones sobre sus capacidades y proezas jugando al golf o entre las sábanas. Por más que le requirieron algún dato o le tantearon sobre sus conquistas, él se empeñó en callar. Le gustaba saborear los puros en silencio y consideraba de mal gusto hablar de damas en la mesa.

Ellos no tenían problemas, claro, porque hablaban de putas. Aun así, Martínez prefirió no meterse en esa conversación y guardar para sí sus propios recuerdos y secretos, seguro de que, si sus amigos supieran el nombre de su última «novia», divertidos y tal vez incluso escandalizados, no tardarían en pregonarlo a los cuatro vientos.

Una de las cosas que José Luis Martínez más temía era la indiscreción, al menos en lo que atañía a su propia vida, aunque, por descontado, no a la de sus clientes o enemigos. Y hablando de enemigos, tenía que acordarse de hacer indagaciones sobre los planes y vicisitudes veraniegas de sus empleados, competencia y oponentes. Detestaba no estar informado y, por tanto, prevenido de los movimientos de todos aquellos que, por las buenas o por las malas, le concernían.

Uno de los que más le molestaban era la persona a la que él llamaba «el abogaducho», uno de los cuatro socios de Beltrán, Castro, Daroca y Martin. No era peligroso en absoluto, pero le tenía una tirria especial. No podía soportar sus aires de superioridad moral; esa actitud suya de chico de clase alta con educación liberal le reventaba. Y lo peor es que sus compañeros de despacho eran igual que él, unos metomentodo que siempre terminaban metiéndose donde no debían. Se merecían llevarse un día un buen palo en las narices, y ojalá pudiera propinárselo él.

Se le pasó por la cabeza tomar nota en su agenda electrónica de estos pensamientos, porque estaba seguro de que con tantos asuntos, procesos y negocios como tenía en mente terminarían por olvidársele. Finalmente desistió de hacerlo; sabía que los cabezas de chorlito de sus socios lo considerarían de mal gusto.

Así las cosas, se limitó a suspirar, arrellanarse en el asiento de diseño y disfrutar, escondido tras la pálida nube de humo procedente del puro, del recuerdo de su último encuentro con Camila.

«Qué bomba de mujer. Y qué fogosa». Volvió a suspirar. «Es un poco pesada, es cierto, pero ya se sabe que la perfección absoluta, y más en una mujer, es difícil de alcanzar», pensó.

Entrecerró los ojos llevado por una cierta modorra y sus sucios pensamientos. Antes de dejarse ir por completo, acunado por ellos, echó un último vistazo a la esfera de su reloj. Por tercera vez suspiró: quedaba todavía mucha sobremesa. Y mientras sus socios brindaban y reían, hizo acopio de toda su paciencia.

C
UATRO

Cuando Aitor Castro entró en el Sensaciones sus compañeros ya habían terminado los cafés. Le dio rabia, se había perdido la sobremesa, por lo general el momento más productivo del día aunque transcurriera fuera del bufete. No sabía por qué, pero hablar en la mesa de una cafetería seguía siendo mucho más fácil y fructífero para ellos que cualquier reunión programada en la enorme sala de juntas de la oficina. A menudo había reflexionado sobre esta particularidad con Roberto, Jorge y Jimena, y la única conclusión que había sacado en limpio, sugerida entre risas por Roberto, el más analítico e irónico de todos ellos, aludía a una peregrina teoría. Aseveraba que el hecho de que fueran más capaces de pensar delante de cuatro tazas de café que en su propio bufete, apoyados por sus libros y sus títulos de licenciados, se debía a los cientos de horas perdidas en el bar de la facultad jugando al mus o cualquier otro juego de cartas.

—Vaya horas de llegar —le abroncó Jorge.

—Lo siento, me lié con compras de última hora. Programar un viaje de este tipo no resulta tan sencillo como creí al principio —se excusó.

—Más que «viaje», deberías llamarlo «expedición» —sugirió Roberto, tan serio como siempre pero con esa socarronería que sólo los que hacía años que le conocían eran capaces de percibir bajo sus observaciones aparentemente inocentes e incluso banales.

—O «el viaje de tu vida» —completó la burla Jorge.

—Sí, ya, «la gesta de un hombre solo en pos de su individualidad» —declamó Aitor impostando la voz, como si fuera uno de esos locutores que anuncian gestas televisadas en una cadena de documentales—. «Un urbanita y el océano, un enamorado del mar frente a una de las cordilleras marinas más espectaculares del mundo, un buzo solitario frente a los peligros y la adversidad, un…»

—…Un jeta que nos carga con su trabajo —interrumpió Jimena.

