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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

Los hombres de Venus

BOOK: Los hombres de Venus
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En
Los hombres de Venus
, Miguel Ángel Aznar de Soto, de profesión piloto militar, es reclutado por la ONU por la baja de uno de sus hombres, el comandante de una nave de investigación dedicada a rastrear apariciones de ovnis a lo largo y ancho de la geografía terrestre. Aunque al principio la relación entre Miguel Ángel Aznar y el resto de sus compañeros no es de lo más fluida (especialmente con la hermosa ayudante del científico y mujer de carácter, Bárbara Watt), debido en parte al carácter chulesco y estricto de aquel, lo cierto es que las aventuras a que se ven abocados terminarán por unirles.

Tras encontrar en la prensa la noticia de un conocido empresario que, tras la misteriosa desaparición del avión en el que viajaba, aparece notablemente enajenado, hablando de unos extraños hombres grises provenientes de otro planeta, Miguel Ángel y sus compañeros viajarán hasta el Tíbet donde, encontrándose con un antiguo compañero del ejército, Arthur, se adentrarán en el desconocido país buscando el rastro de los misteriosos hombres para caer en sus manos y… mejor descubridlo por vosotros mismos. Los misteriosos hombres grises (los
thorbods
, en su lengua) posiblemente nos den oportunidad de disfrutar de la saga durante bastante tiempo.

George H. White

LOS HOMBRES DE VENUS

La Saga de Los Aznar (Libro 1)

ePUB v1.3

ApacheSp
23.07.12

Título original:
Los Hombres de Venus

George H. White, 1953

Editor original: ApacheSp

ePub base v2.0

Capítulo 1.
Los hombres de Venus

L
a
Astral Information Office
se creó al mismo tiempo que los demás organismos de la ONU, segunda edición aumentada y corregida de la fenecida Sociedad de Naciones.

Cuando la ONU se consideró a sí misma constituida, atribuyéndose la capacidad total de mantener la paz en el mundo por todos los siglos venideros, un representante de nación desconocida y nombre olvidado se levantó para hacer la siguiente sugerencia:

«Si la ONU era una organización formada con vistas a evitar las guerras, tanto cercanas como futuras, ¿no debería preverse también el caso de que otros planetas atacasen a una o a todas la naciones de nuestra madre Tierra? El hecho de que hasta el presente no se anunciaran amenazas desde otros planetas, ¿significaba acaso que hubiera de continuar siendo así eternamente? La existencia de vida en los millones de mundos que poblaban el espacio no había podido ser probada, pero tampoco desmentida. Ni siquiera los planetas relativamente cercanos a la Tierra podía afirmarse con seguridad que estuvieran deshabitados. A mayor abundamiento; si había en el Universo miles de sistemas planetarios como el nuestro y todavía mayores, y suponiendo que en cada sistema planetario existiera un mundo capaz de mantener vida, ¡uno solamente por cada sistema!, resultaba de un sencillo calculo que en el cosmos giraban camino de la eternidad varios miles de mundos como el nuestro. Siendo así, no era fantástico esperar que cualquier día, dentro de mil años o solamente de unas horas, una poderosa escuadra aérea, conducida por hombres, por bestias o sólo Dios sabía qué alucinantes bichos dotados de inteligencia, podía descender del espacio y atacar a la Tierra, tal vez dominarla, ¡quién sabe si destruirla!».

Esta posibilidad sumió a los prohombres de la ONU en una profunda meditación. Por muy fantástica que pareciera la sugerencia a nadie se le ocurrió reír. Los hombres que ocupaban los escaños de aquella inmensa y semicircular sala estaban demasiado abrumados por su terrible responsabilidad. Se habían comprometido a acabar con las guerras, de su labor actual dependía la futura felicidad del mundo, y la historia tomaría seguramente en cuenta cualquier error u omisión que cometieran.

