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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (8 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Muchas gracias, caballero.

Cuando se retiró de nuevo, Salinas dijo a César:

—Quiero saber quién es esa mujer.

Su joven compañero le miró, burlón.

—Pronto te has enamorado, Anselmo; pero haces mal. Te atrae el misterio y ese antifaz te hace verlo todo falso.

—Averiguaré quién es.

—No hagas más locuras. Basta con la que has hecho. Dos mil pesos son muchos para darlos por una canción.

—Por ella daría mi vida.

—Veo que Mariquita ha sustituido en tu corazón a la pobre California. Antes tu vida era poca para sacrificarla por la virgen California. Ahora…

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra. La esperaré fuera. Sabré quién es. Y si necesita ayuda mi fortuna será para ella.

—¿Por qué ha de necesitar tu fortuna? A lo mejor todo es una combinación entre Marenas y ella. ¿Quién te asegura que Mariquita no es una bailarina mejicana traída para…?

—Su acento es californiano. Y quiero saber quién es. La aguardaré en la puerta…

—No saldrá por la puerta principal ni por la puerta trasera —dijo César.

—¿Qué quieres decir?

—Que si quieres verla debes esperarla en la calle del Álamo Viejo.

—¿Por qué esperarla allí? ¿Es que sabes dónde vive?

—No; pero ya sabes que la posada tiene un jardín con una puerta que se utiliza cuando se quiere salir sin ser visto. Es algo que todo el mundo conoce, y apuesto cien pesos a que hoy habrá allí, por lo menos, cien hombres aguardando; pero Mariquita no saldrá por allí. El jardín de la posada comunica con el jardín de la casa de don Teodosio Moraleda. Incluso hay una puerta de hierro que no se usa desde hace muchísimos años, lo cual no impide que pueda utilizarse esta noche. Para ello basta engrasar los goznes y la cerradura. Por aquella puerta se llega al jardín de Moraleda y como se trata de un jardín que rodea la casa se puede salir de él sin necesidad de turbar el plácido sueño de don Teodosio. Por tanto, Mariquita pasara por el jardín, llegará a la puertecita que da a la calle del Álamo Viejo y se marchará tranquilamente sin que nadie se dé cuenta de su salida.

—¿Crees que utilizará ese camino?…

—Estoy seguro.

—Pues vamos allá.

—¿Intentas descubrir la identidad que una dama desea guardar oculta?

—Deseo decirle que la amo, César.

—¿Estás seguro de que la amas?

—Del todo. Antes de fijarme en la hermosura de su boca, en la belleza de su cuerpo, en su ovalado rostro, antes de ver su persona presentí su alma. ¡Es la mujer que he estado esperando!

—Piensa que a lo mejor estás cansado de verla al natural sin fijarte en ninguna de sus cualidades ni bellezas.

—No seas loco, César. Si la hubiera visto una vez me habría enamorado de ella como ha ocurrido esta noche. Vamos. Y paga el gasto, porque me he quedado sin una moneda.

César dejó veinte pesos sobre la mesa y salió en compañía de su amigo. Al pasar junto a la mesa a la que se había sentado el capitán Potts la vio vacía.

Por una calle que desembocaba en la plaza alcanzaron los dos hombres la del Álamo Viejo, que si bien era ancha y adornada con numerosos árboles, entre los que destacaba un alto álamo, carecía por completo de iluminación, como no fuese la procedente de una rajita de luna que flotaba en el cielo.

—No hagas ruido —pidió Salinas.

Los dos hombres avanzaron, pegados a los árboles, hasta llegar a corta distancia de la casa de Teodosio Moraleda. Se trataba de una edificación de planta y un piso, muy bien encalada, construida al estilo colonial y rodeada por un jardín en el que abundaban los naranjos que, años más tarde, constituirían una de las mayores riquezas de California. El aire estaba embalsamado por el penetrante aroma del azahar y el escenario parecía ideal para una escena romántica.

Pero la escena que iba a desarrollarse en breve sólo sería parcialmente romántica.

—¿Estás seguro de que saldrá por aquí? —preguntó al cabo de unos minutos Salinas a César.

—Hombre, ella no me lo ha dicho; pero creo que no puede salir por otro sitio, a menos que lo haga disfrazada de hombre…

—¡Mira! —interrumpió Salinas, señalando hacia el jardín de Moraleda.

Dos sombras lo estaban cruzando y se oían claramente las pisadas sobre la gravilla.

—Parecen dos mujeres —susurró Salinas.

—Mariquita debe de llevar una dueña que la proteja.

Se abrió la puerta del jardín y una de las dos mujeres, sin duda la dueña, pues era muy voluminosa, salió a la calle y miró a derecha e izquierda. Cuando se hubo convencido de que la calle estaba o al menos parecía desierta, volvióse hacia el jardín e hizo señas con una mano. La otra figura salió a la calle, y aunque iba envuelta en una larga capa con capucha, Salinas la reconoció.

—Es ella, César. Es un ángel.

