Y, en cuanto a él mismo, ahí estaba, velando su sueño. El de su hermano. Su rival. Su amigo.
¿Qué estaría pasando ahora en la otra vida?, se preguntó.
¿Habría sucedido el mismo accidente en esa vida paralela que vivían Aitor y Jimena dentro de su cabeza?.
No, se respondió, seguro que estarían pasando el verano en su chalecito de la costa, con los niños y hasta con Lola. A Aitor jamás se le ocurriría ir a bucear solo teniéndola a ella. Y, de algún modo extraño, Roberto se sintió culpable por existir, por ocupar su lugar, ese que desde el primer día en que la conocieron le estaba destinado.
«Si yo no estuviera con Jimena, Aitor no se habría echado a la mar», pensó. Y se mordió los labios llevado por el remordimiento, con tanta fuerza que llegó a provocar que sangraran sin reparar en lo que estaba haciendo.
—Estás… sangrando…
Roberto pareció oír una voz en sueños, entre la bruma de sus pensamientos. Miró hacia la cabecera de la cama y allí estaba, observándole con los ojos abiertos como platos.
—¡Cono, qué susto! —exclamó atolondrado, alegre y nervioso, sin pensar en lo que decía—. Thomas dice que estés tranquilo, que necesitas reposo, pero estás bien; tú tranquilo, en unos cuantos días te repones del todo. Tu madre está durmiendo en su casa, lleva una semana aquí, sin moverse de tu vera y hoy por fin, como te han bajado a planta, ha aceptado ducharse y comer como es debido y descansar y… Mierda, qué frenético estoy, me perdonas, ¿verdad?. Es que es una impresión del copón verte despierto, perdóname —volvió a decir—, con este atolondramiento seguro que te estoy liando y… —De pronto cayó en la cuenta—. ¿Estás bien?. ¿Necesitas algo?. ¿Dónde narices estará Thomas?. ¿Y la enfermera?. ¡Enfermera! —Y riendo y temblando se puso a gritar como un loco hasta que se dio cuenta de que no eran necesarias las voces, de que bastaba con pulsar el timbre junto a la cama.
No tardó en llegar una enfermera que se acercó a Aitor, que ahora balbuceaba expresiones sin sentido o ininteligibles para Roberto, para la enfermera y para cualquiera. Quizá porque tras tanto tiempo entubado no podía vocalizar con claridad, quizá porque estaba desorientado.
La enfermera midió su tensión, la temperatura corporal, las pulsaciones…
—Está bien —informó a Roberto, visiblemente alterado—. Pasaré cada media hora a controlarlo para ir viendo cómo reacciona. No le hable, no reclame su atención. Lo más probable es que esté agotado.
Efectivamente, en cuando ella se marchó, Roberto se acercó a Aitor y comprobó que seguía ofuscado y le costaba articular cualquier sonido o palabra. Casi no era capaz de mantener los ojos abiertos. Los párpados, muy inflamados, le pesaban y los ojos se le cerraban sin querer.
—Duerme, amigo —le susurró dulcemente con una sonrisa alentadora, y le acarició con cuidado la cabeza, despeinándolo con los dedos como si fuera un niño—. Duerme tranquilo, yo estaré aquí, no me iré de tu lado. Me quedaré contigo todo el tiempo que haga falta.
Tal vez Aitor le entendió, cómo saberlo. Gesticuló ligeramente en lo que parecía un intento de sonreír y se dejó absorber poco a poco por la calidez de las sábanas blancas. Su cabeza y sus hombros reposaban sobre confortables almohadas y en escasos cinco minutos su respiración se hizo regular y se estabilizó.
Roberto, entonces, decidió aprovechar lo que quedaba de noche. Regresó al típico y odioso sillón de hospital y, despotricando de nuevo contra él, se acomodó como pudo hasta dar con una posición aceptable para echar una cabezada.