Lógicamente, si la ONU tenía entre otros cometidos el de ejercer un constante servicio de policía para descubrir y hacer abortar toda posible agresión, no podía omitir la vigilancia de los múltiples planetas que, aparte de los de nuestro sistema solar, eran capaces de contener vida y de constituir una amenaza para la tan preciada y costosa paz de la Tierra. Nada importaba la lejanía ni tampoco lo dudoso de esta agresión. Puesto que la ciencia admitía la posibilidad de que nuestro planeta no fuera el único del Universo poblado de seres vivos y dotados de inteligencia superior, cabía, aun dentro de un margen muy estrecho de probabilidades, la eventualidad de una invasión ultraterrenal. Y mientras quedara una probabilidad de agresión, así fuera entre millones, la ONU tenía el inaplazable e ineludible deber de atenderla y vigilarla.

Este fue, ni más ni menos, el origen de la
Astral Information Office
, organismo especialmente creado para denunciar cualquier acto hostil que pudiera venir de los espacios. Como es natural, la
Astral Information Office
pronto contó con sus empleados, su presupuesto, su fondo de reservas y su pequeño y mal ventilado despacho en el undécimo piso del magnífico rascacielos que los países signatarios de la ONU levantaron en Nueva York.

Todo esto lo supo Miguel Ángel Aznar de Soto empleando el sencillo procedimiento de ir haciendo preguntas aquí y allá.

Miguel Ángel era un joven de 27 años. Medía cerca de dos metros de alto y era, físicamente, el tipo de hombre que más se acercaba a la perfección: hombros anchos, fuertes bíceps, cintura breve, caderas estrechas y piernas largas. Tenía negro, bronco y ondulado el cabello, la tez morena, curtida por el sol y el viento, oscuros y relampagueantes los ojos, inteligente y despejada la frente, nariz de líneas clásicas, boca grande y de bien dibujados labios y barbilla cuadrada y firme.

Miguel Ángel ni siquiera había oído hablar de la
Astral Information Office
antes de que su jefe de vuelos le hiciera entrega de una orden de traslado. Según ésta, Miguel Ángel Aznar de Soto, teniente piloto de las Fuerzas Aéreas, Sección 2 de Transportes Aéreos, quedaba asignado al personal de la
Astral Information Office
.

—¿Qué significa esto? —preguntó Ángel pasando sus ojos del papel a la cara del comandante—. ¿Qué diablos quiere decir
Astral Information Office
?

—No lo sé —confesó el comandante—. Parece que nos han pedido un buen piloto, «al mejor de los pilotos», y el comodoro le ha asignado a usted para ese puesto.

Ángel frunció la frente y se fue a hacer indagaciones. A fuerza de preguntar supo lo que antes ha quedado consignado: que la
Astral Information Office
era la encargada de vigilar el espacio y de aportar información sobre las estrellas.

—Ya entiendo —murmuró Ángel—. Se trata de una cuadrilla de sabios viejos y chiflados. Información estelar. ¡Brrr!

Resignado con su suerte, escéptico y pesimista, Ángel Aznar hizo sus maletas, se despidió de sus amigos, y tomó el primer tren hacia Nueva York. Dos días más tarde empujaba la puerta, en cuyas maderas campeaba este letrero:
Astral Information Office
.

Por lo pronto ya le costó bastante encontrar este despacho. Aun en el mismo edificio de la ONU eran muy pocos los que conocían la existencia de semejante organismo. Ángel tuvo que preguntar en la garita de INFORMACIONES para averiguar la ubicación del despacho, y la mirada de curiosidad que le lanzó la empleada no le gustó nada.

Al abrirse la puerta sonó una campanilla, al sonar la campanilla se derrumbó una pirámide de libros que había sobre una mesa, y al rodar los libracos por el suelo se alzaron hasta los de Ángel un par de enormes y maravillosos ojos de color esmeralda.

—Buenos días —dijo Ángel, rompiendo el corto silencio que siguió a su entrada.

La mujer que había tras la mesa apoyó su redonda y graciosa barbilla sobre los sonrosados puños y le miró fijamente.

