—Sí, primero cena de negocios y luego lo demás. Sé discreta y ya sabes, sumisión absoluta y todo lo demás. Si te portas como debes, hasta te puede caer una joyita o algo similar.
—Ya, claro. —Y como no parecía haber más instrucciones que esperar, colgó y se dirigió por segunda vez al baño. Tenía mucho por hacer.
En la cocina, a través de la ventana entreabierta, además de los chillidos de alguna gaviota perdida, comenzaron a llegar los sonidos de una ciudad que se desperezaba después de la tarde de siesta y sol en las hamacas de la playa. Ruidos de música y mesas y sillas metálicas que los camareros, diligentes, comenzaban a limpiar y colocar cuidadosamente en las terrazas y, también, alguna nota chill-out amortiguada que ya los disc jokeys comenzaban a pinchar para calentar el ambiente.
«Más fiesta —pensó Saskia mientras abría el grifo de la ducha—, más carne, más sexo, más alegría y pasión. Más marcha.
«Y también más pena, más vergüenza, más humillación y dolor.
«Más diversión para los que pueden pagarlo, para el que vaya a disfrutar de mí sin culpa ni pecado. Para mí, más desgracia».
Lola acababa de terminar de colocar la última vela en el comedor. Durante buena parte de la tarde había estado pensando en cenar esa noche especial, la de la despedida, fuera, en la terraza, pero la ligera brisa que se levantó al caer la tarde la hizo desistir por miedo a que los niños se enfriaran. Además, al final, la decoración había quedado mucho mejor dentro. Ahora la estancia parecía la gruta de un cuento adornada por mil luciérnagas mágicas que eran, en realidad, las velitas sobre la mesa y el aparador. A todo ello había añadido las guirnaldas de diminutas luces blancas que usaba en Navidad, colgadas sobre los marcos de los cuadros que adornaban las paredes de la habitación. Probó a apagar la lámpara principal y comprobó el efecto que transformaba el habitáculo en una especie de cueva del tesoro. Sonrió satisfecha, la cena de despedida iba a resultar genial.
Oyó el ruido de la puerta principal al abrirse. Sin necesidad de volver la cabeza supo que se trataba de su hijo. Al poco, un sonido sordo se lo confirmó. Meneó la cabeza resignada. Desde su más tierna infancia, Aitor repetía, día tras día, el mismo gesto, primero con la cartera llena de cartillas escolares y ahora con su maletín lleno de expedientes, sentencias y procesos.
—Aitor, ¿no tienes un modo mejor de deshacerte de tu maletín que tirándolo de cualquier modo contra el suelo?.
—Lo siento, mamá —le llegó su respuesta amortiguada desde el cuarto de baño, donde suponía que estaría lavándose las manos.
—¡La cena ya está lista! —gritó ella por toda respuesta, bien alto, para que pudieran oírla sin dificultad sus nietos, que andaban en su cuarto compartido echándose unas partiditas a la Play Station, o la X-box, o la Wii, o comoquiera que se llamaran esos aparatos que no alcanzaba a diferenciar.
Se dirigió a la cocina a por los entrantes y la ensalada; se quitó el delantal, rescató su copa de vino abandonada sobre la encimera y, cuando regresó al comedor, sorprendió a su hijo en uno de esos instantes de contemplación en que uno cree estar a solas y muestra su cara verdadera al mundo sólo porque se está seguro de que nadie le observa.
Se había sentado en una de las butacas de mimbre de la terraza, a la que se llegaba desde las enormes cristaleras del salón-comedor, ahora abiertas, y contemplaba con el ceño fruncido los tejados y las antenas del cielo ya oscuro de la ciudad. Parecía serio, y agotado. Y también, intuyó de alguna manera, derrotado.
—Hijo, ¿estás bien? —preguntó.
—Sí, únicamente algo cansado. Son duros los preparativos de un viaje como este.
—Por supuesto —aceptó Lola, haciéndose la tonta. A una madre no se la engaña, y menos a una perspicaz periodista como ella, tan habituada a entrevistar a políticos y toda suerte de embusteros profesionales. Por eso optó por cambiar de tema, para buscar un modo mejor de tirarle de la lengua—. ¿Qué tal en el despacho?. ¿Dejas muchos temas pendientes?.
—Pocos, pero uno me inquieta especialmente. He dejado a Roberto a cargo de él.
—Es un buen chico.
—Sí.
—Y un excelente amigo.
—El mejor.
—Y se le ve muy colgado con Jimena.
—Sí. Eso también —respondió con algo más de dureza. De pronto alzó los ojos y los clavó en los de su madre.
—¿Y ya te has despedido de todos? —se hizo la loca, como si no advirtiera el peso de su mirada.
—Sí —respondió a regañadientes, como cuando era un adolescente y esquivaba su pregunta para no tener que confesarle en qué pasaban él y sus amigos el tiempo durante tantas y tantas lloras en la calle. O cuando se resistía a revelarle que había comenzado a fumar, pese a que ella le echaba en cara, primero con suavidad, después con dureza, que sus prendas olían tanto a humo que era imposible seguir haciéndose el loco porque su travesura ya no se podía ocultar.