—Pues me parece que por allí surge el demonio —sonrió César, señalando hacia un árbol de detrás del cual acababa de destacarse un hombre.

La luz de la luna se reflejó en los dorados botones de su uniforme y en la charolada visera de su gorra.

—¡El capitán Potts! —exclamó Salinas —¡Sí, es el diablo!

—Por lo menos se trata de un pariente muy cercano. Veamos qué sucede.

Los acontecimientos se precipitaron vertiginosamente. Las dos mujeres no advirtieron la presencia del capitán Potts hasta que se hallaron casi delante de él. Entonces Mariquita lanzó un grito, a lo que el capitán replicó:

—No se asuste, señorita. He venido protegerla. Una mujer tan hermosa no debe andar sola por el mundo a estas horas de la noche.

—No voy sola, caballero —replicó Mariquita—. Tenga la bondad de retirarse y dejarme continuar mi camino.

—No me opongo a nada, señorita; sólo quiero ofrecerle mi escolta. Un capitán es una buena protección contra los merodeadores nocturnos. Su dueña ha cometido el error de agitar la bolsa que sostiene con la mano izquierda, y el tintineo del oro es un imán para los ladrones.

—Vivo cerca y no temo nada. Por favor, si es usted un caballero, retírese. Me compromete.

—Si para demostrar que soy un caballero he de retirarme, prefiero no serlo. Y si no soy un caballero, nada me impide ver el rostro que oculta ese desagradable antifaz —La mano de Potts se elevó hacia la negra máscara; pero antes de que la rozara, una recia mano le sujetó el brazo y una amenazadora voz le ordenó:

—Quieto, capitán.

Al mismo tiempo, un violento tirón le hizo girar en redondo y otra mano le arrancó el revólver que había intentado desenfundar.

—¿Es usted otra vez, señor Salinas? —preguntó, amenazador, el capitán.

—Sí, soy yo —replicó Salinas—. Y le aconsejo que no haga ningún movimiento si no quiere probar cómo saben las balas de su propio revólver.

—Esta vez tiene usted la fuerza —dijo Potts—; pero ya volveremos a encontrarnos…

—Cuando usted quiera —replicó Salinas. Y dirigiéndose a las dos mujeres, aconsejó—: Retírense. Yo me encargo de que este hombre no las moleste.

La enmascarada Mariquita clavó un momento la mirada en su salvador y murmuró:

—Muchas gracias, señor Salinas.

Y volviéndose a su compañera, agrego:

—Vamos.

Cuando sus pasos se hubieron apagado en la lejanía, Salinas dijo, dirigiéndose al capitán:

—Debiera matarle, Potts… Se lo merece.

—Aproveche la oportunidad —dijo el capitán—. Si yo tuviera un revólver no le sería tan fácil matarme.

—No pienso matarle ahora.

—Pues ¿cuándo?

—Cuando usted quiera.

—¿Mañana por la tarde, a las cuatro, en Santa Mónica?

—Es un sitio tan bueno como otro cualquiera —dijo Salinas.

—Le aguardaré al final de la carretera. Puede llevar sus testigos; pero, si es posible, que sean mayores de edad; la declaración de un chiquillo como don César no me serviría de nada. Mis padrinos llevarán las pistolas. Si usted quiere llevar otras, podremos elegir las mejores.

—No tengo pistolas de duelo. Puede usted llevar las suyas. Hasta mañana, capitán.

—Hasta mañana —replicó Potts.

Salinas iba a volverse cuando el capitán le pidió:

—¿Tendría inconveniente en devolverme el revólver? A usted no le servirá de nada y a mí me resultaría desagradable tener que explicar que me lo han quitado.

—Vaya hasta el final de la calle. Cuando llegue allí yo dejaré el arma en el suelo. Puede volver a recogerla.

—¿Teme que le asesine por la espalda?

—Sí.

—Como quiera. Adiós. Mañana tendré el gusto de matarle. Buenas noches, don César; perdone mis palabras. No he querido ofenderle.

—No me ha ofendido.

Volvieron la espalda, Alian Potts marchó calle abajo. Salinas aguardó hasta verle llegar al final de la calle. Entonces dejó el revólver en el suelo y, acompañado por César, marchó hacia su domicilio.

—¿Por qué has aceptado el duelo a pistola? —preguntó César de Echagüe.

—¿Qué querías que hiciese?

—Manejas bien la espada. Mejor que Potts, seguramente.

—Por eso no he pedido que el duelo fuera a espada.

—Pero aceptándolo a pistola te pones en sus manos.

Salinas se encogió de hombros.

—Sé disparar lo suficiente para matarle.

—¿Sabes cómo se llevan a cabo los duelos a pistola? —preguntó César—. Estoy seguro de que no lo sabes. Los dos que se van a matar se colocan uno de espalda al otro y echan a andar en opuesta dirección. Cada uno da veinticinco pasos. Cuando los han dado se detienen y esperan la orden de los padrinos. Entonces se vuelven, apuntan y disparan. Ven a casa.

