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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (12 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—¿Los Gonzaga? —Juan ordenó sus recuerdos—. Una de las mejores familias de Los Ángeles. Antonio Gonzaga fue un gran defensor de los derechos franciscanos de las misiones. Cuando todo el sistema fue estúpidamente destrozado, él apoyó a los franciscanos y les proporcionó los medios para abandonar California. En eso gastó gran parte de su fortuna, y luego, en la revolución, gastó el resto. En la guerra contra nosotros contrajo algunas deudas y cuando entrarnos por primera vez en Los Ángeles murió, creo que de vergüenza.

—¿Y su hija? —preguntó el capitán Potts.

—Una muchacha muy hermosa… Debió de heredar algo, porque en poco tiempo ha pagado casi todas las deudas de su padre. Hay quien dice que los frailes la apoyan, pues antes cantaba para ellos en los oficios religiosos; pero no creo que los frailes conserven mucho dinero después de todo lo que ha ocurrido. ¿Es que está usted enamorado de Antonia Gonzaga, capitán?

—No la conozco; pero si es tan hermosa como todo el mundo dice, tendré que ver de conocerla.

—Vaya con cuidado, capitán —advirtió Juan—. Esta gente no es como la nuestra. Antonia Gonzaga tiene bastante familia, especialmente primos y tíos que considerarían un deber vengar ofensas que a ella se le hicieran.

—Ya sé que en California se tiene un gran sentido del honor —dijo Potts—. Y creo que una muchacha de buena familia no puede hacer según qué cosas si no quiere exponerse a que la repudien y la conviertan en una paria con la que ninguno de los suyos querrá trato alguno.

—¿Qué quiere decir?

—Nada; es sólo una reflexión sobre el sentido del honor de los españoles. Recuerdo que me contaron hace tiempo que una muchacha de la aristocracia mejicana se dejó llevar por su afición a la música y llegó a cantar en un teatro, ganándose con ello la repulsa de todos los de su clase, que ya nunca más la admitieron en su círculo.

—Es natural que lo hicieran. También en Filadelfia y en Boston harían lo mismo.

—Desde luego. Bien, Juan, hasta la vista.

Aquella tarde Potts no regresó al fuerte. No quería encontrarse de nuevo con el gobernador militar de la plaza, y además, tenía que llevar a cabo todo el plan que se había trazado. En primer lugar visitó a Marenas y se informó de si Mariquita cantaría aquella noche.

—¡Claro que cantará! ¡Y bailará! Es un éxito inmenso.

Después de eso, Allen Potts escribió unas cuantas cartas y las hizo llevar a su destino. Los apellidos de casi todos los destinatarios eran «Gonzaga».

****

Aquella noche la posada Internacional estaba repleta de público. Si el local hubiera sido doblemente grande, habría estado doblemente lleno. Los camareros iban de una mesa a otra, sirviendo vino, cerveza y licores. Algunos clientes entretenían la espera jugando a los naipes o a los dados; pero así como en otros momentos la atención estaba fija en los azares del juego, entonces se manejaban las cartas maquinalmente, porque el interés estaba en la mujer cuya presencia en el tablado todos esperaban con ansia.

Una tercera parte del público estaba constituida por soldados y oficiales de la guarnición. El resto lo componía un mayor número de californianos de buena posición, unos cuantos peones y unos pocos comerciantes llegados por la recién iniciada Ruta de Santa Fe.

Un cliente que parecía pertenecer al grupo de los peones, y que ocultaba su rostro tras un oscuro y sencillo sarape, estaba de pie, apoyado contra una de las blancas columnas que sostenían los arcos del extremo de la sala. Junto a él, alrededor de una mesa, sentábanse siete hombres. En aquel lugar la luz era escasa y las facciones de aquellos clientes eran casi invisibles; pero el hombre del sarape no necesitaba verlos con más detalle. Los había reconocido desde el primer momento. Y al reconocerlos pensó: «¡Cuánto Gonzaga viene esta noche!».

Y como no era natural que los Gonzaga acudieran en masa a la taberna, el desconocido acercóse todo lo posible a ellos para ver de enterarse del motivo que los había llevado allí.

—Es incomprensible tanta carta igual —dijo uno de ellos.

—Parece una broma —dijo otro. Y sacando un papel leyó en voz no muy alta:

Don José Luis Gonzaga averiguará, si asiste esta noche a la posada Internacional, algo que le interesa tanto particularmente como por el buen nombre de su familia.

UN AMIGO.

—Es un jeroglífico —declaró el más viejo de los Gonzaga reunidos.

—Tal vez una chanza —dijo otro.

—O una añagaza de Marenas para aumentar su clientela —sugirió un tercero—. De todas formas, creo que esa Mariquita canta y baila como una gloría.

El mejicano del sarape dirigió en aquel momento su atención a las cercanías del tablado. Anselmo Salinas ocupaba su mesa preferida y a unos cuantos metros de él se encontraba el capitán Potts con su asistente. Los dos hombres se habían mirado con mal disimulado odio; pero no cambiaron ni una palabra.