—De Jimena también, supongo.
—Sí.
—¿Y cómo está? —preguntó intentando parecer despreocupada—. La otra tarde, cuando fui a hablar con Jorge, quise saludarla, pero salí con tanta prisa que no pude hacerlo. Me hubiera gustado verla.
—Está bien, como siempre, ilusionada con un nuevo caso.
—Y con Roberto.
—Sí, con Roberto también.
Le oyó bufar, de evidente malhumor, y temió que fuera a dedicarle algún reproche. Por fortuna, Nekane y Jon llegaron corriendo y gritando. Excitados la reclamaron para explicarle cómo durante una de sus partidas uno había machacado al otro y le dijeron qué hambre tenían y qué ganas de cenar y les preguntaron por qué no se animaban luego a jugar con ellos, después, antes de irse a acostar.
Lola, sin embargo, siguió contemplando a Aitor por el rabillo del ojo, con su atención dividida entre sus nietos, la intendencia de la cena y él. Le preocupaba su seriedad, esa sonrisa falsa que llevaba como una máscara sobre la cara y que únicamente se iluminaba de verdad al contemplar o escuchar a sus hijos, que siguieron parloteando y contándoles sus aventuras de ciencia ficción y ciberespacio durante todo el tiempo que estuvieron sentados a la mesa. Luego, al terminar, mientras se deleitaban terminando el vino que quedaba en sus copas, pudo arañar un par de minutos más, a solas los dos, para seguir estudiándolo en un plácido silencio. Los niños habían vuelto a su habitación con sus peleas domésticas sobre muertes y disparos y baños en la piscina y pelotas que no podían bajo ningún concepto ser compartidas.
—¿Hay algo que te preocupe, Aitor?.
—¿Qué? —preguntó saliendo de su ensimismamiento—. No —volvió a mentir—. Solo estaba repasando mentalmente el estado de la embarcación. El motor no es nuevo, pero está en muy buen estado. No creo que me deje tirado y, si en un cúmulo de desgracias llegara a ser así, siempre podría regresar a tierra usando exclusivamente la vela.
—Por supuesto. No tendrías que darle tantas vueltas. Yo estoy muy tranquila. Confío en tu pericia —mintió Lola, así como él mentía. ¿Qué se creía, que podía engañarla con toda esa palabrería sobre barcos, velas y motores?. No, concluyó. Estaba segura de que había algo más. Y también, para su desgracia, de que no iba a ser capaz de hacérselo confesar.
—Gracias.
Aitor se enfrascó de nuevo en su silencio obstinado.
—Por cierto, esta tarde llamó Maika. —Ahora sus labios se arrugaron en una mueca de desagrado—. Tendrías que telefonearla antes de partir, para despedirte, ¿no crees?.
—Ya lo haré mañana, desde el tren.
—Podrías hacerlo ahora, aún no es tarde.
—Sí, lo es. —Y en el hastío de su voz adivinó todo lo que ocultaba y sugería esa frase cargada de doble sentido.
Y no pudo soportarlo. Aunque estaba acostumbrada a encarar los problemas, y las consecuencias de sus actos, esa noche se sintió desbordada, sin fuerzas, y pensó una vez más si no se habría equivocado, y una vez más le faltó valor para preguntárselo. No porque temiera la pregunta, sino la respuesta.
Podría preguntarle: «Hijo, ¿te arrepientes de algo?», y esperar que, por compasión, él se decidiera a mentirle una vez más, a asegurarle que estaba agotado y sólo quería viajar para descansar y vivir nuevas experiencias, no para olvidar, para huir de un pasado desgraciado, de amores rotos, que tal vez nunca lo fueron, y de caminos equivocados.
Sí, podría hacerle esa pregunta, y creerse la previsible respuesta, y fingir que no veía en sus ojos esa desazón, ese rastro de desánimo que amenazaba con minarlo cada día un poco más. Podría, pensó Lola, volver a intentarlo, hacer la misma pregunta una noche más. Pero, en realidad, a quién quería engañar, de qué servía seguir representando el mismo teatro cuando la correcta era: «Aitor, ¿te arrepientes de haberme hecho caso?».
Regresó con la cabeza baja a la cocina con la excusa de ir a prepararse un té y, allí, sola, permaneció escondida un largo ralo, haciéndose a sí misma sus propias preguntas. Estaba convencida de que había hecho lo correcto y que, de haber tenido la oportunidad ahora, volvería a dar los mismos consejos, a insistir para que tomara las mismas decisiones paso a paso.
Aitor, su hijo mayor, siempre quiso ser un «picapleitos». Lola recordó que desde muy pronto, aún casi sin llegar a la adolescencia, ya usaba ese término para referirse a lo que quería que fuera su oficio, una expresión desdeñosa que utilizaba su padre, el difunto Jon, ingeniero naval de profesión al que los abogados no le merecían ninguna consideración. El día en que su hijo, tal vez por un cierto afán contestatario, le comunicó su deseo de ser abogado, él adoptó ese término para referirse a la que ya desde bien pequeño fue la vocación de su vástago. Y es que Aitor siempre demostró, ya desde sus primeros años, ser de ese tipo de personas que se sienten dolidas por las injusticias.
