Según le explicaba Rodri, existían muy pocas empresas que se dedicaran profesionalmente a la búsqueda de tesoros marinos, y ello se debía a que las inversiones precisas en maquinaria eran tan elevadas que pocas veces llegaban a ser cubiertas por la cuantía de lo hallado. Dar con un buque hundido hace siglos no era nada fácil, y los aparatos precisos para hacerlo no resultaban, ni mucho menos, baratos. No bastaba con máquinas sencillas y ligeras como las empleadas para encontrar metales bajo tierra o arena. Para esta actividad era suficiente un detector relativamente simple, como los que usaban los buscadores de joyas que escaneaban playas y centros de esquí de alto standing al final de cada temporada. Unos rastreadores de pulsos de inducción que tenían un alcance de hasta ochenta o noventa centímetros de profundidad casi en cualquier terreno.
Camila, o los protagonistas de la historia que quería narrar, como se encargó de explicarle a su hijo, necesitaban algo mucho más potente y adecuado, por lo que Rodri, que no estaba en condiciones de facilitarle esta información porque no era demasiado ducho en buceo ni navegación pese a que desde pequeño había pasado parte de sus veranos sobre un barco, no dudó en facilitarle el teléfono de un buen amigo monitor de buceo, experto conocedor de la materia porque había trabajado como equipo de apoyo en la búsqueda arqueológica de varios yacimientos marinos. Este, un simpático italiano llamado Bruno con el que llegó a hablar varias veces por teléfono, le habló de los detectores más usuales, los de pulsos de inducción, que Camila pronto descartó dada la ambición de su búsqueda, y del Trackerhound, un instrumento que obedecía a los impulsos del subconsciente del operador y seguía unos parámetros fijados por este sin restricciones de profundidades o distancia. También la ilustró sobre todo lo relativo a los GPR o Ground Penetrating Radars, unas ecosondas que prestaban usualmente ayuda en obras civiles para chequear el espesor en la pavimentación de puentes y carreteras cuyo funcionamiento consistía en transmitir una imagen que se veía en un ordenador, y los Side Sean Sonars, radares desarrollados con electrónica analógica y monitores de televisión que fueron esenciales para la recuperación de cientos de tesoros sumergidos bajo el mar, especialmente en el Caribe, valorados en cientos de millones de dólares. Los Side Sean Sonars tenían un alcance de hasta doscientos metros de distancia desde la sonda sensora y podían mostrar la topografía de cualquier fondo marino facilitando que se pudiera dibujar claramente la silueta de, por ejemplo, un buque hundido, pero fue sin duda el descubrimiento de la existencia de un aparato llamado magnetómetro la gran revelación para Camila.
Un magnetómetro era, según le explicó Bruno y ella pudo comprender, un detector de partículas de gran penetración en el suelo pero de funcionamiento dificultoso y delicado. Se necesitaba mucha práctica para manejarlo y, también, gran pericia y experiencia a la hora de interpretar la información obtenida para lograr extraer de ella resultados válidos. Y, para colmo, era muy costoso. Con todo, se trataba del instrumento ideal para localizar grandes masas metálicas muy profundas tales como barcos, cañones o vetas, por lo que Camila, tras el intenso asesoramiento, no tuvo más remedio que asumir que necesitaría la ayuda de un operario experto o, incluso, un verdadero equipo de profesionales dispuestos a dejarse comprar o, por lo menos, alquilar.
El barco para llegar hasta el punto marcado en el mapa y transportar el equipo, al menos, no suponía un problema. Camila era desde hacía años propietaria de un velero de treinta metros de eslora, casi diez de manga y cinco de calado dotado con unos potentes motores que podían llegar a alcanzar una velocidad de crucero de doce nudos que se llamaba
Camila
. La nave tenía una tripulación habitual, de total confianza, que llevaba años con ella y se encargaba de cuidarlo y mantenerlo durante todo el año. Conocían y atendían a los amigos de Camila, a sus hijos, y no se espantaban por nada de lo que pudiera suceder a bordo. Ahora, sin embargo, necesitaba darles unas vacaciones porque no deseaba que conocieran su aventura. «Paradojas de la vida, no me importa que hayan conocido a mis novios, tampoco si un día he bebido más de la cuenta, pero de este secreto no pueden enterarse».
«Hay que ver, la de vueltas que da la vida», sonrió y dio un sorbo prolongado y ávido a su combinado, quién le iba a decir que ahora tendría que librarse de esa pequeña cuadrilla de adeptos que a lo largo de los años había mantenido a su lado. No dudaba de su discreción y, sobre todo, de su fidelidad. Por un momento hasta llegó a pensar en no separarlos de esta nueva función, ya que estaba segura de que se limitarían a sus tareas y, como siempre, como era habitual en ellos, una vez iniciada la travesía, serían casi invisibles más allá de las zonas comunes. Ellos dormían en cabinas muy separadas de la parte del barco reservada a los invitados, que disponían de cuatro camarotes dobles que en esta ocasión estarían ocupados por los buzos y los expertos en el manejo de los aparatos de detección, con los que había contactado vía Internet gracias a Bruno. Sin embargo, prefirió no arriesgarse y que el italiano contratara una tripulación para la ocasión que fuera sorda, muda y ciega.