Un rasgueo de guitarras anunció la aparición de Mariquita, y al momento todos empezaron a aplaudir. La hermosa danzarina subió ágilmente al escenario y saludó con una simpática reverencia a los espectadores; luego, cuando se calmaron los aplausos, comenzó a bailar.

Se hizo un impresionante silencio y todas las miradas se fijaron en la mujer que, sobre las tablas, trenzaba el bello encaje de su danza. Como siempre, al terminar, el delirio pareció apoderarse de los clientes de Marenas, que no parecían tener suficiente por mucho que les ofreciera la joven. Cuando ésta terminó de bailar y regresó después de un breve descanso, se anunció que iba a cantar una tonada mejicana.

Inmóvil en el centro del tablado, Mariquita esperaba el momento de comenzar a cantar cuando, de súbito, poniéndose en pie sobre su silla, Allen Potts levantó en alto su copa y gritó, con voz que llegó a todos:

—¡Brindo por Antonia Gonzaga, nuestra bailarina enmascarada y la mujer más hermosa de Los Ángeles!

El grito de angustia que brotó de la garganta de la mujer que estaba en el tablado fue el más claro indicio de que Potts no se equivocaba. Sus palabras fueron, además, como la luz que despejó las tinieblas que aún hasta entonces habían cegado a los Gonzaga reunidos en la posada. El más viejo de ellos gritó con estentóreo acento:

—¡Antonia!

Potts levantó de nuevo la copa y, volviéndose hacia la joven, empezó:

—Por la más aristocrática de las bai…

Fue lo último que el capitán Allen Potts dijo en su vida. Una ensordecedora detonación cortó su voz, y la copa de vino que sostenía en alto se escapó de sus manos y se estrelló contra el suelo; luego, llevándose las manos al pecho, el capitán cayó de bruces desde lo alto de la silla y quedó, para siempre, inmóvil, en tanto que su sangre mezclábase, copiosa, con el vino vertido de su copa.

A dos pasos de él, Anselmo Salinas permanecía inmóvil, empuñando fuertemente, como si quisiera triturarla, una pistola de cada uno de cuyos cañones se elevaba una columnita de negruzco humo.

Capítulo XIV: La promesa del
Coyote

Durante cinco segundos que fueron como horas, nadie se movió en la sala de la posada Internacional. El irritante vapor de la pólvora extendióse hasta todas las gargantas; pero las miradas se hallaban fijas en el cuerpo que había recibido las dos balas de la pistola de Salinas.

De pronto, dos oficiales que se encontraban también en el local desenfundaron sus revólveres y ordenaron a Salinas, avanzando hacia él:

—¡Suelte la pistola! ¡Queda detenido!

Salinas dejó caer su inútil arma y volvióse hacia los oficiales.

—No es necesario que me amenacen —dijo—. No he de ofrecer resistencia.

En el tablado, Antonia Gonzaga se arrancó el antifaz y, tirando por la borda todas sus precauciones, saltó al suelo y corrió a abrazar al hombre que, por ella, acababa de cerrar en torno a su cuello la cuerda del verdugo.

—¡Oh, Dios mío!… ¿Por qué lo has hecho?

—Se lo merecía —replicó Salinas.

—Acompáñenos, caballero —pidieron los oficiales, en tanto que unos soldados se acercaban para ayudarles.

—Lo lamento, señores; pero ese caballero no les acompañará —dijo en aquel instante una voz. Al volver la vista hacia el punto de donde llegaba, todos vieron a un mejicano cuyo rostro estaba también protegido por un antifaz y que de pie sobre una mesa empuñaba con cada mano un revólver de largo cañón. Las dos armas estaban dirigidas hacia el grupo de soldados y oficiales que rodeaban a Salinas.

De nuevo el asombro les inmovilizó a todos. Por fin, uno de los oficiales exclamó:

—¡
El Coyote
!

—Para servirle, teniente —rió el enmascarado—. Nos volvemos a ver antes de lo que yo esperaba. Tenga la bondad de entregar su revólver al señor Salinas, prometo que si no lo hace, le mataré.

El teniente tendió el revólver a Salinas, que lo tomó vacilante.

—Usted también, capitán —ordenó
Coyote
al otro oficial.

Este entregó su arma a Salinas y levantó las manos.

—Háganse todos a un lado para dejar pasar al señor Salinas y a la señorita Gonzaga.

La orden fue obedecida con toda presteza y un ancho camino se ofreció ante Salinas y Antonia. Fue ésta quien arrastró por él a Anselmo Salinas en dirección a la salida.

—Advierto a todos que dispararé contra el primero que intente seguirnos —dijo
El Coyote
, saltando de la mesa y retrocediendo de espaldas sin dejar de apuntan.

Al llegar a la plaza ordenó a Salinas::

—Monte en uno de esos caballos y tome el camino de San Pedro. Si le detienen, le ahorcarán. Dentro de pocas horas zarpa un barco para Méjico.

Salinas vaciló un momento. Al fin se volvió hacia Antonia Gonzaga y murmuró:

—Adiós…

—¡No! —gritó la joven—. Te acompaño. Iré contigo donde vayas.