«Eres un defensor de causas perdidas», le reprochaba ella, a veces con cariño y otras con un cierto sarcasmo, fruto del exacerbado escepticismo con el que la vida y los palos la habían impregnado. Pero, al margen de burlas intrascendentes, lo cierto es que siempre había admirado con irreprimible ternura los esfuerzos infinitos de su hijo por ayudar a cuanto niño se encontraba en problemas y cómo estos, con los años, fueron alcanzando cotas de compromiso mucho más grandes.
La urbanización en la que creció Aitor era una zona residencial, con mucho verde y olmos altísimos, protegida por una muralla de piedra y una entrada y una salida controlada por sendas barreras en lo que, hace más de dos décadas, eran las afueras de la capital. No lejos de aquella fortaleza existía una barriada obrera habitada, en casi su totalidad, por inmigrantes venidos de otras regiones españolas deprimidas económicamente. Esta era una zona vetada, terminantemente prohibida para la gran mayoría de los niños de la urbanización, a los que sus padres impedían no ya trasladarse a jugar allí, sino, incluso, jugar con alguno de aquellos niños a los que muchos de ellos estúpidamente consideraban «de segunda clase». Aitor, sin embargo, libre de estas restricciones, acostumbraba, al finalizar la jornada escolar en el elitista colegio privado en el que él y su hermano estaban matriculados, a correr al descampado situado en tierra de nadie, entre la zona obrera y el muro de la urbanización, a jugar al fútbol con los niños del instituto público. Decía que con ellos se lo pasaba mejor. Los otros, argumentaba, eran unos estirados.
Jon y Lola siempre fomentaron en él este afán de superación de las diferencias. Eran conscientes de que Aitor y Nacho, al igual que otros chicos de su privilegiado entorno, corrían el riesgo de crecer ajenos a la realidad, protegidos no ya por sus familias, sino por una sociedad demasiado artificial como para reconocer la crudeza de la supervivencia, la miseria que afectaba a tantas vidas, las dificultades para llegar a fin de mes o la decadencia de contar con algún ser querido hundido en el submundo de la dependencia.
Así, en ese pequeño oasis inventado en el que de vez en cuando, muy raramente, se colaba algún que otro ser desdichado, en el que los conductores o jardineros o las señoras de la limpieza venidas de tierras lejanas eran casi invisibles, en ese paraíso de disfraces, Aitor abría las puertas de la casa de sus padres a los hijos de las costureras y los mecánicos y se consideraba afortunado por poder compartir su merienda y sus juegos con los estudiantes del instituto público y, por supuesto, con Jorge y Roberto. Este último también crecía y se educaba bajo la misma influencia y con similares libertades alentado por sus progenitores, que consideraban, frente a la mayor parte de los miembros de su círculo y vecindario, que era una suerte que su hijo pudiera contar con amigos diferentes a los habituales de su entorno que le abrieran los ojos a situaciones vitales que de otra forma no hubiera podido comprender. Estaban muy lejos de considerarlos, más bien al contrario, influencias negativas para su vástago.
Con estos antecedentes, no fue raro que, al terminar el bachillerato y el COU, tanto Aitor como Roberto y Jorge, reconvertido a la causa social desde su experiencia en el campamento africano, optaran por la Facultad de Derecho. Y allí, recordó Lola, conocieron a una chica preciosa, lista y trabajadora, una estudiante becada cuya familia vivía en un lejano pueblo de Castilla, que se desenvolvía perfectamente sola en la gran ciudad y trabajaba por las tardes en unos grandes almacenes para pagar el alquiler de un piso que compartía con otras chicas.
Los tres quedaron fascinados por ella, por su arrojo, por su sinceridad, por esa valentía que nacía de la necesidad, y Jimena pasó a formar parte de su grupo. Como amiga, se decían entre ellos, pero cada uno albergaba en secreto el anhelo de llegar con ella a algo más.
Pasaron los años, se sucedieron los cursos y los cuatro, los tres amigos y ella, seguían siendo inseparables. Lola, y le constaba que Thomas y los padres de Roberto opinaban lo mismo, agradecía la buena influencia que ejercía en los chicos. Jimena les ponía los pies en la tierra, les recordaba constantemente que no todos tenían sus mismos privilegios, les hacía ver las cosas desde un punto de vista femenino, evitando que cayeran en los excesos de confianza y la cerrazón que la camaradería masculina y la amistad de tantos años podía originar en ellos. Y también les picaba, les hacía competir, les obligaba a ser mejores, a alcanzarla académicamente, pues siempre era ella la que sacaba mejores notas pese a ser la que tenía que robar horas a los estudios para trabajar, la que hacía la compra y limpiaba su piso y se pagaba sus propias facturas.