Salinas se dejó llevar por César hasta el rancho de San Antonio. Luego fue al cobertizo donde César le había hecho unos meses antes una demostración de su destreza como tirador. Cargando uno de sus revólveres, el joven Echagüe se lo tendió a Salinas y le invitó:

—Dispara contra aquella sartén —y señalaba una colgada sobre los sacos terreros.

Salinas montó el revólver, apuntó y apretó el gatillo.

—Nada —murmuró César—. ¡Veinte centímetros a la derecha! Dispara otra vez.

Sólo la sexta bala rozó ligeramente el blanco. César, cogiendo el revólver, lo limpió cuidadosamente y fue llenando las cámaras del cilindro con pólvora, tacos, balas y fulminante.

—El blanco era del tamaño de la cabeza de un hombre —dijo—. Y sólo has disparado a veinte metros.

—Mañana lo haré mejor —replicó Salinas—. Adiós, tengo que ir a buscar mis padrinos.

—Adiós, Anselmo —replicó César—. Que Dios te acoja en su seno.

—Me das por muerto, ¿no?

—Sí, y te lo mereces, porque cuando un hombre que maneja la espada como tú acepta un desafío a pistola… En fin, adiós…

Salinas abandonó el rancho y César quedó en el cobertizo. Maquinalmente empuñó el revólver que acababa de cargar y, sin prisa, disparó las seis balas, enviándolas, a través del fondo de la sartén a hundirse en los sacos terreros.

—¡Pobre Anselmo! —suspiró.

De nuevo limpió el cañón del revólver. Como aún no estaban en pleno desarrollo los cartuchos metálicos procedió a cargar de nuevo el arma por medio del lento sistema de ir cargando cada una las cámaras del cilindro utilizando el atascador que iba unido a la parte inferior del arma.

Cuando hubo terminado, en vez de dejar los revólveres en el cobertizo, se los llevó consigo a su habitación.

Capítulo IX: El nacimiento del
Coyote

Aquella noche César de Echagüe no pudo dormir. Su pensamiento no se apartaba de su amigo y del destino que iba a correr. Dentro de catorce horas se enfrentaría con un hombre que tenía fama de ser el mejor tirador del ejército yanqui. Contra él, Salinas no tenía ninguna probabilidad de salir triunfante. A pesar de ello, y dejándose llevar por su carácter, el muy tonto iba a inmolarse en una venganza que para él no significaría ninguna gloria.

César deseaba ayudarle. Era su amigo y trataba de alejar la idea de que aquella noche había hablado por última vez con Salinas.

—Si yo pudiese intervenir… No me gustan los duelos; pero ese capitán Potts tendría en mí un rival.

Clavó, pensativo, la mirada en el revólver que tenía entre las manos, como buscando en él la solución que no hallaba.

—¡Y todo por esa endiablada mujer que se oculta tras un antifaz!…

El recuerdo de Mariquita había traído, engarzado, otro recuerdo más lejano. Cuarenta y seis años antes, cuando comenzó el siglo, un enmascarado había impuesto la ley y el orden en Los Ángeles. Con su espada había trazado en los rostros de sus enemigos unas zetas que aún perduraban en algunas viejas caras.
El Zorro
, ocultando su verdadera identidad tras un negro antifaz, devolvió a los californianos la ley y el orden perdidos.

Luego, cuando su actividad ya no fue necesaria, clavó la espada en el artesonado de su casa y retiróse a vivir apaciblemente hasta el fin de sus días…

Súbitamente, dominado por un febril nerviosismo, César se puso en pie y, dejando el revólver sobre la mesita de noche, salió del cuarto, llevándose una de las velas que iluminaban su habitación. Cruzó el pasillo, descendió a la planta baja y después de atravesar varias habitaciones llegó a una de ellas, en la cual, por único mobiliario, se veían tres grandes armarios que ocupaban otros tantos paños de pared. Abrió uno de los armarios, que apareció lleno de trajes. Después de examinarlos uno a uno, los desechó todos y pasó al otro armario. También estaba lleno de trajes. Al cabo de un par de minutos de registrarlo encontró lo que buscaba. Era un conjunto mejicano que había sido de su padre y que, usado sólo una vez, permanecía allí en espera de que fuera regalado a algún mendigo, ya que ninguna utilidad práctica tenía. El viejo don César se lo había hecho hacer cuando se le anunció que iba a ser nombrado jefe de la milicia nacional de la ciudad, o sea representante de las fuerzas armadas mejicanas. Más tarde el nombramiento se anuló y el traje fue guardado.

Junto al traje pendía una espada, pero César la desprendió sonriendo. El invento del coronel Colt anulaba las armas blancas. En cambio tomó las altas botas de montar, que parecían de dos siglos antes, y el ancho sombrero de cónica copa y ala levantada.

Cargado con todo ello se trasladó de nuevo a su cuarto y ante el espejo se probó el vestido.

Le quedaba demasiado holgado, pero esto ayudaría a disimular su figura. Cogiendo un pañuelo negro abrió dos agujeros en él y se lo ciñó como si fuera un antifaz. Después se puso el sombrero y contempló el efecto ante el espejo.

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