No tenía ni idea de qué hora sería, tal vez las tres o cuatro de la madrugada, cuando Roberto, en ese sueño inquieto, entre la vigilia y la duermevela, oyó un extraño sonido. Era Aitor, se había incorporado y de su garganta salía algo parecido a un quejido. Lo conocía tan bien que fue capaz de entenderlo incluso sin palabras. Roberto pudo intuir con total claridad que su amigo le pedía una explicación. Se irguió de su asiento y reprimió un leve gesto de fastidio al intuir el dolor en su cuello, fruto de una mala postura. Aun así, frotándoselo con una mano, intentando pasarse la otra por el pelo alborotado, sintiendo las legañas acumuladas en los lagrimales, se acercó a su amigo para calmarle:
—Bienvenido. No me preguntes qué te ha pasado porque no lo sé. Estás en el hospital desde hace ocho días y te atiende Thomas, que no duda de que tu recuperación será completa.
Como sus ojos seguían clavados en él, continuó hablándole:
—Tu madre está en casa, descansando. Ha estado toda la semana aquí, sin moverse, cerca de ti, cuidándote. No tienes nada grave, no estés preocupado…
Aitor alzó levemente la mano y giró la cabeza para mirar en dirección a la mesilla junto a la cama.
—¿Qué quieres? —preguntó Roberto, y ante su insistencia y sus gestos al fin lo comprendió—. ¿Agua?.
Dudó un instante, no sabía si era conveniente dársela, pero pronto dedujo que era evidente que si las enfermeras la habían dejado allí, y claramente Aitor era el único paciente de la habitación, sería porque ya le estaría permitido beber. Vertió una pequeña cantidad en un vaso de plástico y lo sostuvo con cuidado mientras su amigo se inclinaba para beber.
—Despacio, con cuidado, no te vayas a ahogar precisamente ahora —bromeó. Roberto se hallaba profundamente enternecido, y también conmocionado, por su debilidad.
En cuanto hubo terminado de beber, Aitor comenzó a respirar con más tranquilidad y, al poco, algo después de que Roberto encendiera la luz y se sentara expectante a su vera, en el borde de la cama, a carraspear para recuperar el dominio de sus cuerdas vocales.
—Quiero… —comenzó a decir con voz vacilante.
—Déjalo —le interrumpió Roberto—. No te fuerces, no hables, cualquier cosa que quieras decirme puede esperar a que estés mejor.
—No… —insistió con firmeza—. Debo hacerlo… Cuando acabas de despertarte es cuando recuerdas mejor tus sueños… Por eso quiero contarte todo lo que he memorizado desde que salí de puerto hasta que alguien me hizo… —volvió a carraspear y a toser ligeramente— perder el conocimiento.
Roberto comprendió que los deseos de su amigo no eran tal, sino una necesidad, un desahogo que le venía de dentro; una confesión de lo vivido para purgarlo, una crónica que debía revelar cuando Aitor quisiera y que él sólo debía procurar escuchar con todo el respeto y la atención que merecía el drama vivido, de cuyo relato él iba a ser un honrado receptor.
—Vale —aceptó—, cuéntame lo que quieras, pero prométeme que te detendrás si comienzas a sentirte mal.
Y como su amigo hizo un gesto de asentimiento, después de darle un poco más de agua se acomodó algo mejor a su lado y, acercando su oído a su boca, para que no tuviera que forzarse demasiado, prestó atención a los susurros de Aitor, que acababa de comenzar su narración:
—Tú sabes que soy muy riguroso, incluso en exceso, por eso desde el mismo momento en que salí del puerto extremé las medidas de seguridad. Era consciente de que iba solo y estaría a más de cien millas de la costa. En el barco no faltaba comida, ni combustible, ni piezas de repuesto…
—No tienes que justificarte —le interrumpió Roberto—. Nadie podía predecir lo que iba a pasar, pero ninguno de nosotros, te lo garantizo, ha dudado jamás de tu prudencia y responsabilidad y…
Aitor levantó la mano para exigirle silencio. Llevó un dedo tembloroso a los labios de su amigo y le pidió con los ojos que callara y detuviera su retahíla de justificaciones; no hacían falta.