Camila ya había solventado los problemas que podría acarrearle Bruno ante la posibilidad de cometer algún desliz en cualquier conversación con su hijo, su buen amigo Rodri. Él era el invitado de honor, su cómplice, el único miembro del equipo que estaba enterado de todos los detalles y, a cambio de una generosa participación en la cuantía total de lo que fueran encontrando, el supervisor de la expedición, el tipo al mando.
Lo cierto es que Camila estaba encantada con el fichaje. En cuanto se puso en contacto con él por teléfono, fue más que evidente que entre ellos había surgido ese chispazo, ese
feeling
, de comprensión mutua que los convirtió en compinches de inmediato. Cuando, después de varias conversaciones, planes, datos y detalles, nombres y propuestas, él le envió un par de fotos suyas, la alianza quedó cerrada.
Sin darse cuenta de lo que hacía, o tal vez sí, entrecerró sus párpados y chupó con delectación el mezclador de vidrio con el que acostumbraba a revolver sus combinados. Estaba frío y le supo deliciosamente amargo. Se estremeció al paladearlo y, también, al recordar la imagen del torso desnudo del italiano. Su Negro estaba bien dotado, pero la vida en la oficina, por más deporte que hiciera, no favorecía a sus músculos. Bruno, en cambio, lucía unos pectorales que, sin lugar a dudas, podían llevar a cualquier mujer al desmayo. Pero hasta ella podía tener escrúpulo y Bruno era amigo de su hijo.
Definitivamente, no se arrepentía de la aventura que iba a iniciar al día siguiente, pensó satisfecha. Una tenía que buscar el modo de desentumecerse, se justificó. Había que mantenerse en movimiento, buscar nuevos retos, añadirle un poco de sal a la vida.
«Pero antes —se dijo—, todavía te quedan algunos asuntos que solventar, Camilita», y decidida tomó el teléfono móvil que permanecía inactivo ante ella, sobre la mesa, dispuesta a dejar cualquier cabo atado y bien atado antes de que llegara el alba de aquel 3 de agosto fijado para zarpar.
Tomó aire y marcó el número de un viejo amigo de su padre, Vicente Cervera, general de la Armada e historiador de reconocido prestigio. Tras unos instantes de espera, al fin alguien respondió:
—Buenas tardes, Vicente, soy Camila, ¿cómo estás?.
—¡Querida! ¡Cuánto hace que no sé de ti! ¿Qué te cuentas, cómo es que te has acordado de este viejo?. Seguro que necesitas algo, tú siempre has sido de las que van al grano… —Y emitió una risilla que ella ya conocía y que no era para nada la de una persona ofendida. Se tranquilizó un poco.
—El caso es que sí, tito. Verás, estoy escribiendo una novela, porque desde que mis hijos hacen su vida no sé qué hacer con mi tiempo, y me he encontrado con que necesito información sobre tesoros de barcos hundidos. Seguro que un viejo lobo de mar como tú lo sabe todo al respecto…
—Vaya, así que te has metido en una historia de aventuras —supuso el viejo amigo.
—No sabes hasta qué punto —corroboró ella—. Me he embarcado de lleno en el argumento y ahora no tengo ni idea de cómo salir de un atolladero. No sé absolutamente nada sobre a quién corresponderían los tesoros que contienen esos buques hundidos hace siglos si, por ejemplo, un cazatesoros localizara uno ahora mismo…
—¡Qué imaginación, niña! —la alabó Vicente—. Ya sabrás, supongo, que según el Derecho del Mar la definición estricta de tesoro habla de cualquier cosa que tuvo dueño, desde lingotes de oro, un cofre con monedas, un arcón con joyas valiosísimas, una veta de oro, piedras labradas de civilizaciones antiguas, brazaletes metálicos o lo que sea, que aparentemente quedó abandonado o perdido bajo el subsuelo o en el fondo del mar a través de los años. Y su dueño, normalmente, suele ser el país en el que han sido encontrados o el del pabellón que el barco llevara en el momento de la tragedia.
—¿El Estado?. ¿Cómo puede ser?. ¿Y entonces qué pasa con los que arriesgan dinero y vida para buscarlos, primero, y encontrarlo, después? —preguntó ella un tanto escandalizada.
—El asunto es bastante complejo. La normativa internacional respecto a barcos hundidos es muy difusa, por no decir inexistente, en muchos casos. Los países grandes tienen una normativa común, pero en los del Tercer Mundo la norma que se suele aplicar es la de maricón el último.
—Ay, esa boquita…
—Quien lo encuentre primero y soborne convenientemente a las autoridades correspondientes se lo queda —prosiguió Vicente con una risa socarrona.