—¡Hola! —dijo por toda contestación. Y los ojos color verde esmeralda recorrieron la atlética figura del piloto de las Fuerzas Aéreas en una larga mirada, mezcla de curiosidad y asombro.

Ángel, a su vez, examinó descaradamente a la hermosa joven rubia que se sentaba tras la mesa. Vio una cabellera áurea y rizosa, una despejada frente donde se arqueaban dos altivas cejas en gesto de perplejidad, y una boca roja y sonriente que dejaba asomar una doble hilera de blanquísimos dientes.

—Mi nombre es Miguel Ángel Aznar de Soto —dijo el piloto tras un carraspeo significativo.

La joven rubia alzó todavía más una de sus cejas y chupó el lapicero que tenía entre los dedos.

—¿Aznar? —murmuró. Y mirando el emblema de las Fuerzas Aéreas en la solapa de Ángel, exclamó—: ¡Ah, sí! Seguramente usted es nuestro nuevo piloto….

—¡Tanto como nuevo…! —sonrió Ángel—. Soy bastante viejo en el oficio, pero creo ser el que ustedes esperan. ¿A quién debo presentarme? ¿Es usted la jefa de este despacho?

—Soy la secretaria del profesor Stefansson. El profesor no debe tardar en venir. Mientras tanto puede sentarse y darme su filiación.

Ángel miró en torno con el ceño fruncido. Había dos sillones y varias sillas en el despacho, pero sobre cada asiento se levantaba una pirámide de periódicos que desafiaban las leyes de la gravedad en sendos prodigios de equilibrio. La oficina era pequeña y reinaba en ella el más caótico de los desórdenes. Adonde quiera se volviera la mirada sólo hallaba libros, revistas y montañas de periódicos. A lo largo de las paredes se veían algunas estanterías repletas de cartapacios amontonados sin orden ni concierto. La misma mesa sobre la que trabajaba la secretaria del profesor Stefansson era una muestra de la más deplorable negligencia con sus pilas de recortes de periódicos, sus carpetas, tijeras y botes de goma. Hasta el piso desaparecía bajo una alfombra de papel impreso.

La linda secretaria del profesor Stefansson adivinó el apuro del aviador.

—Tire al suelo lo que estorbe —dijo abarcando con un amplio ademán todo el despacho.

—Muy bien —rezongó Ángel. Y yendo a la silla más próxima, tiró de un papirotazo todos los papeles al suelo. Luego sacó un pañuelo y sacudió el polvo del asiento.

—Todo está un poquito sucio —dijo la rubia rebuscando por uno de los cajones de su escritorio.

—Sí, ciertamente —confirmó Ángel mirando hacia un rincón del que colgaban a su comodidad dos grandes telarañas—. Un poquitín.

—Hace tiempo que llevo el propósito de ordenar esto y permitir la entrada al barrendero. Naturalmente, la intromisión de un extraño aquí, tal y como están las cosas, originaría una verdadera catástrofe. Ni el profesor ni yo podríamos luego encontrar nada de lo que buscáramos.

—¿Y puede hallarlo ahora? —preguntó Ángel extrañado.

—¡Naturalmente! —exclamó la joven. Y a continuación, rascándose la punta de su graciosa naricilla murmuró—: ¿Dónde pondría yo la ficha de usted, que nos mandó las Fuerzas Aéreas?

Ángel echó hacia atrás su silla, puso una pierna sobre otra y sonrió beatíficamente ante la confusión de la secretaria. Esta puso sus blancas y cuidadas manos sobre un montón de recortes de periódico que tenía enfrente y murmuró:

—Veamos. Esa carta debió de llegar hacia el viernes…, aquí hay periódicos del martes…, esto fue del lunes…, luego debe de estar dos pulgadas más abajo… ¡Aquí está!

Mostró triunfante un sobre alargado. Ángel, desilusionado, arrugó la nariz y observó cómo los ágiles dedos de la muchacha extraían del sobre unos documentos que extendió ante sí. Leyó:

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