Luego, en cuanto Roberto se calló, tras tragar saliva y aclararse la garganta nuevamente, siguió contando su historia:
—Dentro de la cordillera Gorringe mi destino concreto era, él día de mi naufragio, la montaña submarina de Gettysburg, a unos treinta o cuarenta metros de la superficie. Navegué todo el día anterior acompañado en la travesía por unas cuantas aves y, finalmente, con las coordenadas de las cartas marinas y con la sonda del barco, encontré un lugar que me pareció adecuado para fondear. Merecía un descanso, de modo que me tumbé en la colchoneta y contemplé el vuelo de los paíños sobre mi cabeza. Ya sabes… —sonrió—, son esos pájaros marinos pequeños y negros que tienen una mancha blanca en el obispillo de la cola, pasan toda su vida en alta mar y anidan en las rocas…
Tosió, se estaba explayando demasiado con los recuerdos felices antes de llegar a los desgraciados, pensó Roberto. Tal vez el propio Aitor se dio cuenta de que estaba eludiendo inconscientemente hablar del momento del accidente o lo que fuera que dio lugar a su situación actual, porque movió impaciente la cabeza a la espera de que se calmara su tos y, cuando recuperó el habla, retomó, sin divagaciones, el hilo de su relato.
—Amanecía cuando desperté. Tomé un poco de café que quedaba en el termo y comencé a preparar el equipo. Estaba emocionado, cargado de adrenalina, iba a
pasear
al fin sobre esas míticas montañas. Para mayor seguridad me tiré al agua con un cabo sujeto al de fondeo y ahí me llevé el primer susto: la corriente era muy fuerte y la visibilidad casi nula por culpa de las algas verdes, las más abundantes en el lugar. Sin embargo, a medida que continúe descendiendo, superado este primer nivel, pude observar numerosos peces ballesta, limón, sampedros, doncellas… Entonces alcancé la punta de Gettysburg y comprobé que se trataba de una montaña repleta de grietas, recovecos e irregularidades… El Gran Cañón del Colorado es una birria comparado con las profundidades de esa montaña… De pronto, cuando estaba sumido en esos pensamientos, observé algo brillante en el fondo de uno de los valles, me acerqué y lo cogí extrañado. Era una moneda que coloqué en uno de los bolsillos interiores del traje de neopreno y continué mi recorrido. Mi asombro fue mayúsculo cuando me topé con lo que parecía la boca de un túnel excavado en la roca que terminaba en una especie de explotación minera submarina en la que se desarrollaba una gran actividad. Vi buzos trabajando y algo parecido a un antiguo galeón… Estaba cavilando acerca del modo de adentrarme en ella sin ser visto cuando sentí un golpe por detrás y cómo alguien me quitaba la botella de oxígeno impidiéndome respirar. Lo siguiente que recuerdo es que desperté sobre el bote de mi Taylor, sin remos ni motor ni radio…
—Seguro que tus atacantes debían de tener un barco en la superficie para responder si se presentaba un problema bajo el mar…
—… Y probablemente estaría dotado de una cámara hiperbárica… Es necesaria para inmersiones por debajo de los cuarenta metros. Si no fuera así, yo debería estar muerto.
—Lo que no entiendo —volvió a interrumpirle Roberto— es por qué no te dejaron morir allí mismo y que te comieran los peces. Por qué te tiraron en tu bote y dejaron a tu alcance víveres y agua y hasta un salvavidas…
—Supongo que no serían unos asesinos… —elucubró Aitor—. Tengo que pensar, tengo que acordarme de más detalles, si lo pienso con detenimiento, si me concentro, podré atar todos los cabos…
—No te alteres —le interrumpió Roberto—. Has de descansar. Tienes que estar más recuperado, no vas a ganar nada dándole vueltas en la cabeza ahora. Lo que debes hacer es fortalecerte y dejarte querer. Hay un montón de gente que está deseando verte.
