La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (7 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Pues su padre quedó arruinado y el pobre no tiene nada que comer. Pero es orgulloso. Ya sabe usted lo orgullo que somos los californianos.

—Sobre todo usted —refunfuñó Salinas.

—Por favor, Anselmo, no critiques al pobre Marenas. ¡Si supieras cómo se le derrama la bilis cada vez que tiene que servir una botella de ginebra o de eso que llaman
whisky
a un soldado de Unión! El dinero con que le pagan le abrasa la mano, y yo le he visto más una vez tirarlo al… al cajón donde guarda su oro.

—Creo que no voy a decirle nada más —dijo, enfadado, Marenas—. Se están burlando cruelmente de mí. Al fin y al cabo yo no hago más que tratar de ayudar a la hija de un patriota. Y lo hago exponiéndome a la venganza de los norteamericanos. Pero no me importa.

—Eso quiere decir que ese ángel que baila como un ruiseñor y canta como un sol es algo muy serio, Salinas, pues, de lo contrario, Marenas no se expondría a la santa ira de los hombres de Fremont, de Stockton o de Kearny, si es que los tres se han puesto ya de acuerdo acerca, quién debe mandar en California. Seguid, mi buen Marenas, seguid. ¿Decíais?

—¡Ya no sé lo que decía! Usted, don César, está siempre de muy buen humor y disfruta mucho confundiendo a los que no podemos ser tan felices.

—Perdóneme, querido Marenas. Hable de ese ruiseñor que baila como el sol y canta como los ángeles.

—Pues… —Marenas se secó el sudor que perlaba su frente—. Es una joven honrada que sabe cantar y bailar y a quien yo he ofrecido un importante sueldo para que, de cuando en cuando, venga a bailar y a cantar para mis clientes.

—¡Oh! ¡Qué esplendidez, Marenas! Jamás lo hubiera creído.

—Mi deseo era ofrecerle una suma de dinero sin pedirle nada; pero ella insistió en que no quería admitir regalos. Es demasiado orgullosa. Quiso trabajar y ganarse lo que yo le ofrecía. Me dijo que podía cantar y bailar, y que sólo así admitiría mi ayuda. Accedí y entonces ella me preguntó si podría presentarse con el rostro cubierto por un antifaz, a fin de que no fuera reconocida y su padre no llegara a enterarse de lo que ella tenía que hacer para ayudarle.

—Entonces se presentará enmascarada y nadie sabrá quién es —comentó César—. Muy interesante. Desde luego que me quedaré para tratar de descubrir su identidad.

—Eso no será posible —dijo Marenas—. Ningún caballero ofenderá a una dama que trata de ganar honradamente el sustento de su familia.

—Seguro, Marenas. No la molestaremos. Ni la ofenderemos. Nos quedaremos a admirarla, que es lo que desea usted, ¿no? ¿Qué mesa tiene disponible?

—Tengo una muy buena junto al tablado donde cantará y bailará la señorita; pero encima de ella hay una botella de viejo jerez que vale veinte pesos. No puedo ceder la mesa sin la botella.

—Toma los veinte pesos —dijo Salinas, tendiendo una moneda de oro al posadero—. Resérvanos la mesa.

—¿A qué hora aparecerá ese portento? —inquirió César.

—A las once, señores. Aún faltan dos horas. Si quieren probar fortuna a los dados o a los naipes…

—Los naipes son más simpáticos —dijo César—. Los dados me hacen el efecto de huesos de muerto.

Los dos amigos acercáronse a una mesa donde se jugaba a un juego que si no tenía nada de complicado, en cambio tenía mucho de emocionante. El banquero barajaba los naipes y los demás hacían las apuestas. Se podía apostar la cantidad que se quisiera. Para ello bastaba colocar las monedas frente al banquero. Cuando el juego estaba hecho, el banquero descubría una carta para su contrario y otra para él. Si la primera era mayor, el banquero pagaba tanto dinero como se había apostado; si la carta suya era mayor que la otra, recogía el dinero. En el caso de que la carta fuera igual, también ganaba el banquero.

En aquellos momentos tenía la banca el capitán Allen Potts, del ejército norteamericano. Junto a él se apilaba el oro ganado en anteriores jugadas.

—Buenas noches, don César —saludó Potts—. No le aconsejo que apueste. Esta noche tengo la suerte de cara. ¿No es cierto, señores?

Allen Potts hablaba el español perfectamente, a pesar de lo cual no podía vanagloriarse de poseer muchas simpatías. Los que estaban frente a él asintieron a su pregunta, como lamentando en el alma aquella buena suerte.

—Veremos si todavía le dura la buena suerte —dijo en aquel momento Salinas.

—Apueste su dinero y vea los resultados —rió el capitán.

Salinas sacó un puñado de monedas de oro y lo depositó sobre la mesa, frente a Potts.

—¿Doscientos pesos? —preguntó Potts, contando el dinero, en tanto que un murmullo de asombro corría por la sala.

—Eso creo. ¿Tiene miedo?

—Yo no he vuelto nunca la espalda, señor Salinas —replicó Potts.

