Menos mal, eso sí, que en sus asuntos de pantalones no se metían y la dejaban en paz. Solo faltaría. Y ese pensamiento la llevó a su Negro.
Qué majo era al principio, y qué excitante llevar lo suyo en secreto, y su ardor en la cama, y esa pulsión dominante, controladora de su carácter que en los primeros tiempos tanto la estimulaba. Nunca lo hubiera pensado, pero ahora, a la luz de los hechos y los recuerdos, llegó a la conclusión de que si le gustaba sentirse dominada, incluso se atrevería a decir que sometida, era porque siempre, desde pequeña, había hecho con los hombres lo que le había venido en gana.
Por eso, tal vez, no estaba tan mal todo ese control que ella atribuía a su carácter de macho español, y fue feliz mientras achacó las preguntas, el con quién entras, el cuándo sales, el adonde vas, a los celos y al temor a perderla.
Luego, claro, comenzó a volverse algo pesado, pero formaba parte de él, era su modo de ser y no parecía que hubiera modo de cambiarlo. Decidió adaptarse y soportarlo porque, francamente, le daba interés a su vida, la alejaba del aburrimiento y, sí, también había que reconocerlo: nunca había tenido un sexo tan bueno.
Pero ahora, con todo lo que sabía, con lo que ella misma había visto, todas esas noches sin dormir, y los recuerdos de su travesía en alta mar acumulados en su memoria solapándose con las frases dichas a medias, como sin querer, y las llamadas a deshora y las ganas de saber, al fin lo comprendía todo. Sus preguntas insistentes cada vez que se iba de viaje, su empeño obsesivo por controlar sus citas y entradas y salidas y esa manera furtiva pero implacable de registrar su bolso o sus cajones con cualquier excusa. Recordó un día que la excusa fue la búsqueda de pañuelos de papel, querida, como le explicó cuando le pilló in fraganti al salir de la ducha antes de lo que él había previsto; otra tarde preguntando dónde estaba su encendedor, «que no doy con el mío», comentó sin inmutarse cuando le descubrió con las manos dentro de su bolso; «¿y no te importa que revise el correo desde tu ordenador, que estoy esperando un mensaje importante de un socio?», como dijo cuando le encontró en su despachito con el ordenador encendido y el correo,
su
correo, abierto… Chasqueó los dientes impaciente y se avergonzó de haber sido tan, pero tan rematadamente tonta. Ni que fuera una quinceañera epatada ante su primer novio, ni que nunca hubiera tenido amantes, ni que no supiera lo que era que le echaran un buen polvo.
De acuerdo, su Negro era ardiente, y atento, y joven, y bello. Pero no tanto.
O no tanto, al menos, como para perder el juicio por él, como para implicarse en las suciedades de sus asuntos, como para dejarse saquear y hacer la vista gorda ante sus desmanes y abusos.
Porque a ella, a Camila, no la saqueaba, no la utilizaba, no le mentía ni la chuleaba nadie, por muy abogado y brillante hombre de negocios que fuera.
Daba vueltas en la cama y le daba, también, vueltas y más vueltas a la idea, que primero fue la vaga sombra de una intuición y, después, tras horas y horas en vela, una certeza.
Solo podía haber sido él.
Lo recordó todo, punto por punto, paso a paso, y por más ángulos que buscó para analizarlo, no fue capaz de dar con otra conclusión.
Aun así, se dijo, resistiéndose de nuevo a la ignominia, a la humillación de saberse engañada dentro de su propia casa, volvió a aquellos días en Cádiz una vez más y sí, allí estaba él, recorriendo la casona familiar y abrazándola, y besándola, y mordiéndole el cuello, jugando a indios y vaqueros como un niño hambriento que la perseguía por todas y cada una de las estancias polvorientas. Pero siempre dejaba que tuviera una cierta distancia, una pequeña ventaja lo suficientemente amplia como para que ella, que conocía perfectamente la casa y cada uno de sus rincones más oscuros y secretos, se escondiera.
De pronto no fue a por ella. Agazapada tras una armadura esperó durante un buen rato, primero conteniendo la risa, después sintiéndose ridícula, hasta que se dio cuenta de que él no iba a ir a buscarla. «Se ha olvidado de mí», pensó al principio, molesta e insegura como una candorosa novia enamorada. Luego lo pensó mejor y se le ocurrió que tal vez se hubiera perdido por alguno de los largos y tortuosos corredores en penumbra, y decidió invertir el juego, y salir de su escondrijo para buscarlo, divertida primero por ser ahora la que perseguía, algo alarmada más tarde al ver que él no aparecía por más voces que diera a lo largo de la enorme mansión vacía.
Finalmente lo encontró, estaba sentado en el antiguo escritorio de nogal de la biblioteca, había logrado abrir las pesadas contras de madera del gran ventanal para procurarse un poco de iluminación y, absolutamente abstraído, observaba embelesado uno de los volúmenes más antiguos de la colección de su abuelo, primorosamente encuadernado.