—¿Y mis hijos? —inquirió de pronto el convaleciente, como si, una vez que se hubiera quitado sus recuerdos de encima, ya pudiera ocuparse del resto de sus obsesiones y afectos—, ¿cómo están?, ¿cuándo podré verlos?.
—Tranquilo, tranquilo —repitió Roberto—. Quizá sea un poco pronto, estás francamente horrible con todas esas quemaduras y podrías impresionarlos. Vas a tener que maquillarte para no asustarlos.
—Me muero de ganas de abrazarlos… Siento tanto el susto que les habré dado… Que os he dado a todos…
—Deja ya de sentirte culpable —le reprendió Roberto con firmeza—. No voy a negarte que todos estábamos algo intranquilos y preocupados desde el mismo momento en que comenzaste a planear tu viaje. Tu madre nos ha confesado que todos los días rogaba para que apareciera en el último momento un nuevo concurso de acreedores de esos tan importantes que no pueden ser pospuestos ni rechazados para que te vieras obligado a quedarte y dejar para otra ocasión ese viaje, preferiblemente un momento en que pudieras hacerlo acompañado. La suerte, ya se ve, no estuvo de su lado. Aun así, y como eres un padre responsable que casi todos los días te comunicabas con tus hijos, estábamos medianamente tranquilos, y nos habituamos a recibir las llamadas de Lola en las que nos aseguraba que todo iba bien… Hasta que un día no hubo forma de contactar contigo. Esperamos un tiempo razonable, y al ver que transcurrían las horas sin saber nada de ti se activaron nuestras alarmas.
—Pero no tenéis ni idea de navegación, ni sabéis cómo contactar con la radio ni…
—No somos tan torpes como crees. Durante meses estuviste dando tanto la brasa con tu viaje que al final nos dimos cuenta de que lo sabíamos todo sobre él. Conocíamos el itinerario, el lugar de fondeo… Lo más duro fue esperar el tiempo preceptivo antes de hacer la denuncia, pero te juro que una vez rebasado no más de un minuto el plazo de espera, ya estábamos comunicando lo sucedido a la Comandancia de Marina de Cádiz, que se puso en contacto con la del sur de Portugal y comenzó tu búsqueda… Pero no dábamos contigo. Menos mal que disparaste la baliza que llevaba tu reloj, porque gracias a él pudimos encontrarte, a la información tan ajustada que proporcionó de tu situación. Las coordenadas del punto donde te encontraron al final no tenían nada que ver con las del itinerario de tu viaje. Menos mal que ese aparatejo es tan preciso, si no…
—No recuerdo nada de todo eso, ni el momento del rescate… Solo el ruido de unos helicópteros… —Suspiró cerrando los ojos—. Tengo pequeños retazos de información, evocaciones inconexas e interrumpidas de lo que pasó esos días.
—Pero no erradas. En efecto, te localizó un helicóptero que facilitó tu situación a un buque de la marina portuguesa. Este te recogió y te trasladó al hospital más cercano, donde te sedaron para que no tuvieras dolores, te hicieron las primeras curas y te pusieron una vía con suero. Después, por carretera, una UVI medicalizada te trajo a Madrid. A nosotros.
Roberto, tan parco, tan comedido, sintió cómo se emocionaba al reconstruir para su amigo lo sucedido, los dramáticos momentos que todos sus seres queridos habían vivido y sufrido durante los días que permaneció desaparecido. Apretó su mano, casi con lágrimas en los ojos, y comprendió que tantas emociones y recuerdos no eran buenos para Aitor, que debía descansar y que él era el encargado de que lo hiciera, pues para eso estaba allí.