—Tal vez porque no estuvo en Domínguez ni en San Pascual —replicó Salinas—. Allí vimos muchas espaldas norteamericanas.

Potts cerró fuertemente los puños, hasta que blanquearon los nudillos, y por unos segundos pareció incapaz de encontrar una respuesta. Al fin, respirando hondo, preguntó:

—Supongo que nadie más querrá intervenir en este juego, ¿verdad?

Todos habían comprendido que iba a reñirse una batalla entre el belicoso Salinas y el oficial norteamericano. Una batalla que no por ser reñida sin armas iba a ser menos emocionante y dramática. Los que estaban más cerca movieron negativamente la cabeza y los de más atrás contestaron con un prolongado: «NO».

—Voy por sus doscientos dólares —dijo Potts.

Barajó las cartas y las ofreció al corte a Salinas, diciendo:

—Puede usted coger la que guste. La mía será la siguiente. La más alta es el as.

Salinas cortó los naipes y descubrió un tres de oros.

Un murmullo de decepción corrió por la sala. Todos habían deseado el triunfo del californiano.

—Lo siento por usted, Salinas —dijo Potts, cuya expresión desmentía su afirmación—. Un tres es muy poco…

Al decir esto tomó la siguiente carta y la descubrió a la vez que alargaba la mano hacia el oro de Salinas, pero antes de que sus dedos rozaran las monedas, la mano se inmovilizó y un murmullo de asombro y de alegría sonó en torno a la mesa.

—Tiene usted razón, capitán —dijo Salinas—. Un tres de oros es muy poco; pero siempre es más que un dos de copas. Ha perdido.

Es muy desagradable perder doscientos pesos oro; pero es mil veces más desagradable perderlos cuando ya se han tenido por ganados. Sólo a costa de un gran esfuerzo consiguió Potts dominarse y empujar hacia Salinas doscientos dólares oro.

—Déjelos junto a los otros —dijo Salinas—. Van cuatrocientos.

—Exageras un poco, Anselmo —dijo César, que se había sentado junto a él—. Si quieres repetir la apuesta, limítate a los doscientos que has ganado.

Salinas ni le oyó. Su mirada estaba fija en las manos de Potts, que barajaba rápidamente las cartas. Cuando hubo terminado colocó los naipes delante de Salinas, quien, sin molestarse en cortar, tomó el primer naipe de encima y lo descubrió.

Una exclamación de asombro resonó de nuevo en la sala. El joven acababa de descubrir el as de bastos. A su pesar Potts no pudo contener el temblor de su mano cuando descubrió la siguiente carta, que resultó ser el caballo de oros.

—Ha vuelto a ganar —dijo.

—Eso veo —contestó Salinas.

Cuando contó los cuatrocientos dólares, Potts tenía tal temblor en las manos que varias veces las monedas se le cayeron de entre los dedos. Al fin tendió cuatrocientos dólares a Salinas, que los dejó encima de los otros, diciendo:

—Creo que tiene bastante para pagar.

—Son… ochocientos dólares —advirtió Potts.

—Ya lo sé.

El capitán, ya muy nervioso, barajó los naipes, los ofreció al corte y en tanto que Salinas dejaba su carta boca abajo como sin prisa por descubrirla, Potts destapó la suya, lanzando un grito de alegría.

—¡El rey de espadas!

Salinas, como si estuviera seguro de lo que iba a descubrir, volvió la carta sin apartar la mirada de los ojos del capitán. En ellos leyó cuál era el naipe que le había correspondido. Luego todos cuantos le rodeaban le dijeron cuál era la carta descubierta:

—¡El as de oros!

Potts estaba como si hubiera estallado junto a él un barril de pólvora. Cuando terminó de contar los ochocientos dólares que debía pagar a Salinas, el montón de oro habíase reducido a su más mínima expresión.

—Me parece que ya basta por esta noche, Anselmo —dijo César.

—Quiero el desquite —pidió Potts—. ¡Tengo derecho!

—Puede usted perder todo lo que quiera, capitán —dijo, fríamente, Salinas—. ¿Tiene mil seiscientos dólares ahí?

Potts contó afanosamente. Luego movió la cabeza.

—Sólo tengo… mil cien.

Salinas retiró quinientos dólares del montón de oro y, guardándolos en el bolsillo, dijo, poniéndose en pie:

—Eche las cartas. Es la última partida.

Potts barajó repetidamente los naipes, sirvió uno a Salinas y otro a él, pero no se atrevió a levantarlo. Salinas dijo, irónicamente, sin tocar su carta:

—Puesto que no ha descubierto su juego, aún puede retirarse. Si pierde, lo pierde todo. Si gana, recupera una parte.

Alien Potts batalló visiblemente con sus deseos de ganar y de conservar aunque sólo fuera una parte de sus beneficios de aquella noche. Al fin gritó, tirando la carta:

—Está bien, no juego.

—Era un cuatro de bastos —dijo alguien.

El rostro de Potts se iluminó. Un infinito alivio pintóse en él.