Aitor detuvo su perorata y la miró; no mucho tiempo, no tan fija ni tan fieramente como si el exabrupto hubiera partido de cualquier otro de sus compañeros, pero lo hizo. Como ella no bajó los ojos, como mantuvo su mirada y, pese a darle la oportunidad, no manifestó propósito alguno de ir a realizar ningún intento por disculparse, saltó al fin, tras dudarlo un instante:

—¿Y a ti qué te pasa?.

—Hoy tampoco la ha llamado Paloma Blázquez —explicó Jorge, disculpándola.

—Pero yo no tengo la culpa —se defendió dolido, y, como sintiendo la necesidad de justificarse una vez más ante ellos, de nuevo comenzó con la retahíla que ya había repetido al menos cinco o seis veces en el último mes—. Todos sabéis que hace al menos tres años que no me cojo más de cinco días seguidos de vacaciones, y aunque sé que el bufete está ahora bastante cargado de trabajo y que dejo un par de asuntos pendientes que no tendré tiempo de dejar resueltos…

—Vale, déjalo —cortó Roberto—. En primer lugar, no vuelvas a disculparte por tomarte unos días que te mereces y que te corresponden. En segundo, ya te hemos dicho más de mil veces que los tres o cuatro casos pendientes de citación no son una carga para ninguno de los tres. Ya tenemos el calendario cerrado con los días en que presumiblemente saldrán tus sentencias y también están anotadas las fechas en que vence la presentación de tus recursos, así que relájate.

—No te lo tomes tan a pecho —prosiguió Jorge—. De verdad que no pasa nada. Si a veces te hacemos algún comentario picajoso, es porque nos morimos de envidia. Yo, desde luego, porque por ser un prisillas y tomarme mis vacaciones en primavera, ya ni me acuerdo ahora de ellas. Y estos dos —dijo señalando a Roberto y Jimena—, porque les amarga pensar que las suyas no van a llegar hasta septiembre.

Pero Aitor seguía sin parecer convencido. Oía a sus amigos y asentía, pero no podía dejar de mirar a Jimena. Esta, ausente, con la vista ahora baja, fija en su taza, revolvía con parsimonia el poco café frío que le quedaba y, consciente del peso de sus ojos sobre ella, se empecinaba en callar. Roberto y Jorge, entretanto, puede que para disimular el espesor de su silencio enconado, se empeñaban en parlotear y acosar a Aitor con preguntas técnicas sobre el itinerario, el equipo y mil y un detalles relativos a su viaje.

Lo cierto es que llevaba meses preparando con especial meticulosidad y cuidado todos los aspectos de su «expedición», no en vano hacía más de diez años que soñaba con realizarla. Ahora faltaban apenas cinco días para iniciarla y se sentía emocionado como un niño con zapatos nuevos, pero no por ello descuidado. Se había ocupado de las reservas de combustible, había hecho acopio de alimento y bebida suficiente para no tener que pisar puerto en un tiempo considerable y, en un alarde de previsión, mhabía comprobado hasta la saciedad, en al menos tres páginas web especializadas, la previsión meteorológica.

Su destino eran las montañas marinas Gorringe, situadas al sur de Portugal, que recibieron ese nombre tras haber sido descubiertas por un buque de exploración estadounidense comandado por el capitán Henry Honeychurch Gorringe. Desde su adolescencia, cuando comenzó a aficionarse al buceo, fantaseaba con conocer la mayor cordillera marina del mundo, la Dorsal Atlántica, que se extiende desde Islandia hasta la Antártida en un recorrido de más de veinte mil kilómetros de fondo marino. Pero para tamaña gesta hacía falta disponer de mucho más tiempo, por lo que ese mes de agosto, rebasada la treintena, decidió «conformarse» con Gorringe, uno de los patrimonios montañosos europeos más importantes, ubicado frente a la península Ibérica y entre los archipiélagos de Azores, Madeira y Canarias.

Estaba tan fascinado por la idea de bucear por una de las cordilleras más antiguas del océano, originada probablemente durante la creación del Atlántico, que se extendió largamente explicando a sus dos colegas los cambios y ajustes realizados en las últimas semanas al
Nekane,
su barco. Era un velero Taylor 49 de escasos cinco metros de eslora que había comprado de segunda mano, inmediatamente después de su divorcio. Le hubiera gustado otro algo más grande, pero justo por esas fechas sus ahorros no daban para más.

—Cuando lo compré el casco se encontraba en muy buen estado, la tapicería interior estaba renovada y el toldo también era nuevo, pero aun así he tenido que darle algunos repasos. El motor fueraborda y la bomba de achique los compré nuevos en su día, pero por si acaso le he añadido un motor de repuesto, para evitar sustos.

—Haces bien —Jorge se las daba de entendido, —toda seguridad es poca.