—No pierdan tiempo —aconsejó
El Coyote
, quien, después de enfundar uno de sus revólveres, había sacado una larga navaja y estaba cortando las riendas de los caballos atados frente a la posada.

Salinas montó en uno de aquellos caballos, y Antonia montó en otro.
El Coyote
saltó sobre el suyo y disparó tres tiros al aire, a la vez que se lanzaba contra los caballos ya sueltos, que huyeron en todas direcciones.

Cuando los que estaban en la taberna salieron con la esperanza de poder perseguir a los fugitivos, no encontraron ninguno de sus caballos, y cuando al fin lograron reunir algunos, Salinas, Antonia y
El Coyote
estaban ya muy lejos.

****

Un viento frío y húmedo llegaba del mar. Los tres jinetes se habían detenido en una de las posadas que se levantaban junto a la carretera, entre San Pedro y Los Ángeles.

—Aquí nos separamos —dijo
El Coyote
—. Yo me quedaré a impedir que les alcancen. Ustedes sigan hacia el puerto. El
San Carlos
se va a hacer a la mar en dirección a Mazatlán. Tengan.

Sobre la mesa depositó el enmascarado una bolsa de monedas de oro.

—Sólo hay unos dos mil pesos —dijo—; pero, de momento, tendrán bastante.

—Yo no puedo aceptar eso —protestó Salinas—. Tengo dinero…

—Todo su dinero y su hacienda serán confiscados por las autoridades. Ha matado usted a un oficial del ejército, y eso no es poco.

—Quisiera saber a quién debo estos favores —dijo Salinas.

—No se preocupe. Lo importante es que huya antes de que puedan alcanzarle.

—¿Cree usted, señor, que le confiscarán la hacienda? —preguntó Antonia.

—Es lo menos que podrán hacerle.

—Pero si él hubiese recibido una cantidad importante ofreciendo como garantía la hacienda… Entonces ésta pasaría a quien le hubiera prestado el dinero, ¿no?

—¡Claro! —exclamó Salinas—. Óigame, señor. Yo extenderé un recibo por cien mil pesos oro, que diré he recibido de mi amigo César de Echagüe. En el recibo indicaré que como garantía de ese dinero ofrezco mi finca La Mariposa. Usted le entregará el documento a César y él le abonará a usted el dinero que me ha dado. Es un buen amigo mío y me ayudará en cuanto le sea posible.

Tomando papel y pluma, Salinas extendió un recibo por cien mil pesos recibidos de César de Echagüe e indicó que en el caso de no poderlos devolver, cedía a César su finca llamada La Mariposa.

—Déselo —pidió, tendiendo el documento al
Coyote
—. La fecha es de hace un mes. No creo que noten la falsedad. Pídale a César que me envíe dinero a Méjico.

—Está bien —dijo sonriente
El Coyote
, luchando contra la tentación de descubrir su verdadera identidad—. Lo haré.

—Adiós, señor, y gracias por todo.

—Adiós y feliz viaje.

Desde la puerta de la posada,
El Coyote
vio cómo Salinas y Antonia continuaban su fuga hacia el puerto de San Pedro. Hasta el amanecer permaneció por allí a fin de cubrir la retirada de sus amigos. Luego, cuando las primeras luces del día aparecieron sobre la tierra, César de Echagüe regresó a su casa. El cielo era tormentoso y el viento soplaba casi huracanado.

Epílogo: Ante dos tumbas en La Mariposa

Adolfo Segura y su esposa llegaron ante el viejo roble.

—¿Qué quiso decir César? —preguntó la mujer.

Segura no contestó. A pie del roble, la hiedra lo había invadido todo; pero a través de las verdes hojas se veían brillar unas losas de mármol. Adolfo Segura apartó la vegetación y lanzó un grito de asombro:

—¡Oh! ¡Dios mío! Lee.

Su esposa se inclinó y, a la vez que su marido, leyó:

Aquí yace, en la paz del Señor, Anselmo Salinas, que murió el 7 de abril de 1847, en el naufragio del «San Carlos».

—Y ésta…

Salinas señaló la otra losa, en la cual, y con sólo la variación del nombre, que era el de Antonia Gonzaga, decía lo mismo que en la anterior.

—¿Qué significa esto? —tartamudeó Adolfo.

—Que durante veintitrés años os he dado por muertos —dijo detrás de ellos una voz.

Adolfo Segura y Adela González se volvieron, hallándose frente a César de Echagüe.

—No embarcasteis en el
San Carlos
, ¿verdad?

—No —contestó el hasta entonces llamado Adolfo Segura—. Cuando llegamos a la vista del barco lo encontramos vigilado por los soldados yanquis. Sin duda se les avisó de alguna forma y habían establecido una guardia. Unos marineros que estaban en una posada se ofrecieron a llevarnos hasta el barco; pero tuvimos que cambiar de ropa con uno de ellos y con su mujer. Ellos se fueron delante y nosotros debíamos seguirles; pero un arriero nos propuso llevarnos a Méjico por un camino más seguro, y a última hora aceptamos su oferta.

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