Consciente de su olvido imperdonable, arrepentido por la ofensa de cambiar su compañía por la de libros viejos más ajados que ella, bien que se procuró que le perdonara. Se dedicó a excusarse alegando su pasión por los libros, lo fascinante de su casa, lo maravilloso de su biblioteca. «El suelo aquí no parece tan polvoriento; amémonos un poco, dejémonos llevar, entre tanta sabiduría de siglos, por algo más vivo y más intenso, como el deseo», propuso.
Y ella, ridícula, halagada, soberbia, mimosa, se dejó querer sin sospechar que posiblemente en ese largo rato en que vagó a su antojo sin vigilancia, tuvo tiempo no sólo de mirar los libros, sino también el escritorio, y todo su contenido, y el cajón secreto y a saber cuántas cosas más.
Camila sintió que le lagrimeaban los ojos, pero no de pena ni desconsuelo, sino de ira contenida, al recordar cómo, al día siguiente de la romántica visita a la casona familiar, instalados ya en su lujoso apartamento frente al mar, su Negro encontró la manera de librarse de ella toda una mañana entera. «Vete de compras, querida, yo invito», y le tendió su tarjeta con una sonrisa de zorro que en aquellos momentos, avara, inocente, frívola, pensando sólo en ampliar su armario y en los escaparates de sus joyerías preferidas, le pareció el colmo de la galantería.
Y se fue toda la mañana. Él le explicó que sabía que la entorpecería si la acompañaba y, además, se encontraba algo cansado y, además, tenía que hacer unas llamadas a Madrid, y prefería ducharse y afeitarse sin prisas. «Te esperaré aquí, mi amor, no sientas remordimientos, vete tranquila», susurró.
Cómo fui tan incauta, volvió a decirse ella, casi a punto de gritar sola en su cama en medio de la madrugada. Se quedó solo con todas las llaves de la casona a su disposición. Qué poco le habría costado bajar a hacer una copia y volver luego, cualquier día, con toda la calma del mundo, y entrar en la casa, en su casa, en la casa de su abuelo, y asaltar a sus anchas sus recuerdos y secretos.
«Tengo un viaje, querida, ya sabes, qué lástima, mis negocios en Málaga, mis socios pasan de todo y no me queda más remedio que ir yo hasta allí a supervisar…»
«Sí, a supervisar, pero lo mío», rabió Camila enredada entre las sábanas arrugadas.
Se sentía tan dolida, tan arrepentida por haber confiado, tan rematadamente lela por haberse dejado llevar por él… Con lo contenta, con lo independiente que se parecía a sí misma cuando encontró la carta de Gravina, y se puso a investigar, y montó la expedición marina. Con todo lo que había pasado durante la travesía. Con todo lo que había hecho y visto y los remordimientos posteriores y el dinero perdido…
Porque no había ningún barco que saquear, por supuesto que no, sólo una cáscara vacía de nuez. Y es que todo, absolutamente todo, ahora lo comprendía, ya se había encargado de saquearlo él.
—¿Jorge?. Soy yo —dijo Roberto—. Te llamo para que estés tranquilo. Ayer acabamos de declarar a las tantas, pero estamos bien.
—¿Habéis visto los periódicos?.
—No, ¿por qué?.
—Hablan de ti, de vosotros, del intento de asesinato de Jimena, de la conexión entre el difunto Wiren, Cardoso y Puertoareas, de que el mercenario detenido, con varias costillas y un brazo y una pierna rota por la caída, ha confesado que fueron ellos quienes le ordenaron eliminarla porque con sus indagaciones sobre Aitor se estaba acercando demasiado a sus tejemanejes… Pero agárrate, lo peor es que ese tipo había estado en Madrid, ¡y nos tenía vigilados!
—¿Fue él quien intentó matar a Aitor?.
—Toma, claro.
—Pues entonces me arrepiento de no haberle matado.
—No digas chorradas, sabes que eres incapaz de hacerlo… ¿Y la niña, dónde está?.
—Aquí, conmigo.
—¿Vais a volver ya?. Todos estamos como locos por veros.
—No, creo que vamos a quedarnos unos días por aquí. Este hotelito es encantador… Oye, Jimena acaba de despertarse. Te dejo.
Jorge suspiró algo frustrado. Le hubiera gustado hablar con Jimena, pero estaba seguro de que Roberto había pensado en formas mejores de entretenerla. Satisfecho por saber que se habían reconciliado, tomó el teléfono y marcó esta vez el de su casa, para llamar a Paloma y tranquilizarla. Luego tendría que llamar a Lola, pensó, y sintió una leve punzada de dolor en el pecho al pensar que, posiblemente, sería con Thomas, con su padre, con quien ella preferiría celebrar las buenas noticias.
Qué más daba, se encogió de hombros. Siempre había sido un amor platónico, inalcanzable, inaccesible… Paloma, en cambio, era real, y posible, y cercana.
Y sólo le sacaba cinco años.