—Quédate tranquilo, he comprobado hasta la saciedad el chaleco, las bengalas y el remo, la bocina de niebla…

—Y, sin embargo —dejó caer inesperadamente Jimena—, se te olvida lo más importante: la compañía.

Jorge y Roberto quisieron fulminarla con sus miradas, pero ella, terca y obcecada en la contemplación de su taza ya vacía, no se dio por aludida.

Aitor, en cambio, sonrió satisfecho. Al fin comprendía el motivo de su enfado. Y le agradaba esa preocupación.

—Yo no tengo la culpa de que nadie quiera acompañarme —dijo al fin con un encogimiento de hombros—. No voy a renunciar a mi sueño por esa nimiedad.

—Qué propio de ti.

—Lo tengo todo controlado y te prometo no hacer tonterías. No olvides que soy un padre de familia.

—Tendrás a tu madre contenta.— Jimena seguía sin ceder.

—Desde esta mañana sí.

—¿Y eso?— intervino Jorge, más para romper el hielo y mediar en aquel duelo dialéctico que por verdadero interés por más que Lola, con la que se había citado esa misma tarde, no dejara de parecerle una mujer fascinante.

—Al fin ha llegado el Breitling Emergency, un elemento más del equipo que a ella le tranquiliza. Ha costado casi tanto como la Taylor 49, y eso que es uno de los modelos más baratos, con caja de titanio y brazalete de caucho.

—Aaah, pues ya me quedo más tranquilo — asintió con un énfasis exagerado Roberto—. Sobre todo porque no sé qué es.

—Un reloj, idiota —aclaró Jorge.

—Sí, y todo un coñazo, es grande y pesado y cabecea mucho en la muñeca, pero tiene una tapa roscada en cuyo interior se halla una antena extensible que lo hace único: es un instrumento de una precisión asombrosa y lleva equipado una radio-baliza que emite en la frecuencia de emergencia de VHF. Muchas personas han salvado la vida gracias a él. Lo utilizan pilotos o marinos que corren el riesgo de sufrir cualquier tipo de percance en zonas en las que otros sistemas de comunicación no garanticen fiablemente su localización a los equipos de rescate. A mí me parecía un dispendio, pero mi madre me hizo chantaje: o me hacía con uno de cara al viaje, o no aceptaba quedarse con los niños.

—¿Cómo supo tu madre que existe ese cachivache? —preguntó Roberto.

—Porque habló con todos los periodistas que conoce especializados en deportes de riesgo, con los que cubren el París-Dakar, con un primo suyo de San Sebastián que dio la vuelta al mundo en un barco de vela… Ya sabéis cómo es ella.

—Bien por Lola —murmuró Roberto.

—Creí que Nekane y Jon se quedaban con Maika —gruñó de nuevo Jimena. Intentaba fingir indiferencia, pero todos advirtieron ese modo especial de arrastrar las letras al pronunciar el nombre de la ex mujer de Aitor. Hacía casi una década que no se soportaban.

—¿Deliras? —Aitor enarcó una ceja.

A pesar de que tenían la custodia compartida de sus dos hijos, Maika no era precisamente una madre entregada, y todos lo sabían. Ella lo achacaba a que se había casado demasiado joven, casi una niña, y no quería asumir que los días de minifaldas exageradas, discotecas y barras de labios nacaradas habían terminado para ella o estaban a punto de hacerlo. Ninguno de los tres la soportaba, por lo que su análisis sobre Maika era lo menos objetivo que existe. No utilizaban el mismo rasero para medir a su amigo que a su ex. En su opinión, era una madre, no una chiquilla por más que se empeñara en parecerlo y, en más ocasiones de las deseables, se comportara como tal. Quería a los niños, es más, los adoraba, de eso no cabía ninguna duda, pero agradecía como agua de mayo que Aitor y Lola se ocuparan tanto de ellos. Así podía salir con sus amigas, todas solteras o divorciadas, como ella, en busca de un príncipe azul definitivo, con mucha pasta y pocas pegas, que cumpliera todas sus expectativas, la tratara como a una reina y la sacara noche y día a pasear.

—Creo que tiene reserva hecha desde hace meses en un hotel de Cancún — siguió explicándoles Aitor—. Va con toda su pandilla.

—Turistas: temblad —comentó Roberto.

—No saben la que se les viene encima —corroboró Jimena.

C
INCO

Jorge, con su esmero habitual, terminó de cepillarse los dientes en el baño anexo a su despacho. Siempre acostumbraba a ser muy cuidadoso con su higiene personal, incluso hasta extremos que Jimena calificaba de atildados. Pero hoy él mismo no podía dejar de reconocerle a su imagen en el espejo que se estaba excediendo. No sabía por qué, pero la visita de Lola, que llegaría en apenas cinco minutos, como siempre sin demoras, le ponía extrañamente nervioso.

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