—Me regala usted mil cien dólares —dijo a Salinas.

Este se encogió de hombros y, pausadamente, descubrió su carta. Al verla, Alien Potts lanzó una imprecación.

—¡Maldita! ¡La ganaba!

Sobre la mesa, junto al dinero, brillaban los dos discos del dos de oros.

—Le faltó valor, capitán —sonrió Salinas, levantándose y guardando el oro en el bolsillo—. Ya le dije que era, también, de los que volvían la espalda.

La mano de Potts descendió, en busca del revólver que pendía de su cinturón.

—Puede usted disparar y matarme, capitán —dijo Salinas—. Pero le advierto que yo no llevo armas.

Potts le dirigió una mirada llena de odio y tartamudeó:

—Eso le salva; pero algún día…

El rasgueo de unas guitarras ahogó la voz del capitán. Todas las miradas se volvieron hacia el tablado y luego todos corrieron a sus puestos. Salinas y César se vieron empujados del capitán Potts.

Cuando llegaron a su mesa, Salinas y César vieron aparecer en el centro del tablado una mujer vestida con un rico traje de amplia falda. En las partes en que el traje se ceñía, acariciador, al cuerpo, dejaba adivinar una escultural silueta.

Pero lo que todas las miradas trataban de atravesar era el negro antifaz que cubría el rostro de la mujer, impidiendo comprobar si la belleza del resto de sus facciones estaba de acuerdo con la hermosura de lo poco que podía verse.

Capítulo VIII: Una canción y un desafío

Por un instante reinó cierto desconcierto entre el público. Era indudable que la mayoría de los presentes conocían ya el detalle del antifaz que, «en secreto», les había sido comunicado por Marenas; pero en cambio otros, especialmente los norteamericanos, no debían de saber nada, pues cuando hubo pasado el primer momento de asombro comenzaron a oírse protestas en su idioma.

Pero todas las protestas se ahogaron cuando, al compás de la música de las guitarras, la enmascarada bailarina comenzó a danzar. Toda la sensualidad que el baile colonial español ha heredado de los árabes, vibraba en los movimientos de la actuante. No sólo en los de sus pequeños pies, sino también en los de sus brazos, manos y hasta en los dedos. En menos de un minuto la enmascarada se apoderó de todos los corazones de los hombres que la habían aplaudido e incluso de los que la silbaron. Todas las miradas estaban hipnóticamente fijas en ella y una masa de silencio, densa y casi palpable, se formó en torno del tablado, encerrando en él las notas de las guitarras, de las castañuelas y del taconeo.

Cuando terminó el baile hubo quizá cinco segundos de silencio, luego, como el fragor de una tempestad que se produce después de un momento de calma absoluta, los aplausos, gritos de entusiasmo y vivas estallaron, ensordecedores, cesando sólo cuando de nuevo las guitarras reanudaron sus rasgueos. Entonces volvió el silencio y la admiración del arte de la misteriosa bailarina.

Después del segundo baile, la mujer retiróse para una breve descanso, y Julio Marenas subió al tablado, anunciando, cuando se acallaron los murmullos:

—Mariquita les está muy agradecida por sus aplausos y me ruega que les dé la gracias en su nombre. Ahora está descansando y luego les cantará unas bella canciones que tal vez nuestros huéspedes del Norte no comprendan; pero cuando Mariquita canta no es necesario entender el español. Cualquiera puede disfrutar de la música de su voz. Es como gozar de los trinos del ruiseñor. También me ha encargado Mariquita que les explique lo de su antifaz. Ustedes comprenderán los motivos que la impulsan a cubrirse rostro. Es un sacrilegio ocultar a la admiración de todos tanta belleza; pero sólo así puede Mariquita presentarse ante nosotros. Si su familia llegara a averiguar que, para ayudarla, trabaja aquí, la encerrarían en un convento o la enviarían a España. Por eso yo ruego a todos que no pidan conocer la identidad de Mariquita y se conformen con el inmenso regalo su belleza y de su arte.

Retiróse Marenas y, precedida por el airoso cantar de las guitarras, Mariquita volvió al tablado. Se hizo el silencio y pronto la voz de la joven enmascarada se elevó clara, potente y, al mismo tiempo acariciadora, llena de arrebatadoras inflexiones que daban a la popular canción que brotaba de sus labios un atractivo irresistible.

No se supo quién fue el primero, mas de pronto una mano tiró al tablado una moneda de oro, que fue el preludio de un diluvio de monedas de oro y de plata.

Salinas, que durante todo el tiempo había tenido la vista fija en aquella mujer, vació sus bolsillos en el mantelito de la mesa junto a la que se sentaba, y recogiendo sus puntas depositó en el suelo del tablado, a los pies de Mariquita, casi dos mil pesos.

Mariquita, que en aquellos momentos saludaba y agradecía no la limosna, porque no lo era, sino el tributo de admiración de todos los presentes, clavó en Salinas la mirada de sus bellísimos ojos, que brillaban, negrísimos, por los agujeros del antifaz. Con voz que sólo Salinas oyó, dijo:

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