—¿Y en España?.
—No, en España no. Aquí, de acuerdo con nuestras leyes, el descubridor de un tesoro tiene derecho a apropiarse la mitad de lo encontrado. Aunque…
—Perfecto —zanjó Camila, sin darle opción a entrar en detalles—. Muchísimas gracias, tito, es la respuesta que necesitaba. —Y de pronto, como por encanto, se le acabaron las ganas de charla—. Sé que te debo una visita y te doy mi palabra de que en cuanto pueda te llamaré y me acercaré a tu casa, te lo juro. Ahora te dejo, que tengo un millón de cosas que hacer.
Y colgó sin dar tiempo siquiera a su queridísimo tito a despedirse. No le había mentido, aún quedaban muchísimos asuntos que resolver y la partida se produciría en menos de veinticuatro horas.
El avión de Bruno no tardaría en llegar y quería prepararse para recibirlo. La tripulación ocasional ya estaba avisada de que debían estar a bordo y con el barco absolutamente dispuesto a las siete en punto de la mañana del martes, y en cuanto al equipo de expertos contratados para la ocasión, en su mayor parte de nacionalidad holandesa, ya se encontraban cómodamente alojados en un hotel de la parte antigua de la ciudad, próximo al puerto. Ella misma en persona se había encargado de que la tarde anterior, aunque no solía hacer excepciones a su sagrada costumbre de utilizar los domingos exclusivamente para descansar, visitaran por primera vez el barco para ir familiarizándose con él.
Solo le quedaban, pues, dos o tres pequeños detalles pendientes, según comprobó con satisfacción en su libreta. Asuntos menores como despedirse de sus hijos con sendos SMS no demasiado extensos, ya que ambos estaban más que acostumbrados a sus idas y venidas y las pocas explicaciones que daba sobre ellas, y también una llamadita a su Negro, mucho más absorbente que ellos y tendente a sospechar de cualquier cosa.
«Es un paranoico», pensó, y aunque sus manías, insistentes preguntas y obsesiones le resultaban particularmente molestas, no pudo menos que sentirse complacida por despertar todavía en un hombre, y además un hombre poco menos de quince años más joven que ella, semejante interés. En el fondo, le enorgullecía que tuviera celos, aunque le molestaba que los mostrara. Siempre le habían atraído, tal vez por contraposición a la frialdad marcial de su padre y su marido, los varones apasionados y latinos, que no tenían ningún pudor para demostrar sus sentimientos. Pero lo de su Negro, tal vez, era un exceso.
Por eso, y por la ralea de los negocios que sabía que mantenía bajo su respetable apariencia de limpísimo hombre de leyes, era mejor, al menos de momento, dejarle a un lado y mantenerlo tranquilo con vagas excusas y cálidas llamadas telefónicas, en las que no dejaba de asegurarle cuánto le echaba de menos.
En ese sentido, se felicitó. Le venía de perlas el tema de la conversión de la casona familiar para el futuro museo. La enorme ojeriza que su amante tenía a sus hijos, de los que opinaba que eran un par de inútiles y diletantes, le sirvió como coartada para que Martínez creyera que necesitaba prolongar al menos quince días su estancia en Cádiz. Le explicó que Adolfo, el primogénito, había gestionado de manera desastrosa todo el procedimiento y la negociación de expropiación del caserón, por lo cual era ella quien debía ahora solucionar infinidad de gestiones si quería cobrar la cantidad pactada en un plazo razonable. La mentira no hubiera colado con cualquier otra persona que careciera de los prejuicios que el amante de Camila tenía con los «niños». Adolfo tenía un flamante cargo como miembro destacado del consejo de administración de un gran banco, al que había llegado, todo había que decirlo, gracias a los contactos de su mamá. Pero también es verdad que no lo habían echado, así que no lo haría tan mal.
Se avino a razones, claro, a regañadientes, pero lo hizo. Qué remedio. Nombrarle el dinero era como hablarle de Dios a un santo: palabras mayores en base a las cuales todo era acatado.
Y por fin, tras tanto preparativo, disponía de una semana ante sí en plena libertad, sin el control de ninguno de los hombres de su vida, para ir, y venir, y experimentar una aventura como la de las películas y de rebote, si la suerte la acompañaba, volver a casa incluso un poco más rica.
¿Qué haría?, se preguntó, ¿terminaría por decirles a los chicos y a su Negro en qué había consumido ese tiempo que ellos creerían perdido en tediosas negociaciones con el ayuntamiento?.
Si la cosa salía mal, desde luego que no.
Pero ¿y si hallaban el
Achille
?. ¿Y si lograba dar con el tesoro?.
Camila era consciente de que la travesía que iba a emprender podía ser una de las decisiones más arriesgadas de las adoptadas a lo largo de su más de medio siglo de existencia, pero tenía ganas de reinventarse a sí misma. ¿Por qué no lanzarse a esta gesta si, excepto dinero, y de eso iba sobrada, no tenía nada que perder?.