Camila se levantó razonablemente temprano aquel sábado pese a lo poco que había dormido. De tantas horas como había pasado en blanco, había terminado por aborrecer la cama, de modo que llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era espabilarse y, tal vez, relajarse nadando unos largos en la piscina. Después, a media mañana, tonificada, duchada y razonablemente despierta, pidió por fin que le sirvieran el desayuno. Y que esta vez estuviera bien cargado el café.
Se encontraba saboreando un zumo de naranja recién hecho y hojeando el periódico con desgana cuando llamó su atención un nombre en un titular que hablaba del desmantelamiento de una red de prostitución de alto standing en Estepona. Leyó la noticia con un leve interés primero y, a medida que se adentraba en la lectura, con avidez. Hubo un momento en que se sintió enrojecer por el bochorno, más o menos cuando iba por la mitad del extenso reportaje realizado con una exhaustiva labor de investigación y recopilación de datos en torno a los tres socios que dominaban toda aquella organización destapada a raíz del intento de asesinato de una abogada. También hablaba de una extensa y bien articulada red de tráfico de drogas y blanqueo de dinero. Pero luego, al final, cuando hubo concluido la lectura y cerrado el periódico, le dio por reír, con unas carcajadas tan sonoras y, como más tarde las describiría el mayordomo al resto del servicio, liberadas que este temió que se hubiera vuelto loca.
No lo estaba, por supuesto. Pero ya sabía cómo organizar su venganza.
En el diario se contaba que los cabecillas del negocio eran tres, que a menudo viajaban a la costa para «probar» en persona a sus chicas y que, de ellos, dos estaban plenamente registrados y fichados: uno era el difunto Joaquín Wiren, y el otro un tal Cardoso del que ella, en múltiples ocasiones, había oído hablar. Al parecer, este se había dado a la fuga, alertado por un soplo proveniente, con casi plena certeza, de algún miembro corrupto de la policía de Málaga. La dificultad para dar con él y hacerlo declarar había impedido de momento identificar al tercer miembro, al socio que faltaba. Presumiblemente, era el cerebro financiero y legal y, por tanto, mucho más inteligente y prudente a la hora de hacer desaparecer toda referencia a él en los papeles y registros y, también, de dar la cara entre los empleados.
Sí, reconoció Camila, ese tercer socio sin duda era mucho más discreto. Pero a ella no había podido engañarla, tras tantas noches compartidas, y conversaciones al teléfono mantenidas en su presencia seguro de que no se iba a enterar de nada; y tras tantas confidencias reveladas sin querer, más por buscar su admiración y reconocimiento que por pensar que podría atar cabos en torno a sus actividades.
—¡Julián, el teléfono! —exigió, animada de pronto.
Y mientras el mayordomo llegaba y atendía a sus requerimientos, se relamió como una gata que acabara de zamparse un ratón. Levantó su zumo de naranja haciendo un remedo de brindis que sólo ella entendió. Su sirviente no pudo oírla, pero ella, en voz muy baja, sólo para sus adentros y un interlocutor imaginario decía:
—Enhorabuena, mi Negro, tras tanto viaje a Estepona para comprobar el estado de tu negocio, tras tantas mentiras y engaños, al fin vas a tener tu merecido. Querido José Luis —casi declamó—: Esta vez no vas a salir indemne. Por los cuernos que me has puesto, por robar mi barco, por mentirme y utilizarme, te juro que vas a caerte con todo el paquete.
—Aquí tiene, señora. —Julián, como siempre, le ofreció el teléfono, como las cabezas de los enemigos en tiempos antiguos, en bandeja de plata.
—Muchísimas gracias, Julián —gorjeó Camila. Y asiéndolo con fuerza y reflexionando sobre a qué periódico llamar primero, se dispuso a marcar reprimiendo una nueva carcajada.
—¡Puta vieja de los cojones! —gritó Martínez sin poder contenerse, dando patadas a todos los muebles inmensamente caros de su salón—. ¡Maldita vieja de los huevos! —bramaba, estrujando el periódico entre las manos.
Allí estaba todo: su nombre, sus datos, sus relaciones con Cardoso y Wiren, las cuentas conjuntas, las sociedades fundadas, los casos en que les había defendido… Hasta el concurso de acreedores de Continental, S. A.
Estaba seguro, no, estaba completamente convencido de que Camila no sabía ni la mitad de todo lo que había sido publicado, pero sí de que fue ella quien tiró del hilo.
Solo podía ser ella quien, alertando a la prensa, dando su nombre, sacándolo del armario del anonimato, había destruido todo aquello por lo que había luchado tanto: su nombre, su honor, su prestigio.
Lo que no terminaba de entender era por qué lo había hecho… ¿Por despecho al saber lo de su negocio de prostitución?. ¿Porque había descubierto al fin lo del barco hundido?. ¿O quizá, simplemente, porque como buena niña —o en este caso vieja, se dijo— mimada, se le había acabado el capricho?.